El país que nos debemos
por Ziley Mora P. (Chillán, Chile)
3 años atrás 4 min lectura
Hace un mes que las quilas del sur están floreciendo extrañamente. Lo hacen más o menos cada 70 años. Este es un clásico signo, una antigua profecía mapuche -es decir de la Naturaleza- de que vienen crisis muy totales, “batallas muy grandes”, donde habrán muertes y hambrunas, dicen ellos. Pero también renovación y brotes nuevos: “Después del fuego, la lluvia y la vida jovencita”. Cuando los conquistadores aparecieron por el norte del Mataquito, floreció la quila al sur del Bío-Bío. Cuando Cornelio Saavedra articuló militarmente la línea del Malleco invadiendo el wallmapu, en las laderas del Toltén la quila floreció desde Villarrica a Boroa. Esto es lo que recuerdan las papai y los chachai viejos. Nos debemos una tierra, una mawida, un monte verde, donde la quila, el maqui, los canelos, los ulmos, el laurel florezcan y florezcan al lado de vertientes y cascadas con aves cantoras.
Tiempos de cambios. Es decir, tiempos en que el poder no desaparece, sino que recircula. La unidad central del poder se disgrega transformándose. Se desgrana en pequeños centros de autonomía, en una sociocracia donde lo local, lo comunal y su sumatoria dialogante se levanta como muy relevante. Los congresistas se reparten en asambleístas. Así, cada ciudadano, cada familia se vuelve en unidad política con la oportunidad de ejercer un tipo de poder. Todo muy semejante a los lof, rehue y ayllarehue mapuche, las células base, las familias, agrupadas cooperativamente según la extensión del territorio. Un poder deslocalizado y que hasta hoy es la base de su espectacular resistencia frente a los imperios. Un poder local que se ejerce en red, en cadena integrada para la ayuda; que nunca se concentra o apropia como una riqueza o un bien. Un poder que cualquier persona está en situación de ejercerlo, aunque también de sufrirlo.
Para luchar contra el desierto, nos debemos un país con poder repartido; para respetar, cuidar, cada centímetro de tierra, cada árbol y plantita nativa, cada gota de agua. Un Estado garante de los intereses de la diversidad natural. Por tanto, un estado que aminore al máximo las circunstancias del azar, del error o la estupidez humana que agraven el desequlibrio de los ecosistemas. Por eso nos debemos una comuna agroecológica como lo central del gobierno local. Si plantamos y comemos nuestro propio grano, sin glisfosato ni plaguicidas cancerígenos, ningún poder global, ningún Gran Hermano nos hundirá en guerras fratricidas.
En la Nueva Constitución, nos debemos un principio solidario, no subsidiario, un Estado que apuesta y arriesga con cada quien que crea o que estudie para mejorar Chile, que apoya a quien no tiene espaldas financieras pero sí voluntad de trabajo y lucha. Un estado que se vuelve socio de toda Pyme que arriesga innovación y creatividad, y la asiste y apoya si quiebra. Un estado prestamista y accionista y reinversionista; es decir sin permitir usura bancaria alguna de ningún tipo: con las ganancias que recaude potenciará más número de negocios éticos, de servicios, de empresas B innovando socialmente. Cuando a sus socios les vaya bien, el Estado con inteligencia económica -con ese porcentaje de las ganancias- las reparte en bienes y seguridad social. Invertirá en las personas, las únicas que agregan valor a los recursos. Un Estado que de este modo asegura el derecho a educación la salud y la salud universal. Un estado mutualista, descentralizado, laico -nunca laicisista- pero cuya religión sea la gloria del Ser y no la voracidad del tener. Porque el laicista también se vuelve sectario, tal como aquellos cristianos que demolieron la Biblioteca de Alejandría, quemaron los libros y mataron a palos a la filósofa Hypathia.
Nos debemos un Estado educador en la responsabilidad individual por volverse persona. Que ella sea cada vez más responsable y estoica por el entorno y por el Todo político-social interdependiente, ya que solo así –si cada uno crece en conciencia y se desarrolla equilibrado, pensante y claro en sus valores- podrá ser garante de cuidar la inviolabilidad de los derechos humanos. Reflexión y diálogo interminables en las aulas y fuera de ellas, las dos alas de una nueva cultura mestiza. Entonces la nueva comunidad chilena podrá de nuevo mirarse a la cara, sin importar la clase social, porque antes les unirá el cordón de plata de la honestidad. A la política no le hace falta racionalizaciones ideológicas, ni menos bilis resentida, sino sólo meter el corazón en el municipio, en el cabildo, en el trabajo social, un corazón fervoroso de épica y valores superiores, sin la tentación de meter las manos de la codicia ni las patas de la mediocridad en la gestión del Estado. Sólo así seremos éticamente más fuertes, aunque los locos, los estoicos y los guerreros son los más fuertes.
Si somos una tierra rocosa dura, larga y angosta; nos debemos un país con alma noble, ancha y profunda. Luego del fuego en las calles, para regenerar el alma es que ahora florecen las quilas.
[ZILEY MORA P. Columna del Diario La Discusión de Chillán, publicada el Dgo. 17 de noviembre del 2019]
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