Chile: el despertar del león herido
por Alfredo Barahona (España)
5 años atrás 17 min lectura
«Desde el estallido del 18 de octubre, Chile no va a volver a ser el mismo»
«Tras cuatro años de un gobierno neoliberal a ultranza que culminó en 2014 y al que regresó el año pasado, ni en pesadillas soñó Piñera estar sentado sobre una caldera a punto de estallar»
«Vigas centrales del sistema fueron: la mayor privatización posible de los recursos naturales y servicios en manos del Estado; impedir a éste la función empresarial y liberarla a privados nacionales y extranjeros, para explotar las áreas que aquél había manejado; destruir la fuerza sindical de los trabajadores; dejar los salarios y los precios de los productos al arbitrio de un mercado voraz»
Comenzaba octubre último. Violentos estallidos sociales sacudían a Ecuador y Haití; Venezuela y Nicaragua continuaban en profundas crisis; resistencias contra el presidente Jair Bolsonaro se alzaban en Brasil; por Bolivia y Argentina se entrecruzaban duros ataques, a las puertas de sendas elecciones presidenciales. En Chile, un ufano presidente Sebastián Piñera exclamaba alborozado: “¡en comparación, aquí estamos en un oasis!”. Católico observante, tal vez pudo parafrasear la parábola del fariseo en el templo: “gracias, Señor, porque no somos como esos publicanos”:
Tras cuatro años de un gobierno neoliberal a ultranza que culminó en 2014 y al que regresó el año pasado, ni en pesadillas soñó Piñera estar sentado sobre una caldera a punto de estallar. De ella se había levantado sólo para exhibir en varios foros las supuestas bondades del “milagro chileno”, y tratar de ubicarse entre los líderes de un continente que suele ver en el Chile engreído al “vecino indeseable”.
Pero el viernes 18 de octubre la caldera le explosionó con energía devastadora. No en el rostro, sino en la retaguardia. Porque mientras la capital chilena comenzaba literalmente a arder por varios flancos, el Presidente celebraba un cumpleaños familiar en un restaurante.
No fue la mayor de sus torpezas. Días después, tras decretar en estado de emergencia a la metrópoli de Santiago y otras ciudades porque la situación se agravaba peligrosamente, afirmó que frente a un enemigo poderoso y dispuesto a todo, “¡estamos en guerra!”: la misma consigna fatídica que el dictador Augusto Pinochet había esgrimido tratando de justificar los peores crímenes, en los 17 años (1973-’90) de su régimen sangriento.
El tremendismo con que el mandatario pintó ahora la situación, aterrorizó a muchos. Incluida su esposa, quien, en una conversación privada que se “viralizó” por las redes sociales, confidenció a unas amigas: “estamos sobrepasados… Vendrán cosas mucho peores… Es como una invasión extranjera, alienígena, no sé qué decir… Vamos a tener que disminuir nuestros privilegios y compartir con los demás”. Propósito destacable, este último, en una familia que posee la tercera mayor fortuna del país.
Con el estado de emergencia el gobierno sacó los militares a la calle; situación no vista en treinta años, que revivió entre los chilenos pesadillas atroces de la dictadura pinochetista.
Pero luego de dar marcha atrás a su visión tremendista, Piñera puso término al estado de emergencia una semana después, y afirmó haber escuchado la voz del pueblo. De carrera buscó acuerdos para proponer un conjunto de medidas en beneficio popular, mientras el Congreso desempolvaba proyectos que durmieron por años.
Crónica de una violencia anunciada
Como suele suceder, la chispa de la explosión tuvo un motivo minúsculo: el alza de 30 pesos -menos de 5 centavos de dólar- en las tarifas del Metro, orgullo de los santiaguinos. De grupos de jóvenes saltando por sobre los torniquetes de control para evadir el pago, se pasó a la destrucción o quema de estaciones, autobuses, supermercados, tiendas, oficinas, farmacias, algunos hoteles, y por último iglesias. Se ha atacado a algunos cuarteles policiales e instalaciones militares.
El destrozo de bienes públicos y privados, pillajes y saqueos múltiples se han extendido por buena parte del país. Plazas emblemáticas, avenidas y parques semejan devastados por una guerra. Las imágenes han seguido repitiéndose por más de tres semanas.
