En los titulares de esta semana se han puesto de manifiesto las limitaciones que le impone a la justicia la compleja relación entre las esferas jurídica y política, tal como se dan en la democracia representativa (que vengo denominando liberal-fiduciaria), sobre todo en lo referido a la igualdad de los ciudadanos ante la ley. A tal punto que en las proteicas fronteras que comparten los poderes del Estado, la arbitrariedad y la impunidad suelen ser una constante. Cumplir con algo tan elemental como defender la vida, o condenar a quienes la amenazan, mortifican o conculcan, parece exceder las posibilidades de los jueces, si alguna porción del poder político pasado, presente o futuro se ve involucrado en ellas por acción u omisión. No sólo en países pobres y dependientes, sino en lo que se considera “primer mundo”. Lo atestiguan dos recientes episodios que, aunque separados por un océano, encuentran en la ceguera judicial y hasta el absurdo un puente que los comunica: por un lado, el juicio que en la causa “Plan Cóndor” se desarrolló en Roma sobre casi tres decenas de criminales sudamericanos, y por otro la conmutación de penas que el saliente Presidente norteamericano Obama decretó a modo de cosmética despedida demagógica.
La existencia y funcionamiento del “Plan Cóndor” fue judicialmente probada en 2016 en Argentina en un juicio que llevó 16 años de sustanciación, que condenó finalmente a 18 acusados de “asociación ilícita” con sentencias diversas según las pruebas en cada caso. Pero lo importante no es la cantidad de condenas ni la extensión de las penas, sino la jurisprudencia sentada que hasta menciona la fecha exacta de la creación de dicho Plan: 28 de noviembre de 1975, en Chile, en el marco de una reunión de seguridad presidida por el jefe de la policía secreta de ese país, Manuel Contreras, de la que participaron militares de Argentina, Bolivia, Brasil, Paraguay y Uruguay. Allí se modeló lo que el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) argentino definió como «un sistema formal de coordinación represiva entre los países del Cono Sur que funcionó desde mediados de la década del 70 hasta iniciados los años 80 para perseguir y eliminar a militantes políticos, sociales, sindicales y estudiantiles de nacionalidad argentina, uruguaya, chilena, paraguaya, boliviana y brasileña». De esta manera, criminales de esos países cruzaron sin obstáculos las diferentes fronteras, cometiendo asesinatos, secuestros y torturas.
En 1999 se inició en Roma una causa judicial por iniciativa de familiares de víctimas ítalo-americanas del Plan Cóndor, que luego incorporó como querellantes a los estados uruguayo e italiano y que finalmente tuvo su fallo de primera instancia esta semana. En el mismo sólo se logró la condena de 8 altos responsables políticos de estos crímenes, mientras fueron absueltos 13 de sus ejecutores. La Fiscalía italiana pidió cadena perpetua contra todos estos jefes políticos, militares y policías acusados.
Pero los únicos condenados en ausencia son 2 chilenos, 2 bolivianos, 3 peruanos y el ex canciller uruguayo Juan Carlos Blanco que, a pesar de la ley de impunidad (también llamada de caducidad) que rige en su país, está en prisión condenado por homicidio. Cientos de testigos ofrecieron sus testimonios y aportaron pruebas, como también lo hicieron en Argentina donde sorprendentemente se ha avanzado en la condena de represores y terroristas de estado a pasos inigualables.
De todas formas, las esperables condenas generalizadas hubieran tenido más un carácter simbólico (cuya relevancia sin embargo no pongo en duda) en virtud de la ausencia de los acusados y de las limitaciones para su extradición. A excepción de los uruguayos Jorge Troccoli, ex capitán de navío cuyas acciones criminales reconoció con orgullo en un libro de su autoría (que está prófugo, precisamente en Italia, sede del juicio) y del ex coronel Pedro Mato (que también se encuentra fugado, pero en Brasil).
Como los jueces tienen 90 días para dar a conocer los fundamentos de la sentencia, el criterio político sólo puede ser inferido. No es el único sistema judicial que otorga esta prerrogativa a sus jueces, que en lo personal no hace sino acrecentar mis sospechas de prejuzgamiento político con posterior búsqueda de doctrina o jurisprudencia para su argumentación jurídica. En cualquier caso, todo lleva a concluir que se aplica un criterio de lo que en Argentina se llamó -incluso con genuflexa colaboración del poder legislativo en los ´80- “obediencia debida”, previo a los indultos del ex presidente Menem. Es decir, a desconocer la práctica conscientemente criminal y mayoritariamente asumida como virtud por parte de los ejecutores, tanto como la autonomía relativa de sus acciones y hasta el disfrute de sus prácticas de sadismo omnímodo. La “obediencia” debida, ha resultado un verdadero salvoconducto a la impunidad de los más directos torturadores y homicidas.
