Cuando uno es aire o miasma, humor, perfume particulado o qué se yo, polvo en suspensión, flota entre dos edificios separados por una calle con bastante tráfico. No sabe mucho más de lo que se ve o se oye por las ventanas, retazos de vidas que uno debe imaginar introduciendo suposiciones en amplios segmentos sin ninguna luz. Cuando uno es miasma, digo, polvo en suspensión. O a veces aire puro.
Pero en estas regiones las ventanas no están cerradas herméticamente y uno se cuela al interior sin el permiso de nadie. No es mucho más lo que puede componer, y la mayoría de las veces se retira más confundido que al principio. Uno, digo. Partículas de perfume, viento. O qué sé yo.
En un edificio vive Camilo, en el sexto piso. Y en el otro Étienne, en el séptimo. O sea que pueden observarse por las ventanas; pero no sé lo que ven al mirar hacia el edificio de enfrente. Diría que el primero está entre el luto y la crianza, entre la muerte de su padre y los gemelos de un año. Y el segundo entre la crianza de gemelos y la búsqueda de trabajo. Y diría que Camilo también busca trabajo, porque sus empleos son esporádicos, intermitentes. Pero sobre todo, diría yo –y aquí me corrijo–, el luto es más bien el paraguas de su vida en blanco y negro.
Como miasma que soy, digo que sale a ventilar su desconsuelo por las calles, paraguas en mano, con el cochecito de los gemelos. Pero en vez de tomar aliento y respirar como todo el mundo, va más bien deslizando los sentidos por el paisaje sin impregnarse de nada como si el luto fuese una película impermeable sobre las cosas. Adelantando cuadras porque sí, para tener una excusa convincente que lo obligue a dar la vuelta.
Como perfume y humor los veo enfrentarse como espejos en las veredas. Es la aparente simetría de sus vidas lo que los invita a detenerse. Diría que Étienne es el más entusiasmado con el encuentro. Y diría que Camilo no logra raspar la pátina que opaca la realidad, pero también se detiene. Y como ambos están en la tarea de la crianza, reparan en la marca de los cochecitos y en todo lo que concierne a la vida de sus respectivos gemelos. A veces deben hacerse a un lado para no interrumpir el tránsito de los peatones. Y conversan. Y es Étienne el más interesado, el que no sólo desea mantener contacto por unos momentos sino también el que quisiera prolongarlo y convertirlo tal vez en una relación. Pues Étienne es de Francia y se ve que está más solo que Camilo. Lo afirmo provisionalmente, en calidad de polvo en suspensión.
A veces me inspiran al respirar, pero jamás penetro en sus almas. Eso está más allá de cualquier mundo sensible. Digo yo. Étienne teje miradas entre los cochecitos como si sus ojos pudieran propiciar una amistad entre los bebés. No comprende que a esa edad los niños son de un egoísmo prodigioso, que cada cual habita en su propio mundo, centrado en las necesidades más básicas, y que ni con la mejor voluntad podría hacerlos penetrar en el alma de los otros. Pobre Étienne, me digo. Pero bueno.
Es él quien habla, quien más habla durante estos encuentros espaciados en el tiempo. Es ingeniero óptico, y busca trabajo como tal. Camilo sospecha que aquello no se estudia como especialidad en el país, sospecha que apenas si hay campo para aquello, la óptica. Pero no comenta nada. Y el tiempo pasa. Y los gemelos crecen. Étienne sigue hablando en la vereda semana tras semana, aunque los gemelos se unan a una cadena de llanto. A Étienne le da lo mismo. Camilo se enferma de los nervios, pero aguanta por cortesía. Después de un rato el asunto no da para más. Y se despiden como pueden, entre gritos y berrinches.
Es la mujer de Étienne quien sostiene a la familia. Lo afirmo como el aire poluto que soy. De momento es ella, mientras él busca trabajo como óptico que es. Ella es chilena y se llama Alicia, y a Étienne le gusta decir que optaron por establecerse en el país de las maravillas, donde el tiempo transcurre sin variaciones. Lo repite ante Camilo cada vez que se encuentran.
Ella es el sostén, digo. Polvo y perfume que soy. Esmog también. Abrió con una amiga un restorán de comida orgánica a la vuelta del edificio. Les está yendo bien por ahora, mucho mejor de lo que habían presupuestado. Los clientes son cada día más, pues está visto que la comida orgánica ha penetrado con fuerza en el país o por lo menos en este barrio donde me encuentro suspendido. Entonces Étienne sigue paseando el coche, los gemelos siguen creciendo y ya balbucean sus primeras palabras; y ella se encarga del restorán. Para alguien de otra época, los papeles están invertidos. Pero ésta es una época diferente, cualquiera lo sabe.