El estallido parece confirmar una antigua profecía o sino histórico. Suele compararse al pueblo chileno con un león de paciencia increíble que dormita arrinconado por largo tiempo, sin reaccionar a provocaciones, ataques, heridas ni laceraciones. Pero al final despierta y lo arrasa todo con furia irracional incontenible. Ocurre alrededor de cada 40 años. Tras la independencia nacional en 1810, conmociones sangrientas marcaron al país en 1850, 1891, 1931 y 1973. Heridas profundas propinadas en este último, aún siguen abiertas. Ahora el león ha vuelto a despertar. Y las consecuencias son todavía incalculables.
Pero no todo ha sido vandalismo. Las manifestaciones pacíficas de gente de todas las edades y condiciones fueron creciendo a partir del 18 de octubre, hasta congregar una semana después la mayor marcha vista en la historia de Chile. En Santiago el propio gobierno la calculó en 1.200.000 personas, las que sumadas a las de otras ciudades y pueblos superaron los 2.000.000.
Un paro nacional convocado el 12 de noviembre volvió a lograr manifestaciones masivas a lo largo del país. Pero provocó también nuevos incendios, pillajes y saqueos.
Un cartel muy repetido en las concentraciones ha aclarado sobre las motivaciones: “no son 30 pesos; son 30 años”. Bien puede decir 50 años. Porque la causa más remota de la indignación colectiva se remonta a los años ´70, cuando la dictadura implantó el sistema neoliberal extremo que ha regido hasta ahora. Para imponerlo eligió a un grupo de jóvenes economistas que fueron motejados como “Chicago boys”, por su graduación en esa universidad. Su gurú, Milton Friedman, acuñó el término “milagro chileno”, pero terminó criticando la aplicación extrema de sus enseñanzas.
Caldera de medio siglo
Moros y cristianos reconocen motivos más que suficientes para la indignación popular que cincuenta años después ha sacudido al país en los peores días vividos desde la vuelta a la democracia. Tras el derrocamiento y muerte del presidente socialista Salvador Allende en 1973, el país se convirtió en conejillo de indias del neoliberalismo que extendería sus tentáculos por el mundo cuando a fines de los ’80 se derrumbaron los “socialismos reales”. Vigas centrales del sistema fueron: la mayor privatización posible de los recursos naturales y servicios en manos del Estado; impedir a éste la función empresarial y liberarla a privados nacionales y extranjeros, para explotar las áreas que aquél había manejado; destruir la fuerza sindical de los trabajadores; dejar los salarios y los precios de los productos al arbitrio de un mercado voraz e inmisericorde.
Allende había nacionalizado en 1971 el cobre, riqueza primordial del país a la que llamó “el sueldo de Chile”. Empresas norteamericanas lo habían explotado por décadas, pagando bajos montos y llevándose subproductos de alto valor.
Se sabe, incluso por documentos norteamericanos desclasificados, que recuperar el cobre le costó la vida a Allende. Pero la dictadura inició una “desnacionalización” que en democracia se ha completado con grave perjuicio nacional. Lo propio ocurre ahora con el litio, preciado metal que en Chile tiene el 52% de las reservas mundiales. Su explotación mayoritaria está siendo entregada a manos chinas.
El sistema neoliberal fue aherrojado al país en 1980 con cadenas muy difíciles de romper, por una nueva Constitución Política sometida a plebiscito sin posibilidad de discusión previa. Las consecuencias han sido nefastas para gran parte de los chilenos.
En 30 años se ha logrado efectuarle algunas reformas importantes y otras cosméticas. Pero intentos de generar una nueva carta magna han sido bloqueados en forma sistemática por la derecha política, bajo pretexto de que eso no interesa a la gente. Sin embargo, durante el estallido actual ha resurgido con fuerza el clamor público por otra Constitución; al punto que el propio Piñera ha declarado el 12 de noviembre que el gobierno abre el proceso de una nueva carta fundamental, aunque dejó en nebulosa la participación ciudadana en su gestación.
La presión que fue creciendo
Tras el retorno de la democracia en 1990, muchos pensaron que llegarían la justicia, las reformas del sistema dictatorial y un nuevo orden político, social y económico. Pero en tres décadas ello no ha ocurrido. “Justicia en la medida de lo posible” anticipó Patricio Aylwin, primer presidente tras la dictadura. Pero aún centenares de familias siguen preguntando por sus detenidos desaparecidos. Antes de dejar el poder, el dictador exigió una lista de garantías. Los nuevos gobernantes tuvieron que firmarlas, a espaldas de la ciudadanía, ante el peligro de que el ruido de sables que comenzaba a escucharse tras bambalinas terminara en destrucción de la naciente nueva democracia.
