Los tiempos no son buenos. La humanidad está conducida por líderes en su mayoría negativos y mediocres. Las religiones, casi todas, están enfermas de fundamentalismo, arrogancia y dogmatismo, sin excluir a sectores de la Iglesia Católica Romana, contaminados por el pesimismo cultural del actual Papa.
A pesar de ello, ¿hay todavía lugar para el humor y el sentido de la fiesta? Creo que sí. A pesar de los absurdos existenciales, la mayoría de las personas no deja de confiar en la bondad fundamental de la vida. Se levanta por la mañana, va a trabajar, lucha por su familia, procura vivir con un mínimo de decencia (tan traída y llevada por los políticos) y acepta sacrificarse por los valores que realmente importan. ¿Qué se esconde detrás de estos gestos cotidianos? Ahí se afirma, de forma prerrefleja e inconsciente, que la vida tiene sentido; aceptamos morir, pero ¡es tan buena la vida!, como dijo François Mitterand antes de morir.
Algunos sociólogos como Peter Berger y Eric Vögelin reiteran en sus reflexiones que el ser humano posee una tendencia irrefrenable hacia el orden. Dondequiera que aquél aparece, crea rápidamente un acuerdo existencial con órdenes y valores que le garantizan una vida mínimamente humana y pacífica.
Esta bondad intrínseca de la vida es la que hace posible la fiesta y el sentido del humor. A través de la fiesta, ya sea sacra o profana, todas las cosas se reconcilian. Como afirmaba Nietzsche, «festejar es poder decir: que todas las cosas sean bienvenidas». Mediante la fiesta el ser humano rompe el ritmo monótono de lo cotidiano, hace un alto para respirar y vivir la alegría de estar juntos en amistad y la satisfacción de comer y de beber. En la fiesta, el beber y el comer no tienen la finalidad práctica de quitar el hambre o la sed, sino de gozar del encuentro y celebrar la amistad. En la fiesta, el tiempo del reloj no cuenta y al ser humano le es dado, por un momento, vivenciar el tiempo mítico de un mundo reconciliado consigo mismo. Por eso, los enemigos y los desconocidos son ajenos al núcleo de la fiesta, pues ésta supone orden y alegría, la bondad de las personas y de las cosas. La música, el baile, la amabilidad y la ropa especial hacen parte del mundo de la fiesta. A través de tales elementos el ser humano trasmite su sí al mundo que lo rodea y la confianza en su armonía esencial.
Esta última confianza da origen al sentido del humor. Tener humor es tener capacidad de percibir la discrepancia entre dos realidades: entre los hechos brutos y el sueño, entre las limitaciones del sistema y el poder de la fantasía creadora. En el humor existe un sentimiento de alivio ante las limitaciones de la existencia y hasta de las propias tragedias. El humor es señal de trascendencia del ser humano que siempre puede ir más allá de cualquier situación en su ser más profundo y libre. Por eso puede sonreír y tener humor por encima de las formas que lo quieren encuadrar, de la violencia con la que se pretende someterlo. Solamente quien es capaz de relativizar las cosas más serias, aunque las asuma dentro de un compromiso efectivo, puede tener buen humor.
El mayor enemigo del humor es el fundamentalista y el dogmático. Nadie ha visto sonreír a un terrorista o esbozar una sonrisa a un severo conservador cristiano. Generalmente son tan tristes que parecen que fueran a su propio entierro. Basta ver sus rostros crispados. No es raro que sean reaccionarios y hasta violentos.
En última instancia, la esencia secreta del humor reside en una actitud religiosa, aunque esté olvidada en el mundo profano, pues el humor ve la insuficiencia de todas las cosas frente a la Realidad Última. El humor y la fiesta revelan que hay siempre una reserva de sentido que todavía nos permite vivir y sonreír.
2008-01-18
* Fuente: Servicios Koinonia
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