Yendo a los EEUU, las conmutaciones de penas con las que Obama pretende disfrazar su contribución desde el poder ejecutivo a las más absurdas y crueles condenas judiciales, parecieran no tener correlación con el ejemplo anterior. No tengo antecedentes de todas ellas. Sin embargo, en el caso particular de Chelsea Manning su martirio proviene precisamente de su desobediencia ante la connivencia silente con aberrantes delitos. Así como a buena parte de los genocidas sudamericanos la obediencia los cobija del imperio de la justicia, otro tanto hubiera hecho con Manning si no hubiera tenido la insolente soberbia de la “desobediencia indebida” a la complicidad por omisión, con crímenes abominables que su función laboral le hacía imposible desconocer. Antes de cambiar de sexo, el por entonces soldado Bradley Manning copió en discos documentación valiosísima sobre las monstruosidades que las FFAA estadounidenses cometían en Irak, para entregarlos a Wikileaks, gracias a quién hoy los conocemos.
A cambio de la difusión de violaciones a los DDHH por parte de quienes la llevan al banquillo, Mannig fue sometida a tortura durante la prisión preventiva antecedente al juicio. En él se la juzgó con la vara de una ley promulgada durante la primera guerra mundial para procesar espías de entonces, que en este y otros casos, sirve hoy exclusivamente para procesar a los denunciantes de violaciones variadas de la dignidad humana y obviamente para advertir a toda la población de los riesgos que corre si se le ocurre divulgar la pútrida naturaleza del poder político que gobierna su sociedad y de la obsecuencia del supuestamente independiente poder judicial.
Como prueba del carácter humillante y anestesiante de toda indignación ante la barbarie, la Casa Blanca destaca el supuesto arrepentimiento expresado por Manning, quien en 2013 pidió el perdón presidencial para poder reiniciar su vida como una mujer, diferenciándola además de Snowden quien, eludiendo a tan imparcial sistema judicial, se entregó al amparo de un estado “hostil” a la democracia norteamericana. Lo que los EEUU llaman “su democracia” (siempre bajo amenaza de poderosos “enemigos de la libertad”) no es sino una ficción entre trágica y farsesca de ejercicio de la soberanía popular. Por supuesto que liberar a Manning es un acto tardío de rectificación parcial de una enorme e injusta tergiversación. Pero a la vez, si hace falta para ello que un premio Nobel de la paz (otorgado por el sólo hecho de haber pronunciado algún esperanzado discurso), integrante del poder ejecutivo, deba recurrir al monárquico acto de la concesión de tal gracia, llamar justicia a una malla formal de protección de criminales y de hostigamiento a sus denunciantes, subvierte toda noción de independencia del poder judicial y sobre todo del elemental principio de igualdad ante la ley. Cuando la prensa interroga si indultaría a Snowden y encuentra la respuesta negativa basada en que eludió la justicia, la conclusión no puede hacerse esperar. La justicia debe citarlo pero para tomar sus denuncias e investigar a los denunciados. Quien no debería eludirla cuando el poder judicial por fin cumpla su papel es Obama y sus antecesores. El tribunal romano lo condenaría siguiendo el criterio de responsabilidad política de los delitos.
No creo que futuros regímenes políticos superadores, con sus correspondientes formas jurídicas, deban revisar lo que considero conquistas modernas -como la separación de poderes o el principio de inocencia hasta prueba en contrario- sino llevarlas hasta sus últimas consecuencias, es decir, garantizarlas realmente y no sólo en su pomposa declamación. No es idéntica la responsabilidad de un civil que la de un integrante de fuerzas represivas, como tampoco un ladrón de gallinas que un militar funcionario de un estado terrorista. Y tanto un juez cuyos padres vivieron bajo el terror fascista cuanto un “lawyer” formado en Harvard deben poder entender que tanto un autor intelectual cuanto un ejecutor de un crimen, a diferencia de sus denunciantes, constituyen las verdaderas amenazas a la vida.
Para defenderla y preservarla no hace falta toga ni Nobel. Sólo un poco de indignación, perseverancia y un mínimo de vergüenza y dignidad.
–El autor, Emilio Cafassi, es Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, cafassi@sociales.uba.ar
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