Así Pinochet, seguro de no ser juzgado, salió del país en 1998, pero fue detenido en Londres, gracias a una orden del juez español Baltazar Garzón. Exigidos por las garantías suscritas y la presión militar, los timoneles del gobierno, antes perseguidos con saña por el dictador, lucharon hasta traerlo de vuelta a Chile prometiendo juzgarlo. No ocurrió así; tras su regreso fue declarado en demencia senil y terminó muriendo impune.
Su jefe de la policía secreta, el siniestro Manuel Contreras, fue preso de por vida; pero en una cárcel “de oro” construida con todo tipo de comodidades para él, numerosos secuaces, torturadores y criminales que aún gozan de tal privilegio. En contraposición, más de 40.000 presos comunes abarrotan cárceles en gran parte hacinadas e inmundas, denunciadas numerosas veces como atentatorias contra la dignidad humana.
El sistema neoliberal levantado en acero por la dictadura siguió en pie, se consolidó en democracia y fue alimentando la caldera que terminaría por estallar como bomba nuclear. En vez de tratar de reformarlo, muchos se aprovecharon rentablemente de él. Veinticuatro años de gobiernos de centroizquierda y seis de derecha son señalados hoy culpables por igual. Es efectivo que entre tanto el país logró altos índices macroeconómicos y un desarrollo que llevó al torpe envanecimiento de mostrarlo como el “milagro chileno”.
El índice de pobreza, que al final de la dictadura bordeaba el 40%, marca hoy menos del 10%. Aunque la pobreza multidimensional –que considera acceso a la salud, educación, trabajo, seguridad social, vivienda y otros factores-, lo eleva al 20%. Chile es uno de los países más inequitativos del mundo. El 1% de la población acumula casi el 30% del ingreso, mientras el 50% más pobre percibe sólo el 2,1%. Los estratos superiores disfrutan ingresos mensuales equivalentes a 10.000, 30.000, 50.000 o más dólares, mientras el salario mínimo fijado por ley llega apenas a los 450. La atomización del sindicalismo y un plan laboral leonino impuesto por la dictadura y que aún persiste, han llevado a una gran precarización del trabajo y magros sueldos.
Pero el sistema ofreció créditos a destajo para fomentar el consumismo y mover la economía. Sectores populares y medios emergentes se endeudaron para comprar bienes suntuarios. Emulando a los pudientes, que adquieren 400.000 autos nuevos al año, ellos compraron autos usados. Hoy no pocos los mantienen aparcados, incapaces de financiar el combustible. Muchos más están sobrendeudados sin poder pagar. 4.500.000 deudores engrosan el registro nacional de morosos, una especie de muerte cívica. El modelo imperante privatizó el agua, la energía, las comunicaciones, las carreteras, los puertos… Tarifas de servicios públicos en alza frecuente golpean a los grupos más pobres.
Mientras se promovía la salud y la educación privadas, las públicas fueron reducidas a niveles críticos. Los estratos de mejores ingresos disponen de un costoso sistema privado de salud y clínicas de vanguardia, en tanto el sistema público sufre una precariedad vergonzosa. El enfermo pobre debe lograr de madrugada un número para ser atendido Si necesita un especialista o intervención quirúrgica, puede esperar años o morir en el intento. 26.000 personas fallecieron el año pasado esperando una atención o cirugía. Entre múltiples casos, un hombre llamado para una colonoscopía de diagnóstico había muerto hacía 6 meses. El costo de los medicamentos es de los más caros de América. Los que el sistema estatal debería entregar a los más pobres suelen faltar o ser poco más que placebos. Pacientes de cáncer que necesitarían tratamientos costosos, reciben con frecuencia analgésicos de distribución masiva en espera de la muerte. 3.000.000 de discapacitados tienen apoyo mínimo del Estado.
Indignación pública suscitan las pensiones de jubilación. Un sistema engañoso de capitalización individual heredado de la dictadura ha redundado en pensiones precarias o miserables. Masivas protestas públicas anteriores al gran estallido social han tenido esta causa.