Fue ella la que presentó a Camilo el jugo de luz. Cuando Camilo paseaba el cochecito y hacía una pausa a contrarreloj en el restorán, antes de que sus gemelos se rajaran llorando. La vida grita, ruge, brama. Es un volcán sordo y ciego. Pero nunca mudo, se decía. Alicia le contó que ese jugo era una bomba nutritiva hecha de vegetales, que servía para oxigenar la sangre y para mucho más. Era un líquido verdoso, sin mucho sabor. Otro día Camilo probó a la rápida unos tallarines de apio más insípidos que su propia vida. Alicia le explicó por qué el cambio climático era el culpable de que no durmiera bien por las noches. Después le preguntó si podía imaginarse a Buda ordenando una hamburguesa en el McDonald’s. No, no puedo, dijo Camilo.
Como aire, como masa suspendida y móvil, floto y abro los oídos a la altura de los árboles, entre el rumor frondoso de las copas y los pájaros. Esa u otra vez ella le había dicho: No sé qué más hacer por Étienne. Le había conseguido trabajo en un banco. Pero duró una semana. Y luego como vendedor en una óptica (¡Qué más quería!). Pero duró menos aún. Tienes que adaptarte, si vives en otro país. Dijo Alicia.
Desde su ventana Camilo veía salir muy temprano a Étienne con el cochecito y se preguntaba adónde iría con los gemelos. Un sábado con neblina sonó el citófono antes de las nueve de la mañana y tuvo la respuesta. Bajó en piyama por el ascensor y se lo encontró en el lobby con el coche. Venía a invitarlo a una feria de productos orgánicos que se instalaba en los faldeos de la cordillera. Hoy no puedo, mintió, y fue el primero de varios intentos fallidos por llevarlo a pasear entre los puestos de fruta, verduras, leguminosas y otros productos de la tierra.
Las ventanas comunican muy poco, es verdad. Pueden despistar. Lo sabe el polvo: yo. Pero algo dicen, a veces. Como a partir de la noche en que se encendió la luz de la pieza contigua al dormitorio de Alicia, para volver a encenderse todas las noches siguientes. Para mostrar a Étienne cerrando las cortinas, detenido un instante con la vista en el edificio vecino como si buscara el cuarto de Camilo con la idea de invitarlo con señas a la feria orgánica, o quizás para hacerle algún gesto desesperado. Para uno que es polvo o perfume parecía su intención. Pero Camilo lo atribuyó a esa pátina gris de su vida.
Para uno que es aire, miasma y mescolanza, todo parecía escrito. Una profecía que se alumbró con el nacimiento de los gemelos en París a la misma hora del terremoto en febrero del dos mil diez. Cada noche Camilo se asomaba por la ventana, a veces a las tres o cuatro de la mañana mientras hervía agua para el relleno de los gemelos. Como miasma y neblina, no me perdía sus miradas hacia el frente. Pero una noche la luz de la pieza contigua no se encendió más y Camilo pensó que Étienne había vuelto al dormitorio principal. Pensó incluso que había encontrado por fin un trabajo en algo relacionado con la óptica y no como vendedor de créditos y seguros catastróficos.
Pero en realidad había vuelto a Francia. Alicia se lo contó cuando le servía un jugo de luz. La oí desde las copas, aire y viento que soy. Lo más difícil sería para los gemelos, porque se pasaban el día con Étienne. Pero iban a acostumbrarse, dijo. Lo cual no equivalía a decir que lo olvidarían. ¿Dónde está el papá?, preguntaban antes de dormirse. En Francia, decía ella. Una respuesta concreta. Para Alicia, los niños necesitan esa clase de respuestas.
Pero bueno. A esta clase de historias sueltas, fragmentarias, se expone uno suspendido como está sobre la calle; no alcanza para más. No hay medios para imaginar una vida concreta en Francia, ni tampoco en el país. No sabe uno cuándo termina el luto, en qué momento se encuentra empleo. No es posible penetrar en las almas. Uno se pregunta, como todos, cuándo se forman los recuerdos, cómo se pierden y si es que de verdad se pierden, y si acaso no se depositan en las células, y cómo podría ser eso. Uno que es polvo, miasma, aire, etcétera; o digamos: lo discontinuo en persona.
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