Numerosas y de creciente violencia han sido también las protestas estudiantiles, por la honda crisis de la educación pública. La universitaria, de un costo altísimo entregado al crédito bancario, tiene endeudadas por décadas a familias modestas empeñadas en hacer surgir a sus hijos.
La situación socioeconómica de las nuevas generaciones es preocupante. Más de 600.000 “nini”, ni estudian ni trabajan. 100.000 menores están fuera del sistema escolar. 1.000 niños y adolescente abandonados o bien en riesgo social o delictual, a los que se suponía protegidos por el Estado, murieron en 10 años, numerosos en circunstancias oscuras.
Más de 100.000 personas -27% inmigrantes- sobreviven en 800 campamentos suburbanos de latas, palos y cartones. 14.000 lo hacen en la calle, y 34.000 en colectivos indignos o hacinadas en casas semiderruidas, pasto de frecuentes incendios.
La peor violencia se ha instalado por años en la Araucanía, la región más pobre del país. Allí el histórico pueblo mapuche, la mayor etnia originaria, lleva siglos luchando por la restitución de tierras ancestrales y el respeto a su dignidad y derechos endémicamente conculcados. Destrucción, incendios, muertes han hecho allí noticia habitual, en tanto sucesivos gobiernos han sido incapaces de dar soluciones reales a las causas de tan explosiva realidad.
Más combustible a la caldera
Los gobiernos de la posdictadura terminaron reservando una explotación minoritaria del cobre a la empresa estatal, y entregaron la mayor parte a consorcios trasnacionales. Estos se han llevado 200.000 millones de dólares, que en manos del Estado habrían permitido importantes mejoras a la salud, educación, vivienda, previsión social y otros ámbitos cuyos graves deterioros fueron insuflando indignación hasta el estallido social de estos días. A los ya señalados se suman factores no menos explosivos como los siguientes:
La corrupción se ha enseñoreado en sectores relevantes de la vida nacional. Ello tras haberse jactado el país de ser uno de los menos corruptos. Tiempo atrás se descubrió que las cadenas dominantes del mercado farmacéutico se habían coludido para controlar los precios. Sucedió otro tanto con los pollos. Después con los pañales, papeles higiénicos y toallas desechables. Se sospecha de otras colusiones por destapar.
Desfalcos enormes se han descubierto en altos niveles militares y de Carabineros, la policía militarizada. Dos excomandantes en jefe del Ejército han sido detenidos -en cómodas instalaciones militares, obviamente- por malversar millones de dólares. Veintiún generales del alto mando fueron por lo mismo a retiro. Otro exjerarca máximo está condenado por encubrir crímenes de la dictadura. De los 7 jefes supremos que se han sucedido desde esta última, 6 han sido requeridos por la justicia. El actual confesó que oficiales y tropas han registrado armas como perdidas para venderlas a narcotraficantes, y sostuvo que la corrupción afecta por igual a las otras ramas de la Defensa. La cúpula de Carabineros fue reorganizada este año tras la salida de 30 generales.
En el poder judicial, dos magistrados de corte fueron expulsados por prevaricación, otro se suicidó durante el juicio, y un fiscal está procesado. La corrupción e inequidad de la justicia son axiomáticas. Las cárceles abundan en mujeres pobres condenadas por “burreras” o microtraficantes de drogas, mientras poderosos “narcos” alardean dominando barrios donde la policía no se atreve a entrar. El pobre que en Chile roba una gallina puede ir por largo tiempo a la cárcel. En tanto, poderosos empresarios que defraudaron al Estado más de 1.000.000 de dólares fueron sentenciados a asistir a un curso de ética. Una ley sanciona severamente al culpable de una muerte por atropello que además huya. Menos al hijo de un renombrado político, que por ello resultó indemne. La delincuencia en escalada es una de las grandes preocupaciones públicas.
La corrupción y abusos en el ámbito político han llevado a este sector al mayor descrédito y repudio público. Piñera fue elegido presidente con más del 50% de abstención electoral. Manejos delictuales escandalosos para financiar campañas electorales han enlodado por igual a casi todo el espectro político. Completan el panorama los sueldos de los 43 senadores y 155 diputados nacionales. Superiores a 13.000 dólares mensuales equivalentes, más asignaciones y prebendas que los elevan sobre el doble, superan hasta en 70 veces el salario mínimo de un trabajador.
Grandes protestas públicas precursoras del estallido actual han provocado sucesivos abusos de consorcios que manejan el agua, la electricidad, el gas… La dictadura entregó a perpetuidad el agua de regadío a privilegiados que la monopolizan o venden hoy, en medio de una sequía inédita que arrasa cultivos extensos, ha secado ríos y está diezmando la pequeña ganadería. Carecen de agua potable y deben ser socorridos por camiones aljibes amplios sectores campesinos y urbanos.
No menores protestas han generado graves contaminaciones del ambiente, las aguas o el suelo en diferentes regiones, debido a gases venenosos o metales pesados que generan empresas altamente tóxicas, con riesgos públicos hasta mortales.
Trágicos resultados, perspectivas inciertas
El balance en más de tres semanas de conmoción pública ha contabilizado oficialmente veinte muertos; sobre 2.000 ciudadanos y más de 1.000 policías heridos; se habla hasta de 5.000 detenidos. En incendios, saqueos, vandalizaciones, destrucción de infraestructuras, bienes públicos y privados, hay costos incalculables. Sólo por la quema o vandalización de 80 de sus 136 estaciones, trenes incendiados y la destrucción de estructuras, el Metro de Santiago estima pérdidas por 350 millones de dólares. Los desmanes contra comercios, empresas, recintos universitarios, iglesias y otras instituciones podrían superar con creces los 5.000 millones.
Organismos de derechos humanos han interpuesto más de 200 querellas por excesos en la acción represiva de las fuerzas de orden, a las que se atribuyen homicidios, torturas, graves abusos sexuales y otros delitos. Hay casi 200 lesionados en ojos por balines o perdigones policiales. Numerosos han perdido globos oculares o quedarán ciegos.
En una coyuntura tan crítica resulta especialmente lamentable la situación de la Iglesia jerárquica. La Conferencia Episcopal emitió un tímido primer comunicado que pasó casi inadvertido. Algunos obispos han reflexionado denunciando la violencia y la quema de recintos sagrados, y la propia Conferencia, tras reunirse de emergencia, emitió el 12 de noviembre un mensaje implorando el término de la violencia y la apertura a un diálogo amplio sin exclusiones. Entretanto la conferencia de religiosos, algunas congregaciones y grupos laicales comprometidos se han pronunciado con decisión frente a las causas y perspectivas de la conmoción social.
¿Cuánto más podría hacer una jerarquía eclesiástica que vive la etapa más oscura de su historia, por los escándalos y el descrédito público que ha provocado la retahíla de abusos sexuales y encubrimientos que destrozaron su imagen? ¿Con qué autoridad moral podría alzar con más fuerza su voz o tener presencia influyente para enderezar soluciones? ¡Qué lejos está la iglesia que fue “voz de los que no tienen voz”, respetada y amada por su pueblo porque arriesgó la vida denunciando los crímenes de la dictadura y defendiendo a las víctimas!
Por su parte, quienes dicen comprender que el gobierno decretara el estado de emergencia y sacara por más de una semana los militares a las calles, argumentan que no tenía alternativa cuando ya seis estaciones del Metro ardían al unísono, se extendían los desmanes, y las fuerzas policiales no daban abasto. Entre los que critican ácidamente los excesos represivos hay quienes piden incluso la renuncia del presidente Piñera.
Horquillado por el mayor estallido social que haya sufrido el país en décadas, el gobernante dispuso en primera instancia la anulación de las últimas alzas en el Metro y las tarifas eléctricas, y ha esbozado medidas como aumentos a las pensiones y salarios más bajos; alza de impuestos a los sueldos altos; rebajas de precios a los medicamentos; reducción de los ingresos y el número de los congresales; mayores fondos municipales en ayuda de las comunas más pobres, y apertura al estudio de una nueva Constitución. El Congreso apura leyes que podrían descomprimir el ambiente.
Que tales medidas en camino u otras posibles logren recuperar la tranquilidad social tan profundamente quebrantada en estos días, está por verse. La continuación de las protestas, exigencias, manifestaciones y violencias, el desquiciamiento de elementos primordiales de la vida diaria que aún persiste, no permiten avizorar el final de las réplicas al estallido social del 18 de octubre.
Pero hay cierto consenso en que se ha llegado a un punto de inflexión, y Chile no será el mismo de antes. El león herido no volverá a dormir como Alicia: en el país de las maravillas.
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