Pasajeros de París: Quilapayún, Inti Illimani, patricio Manns, Aparcoa, Ángel Parra, Patricio Castillo, Tito Fernández, Payo Grondona, Marcos Velásquez, Los Jaivas, Karaxú, Taller Luis Emilio Recabarren, Sergio Ortega, Manduka, Alejandro Lazo, Jorge Radie, Illapu.
Jean Clouzet decía siempre que el encuentro de la Nueva Canción Chilena pasa por París y tenía razón si pensamos en el itinerario que comenzó con los Parra y ha seguido hasta el día de hoy.
Como toda ciudad grande, especie de Torre de Babel de tantas cosas, Paris ha sabido ser luz y tinieblas. Ha habido grandes encuentros y desencuentros en sus escenarios diversos. Éxitos y fracasos, lo que es perfectamente normal.
La lista de los pasajeros de París es numerosa y sin duda se me escapan varios nombres. Pero el punto de partida me resulta válido para intentar continuar con la galería de retratos iniciada ya con Isabel Parra, en el caso de los chilenos y de otros compañeros de la canción hispanoamericana, como es el caso de Paco Ibáñez y Daniel Viglietti.
No cabe duda que el conjunto de mayor relevancia, entre los miembros de la Nueva Canción, que se han establecido en París es Quilapayún. No creo necesario hacer un «retrato» de Quilapayún, ya que su presencia a lo largo de este libro es de por sí más amplia de lo que sería una semblanza del grupo. Su labor, además -como la de la casi totalidad de los grupos y solistas establecidos en Europa en estos años- abarca un territorio muy extenso. Pero sin duda ellos han gozado de la posibilidad de realizar una labor amplia de solidaridad y de desarrollo propio gracias a la acogida de que fueron objeto inmediatamente después de septiembre de 1973. Desde entonces su labor, ininterrumpida, desde Francia hacia el resto del mundo no es resumible en estas líneas. (Entiendo que cualquier grupo con más de diez años de existencia ofrece material para un libro especializado). Acaso cuando ese libro se realice (tengo entendido que debe aparecer uno en la colección Los Juglares, España), sabremos interesantes cosas sobre el desarrollo y la historia del primer grupo de la Nueva Canción Chilena. Algo muy importante de estudiar será entonces la evolución musical de Quilapayún. Dentro de lo que yo llamo la «permeabilidad» de la canción chilena en el mundo hay detalles que nos tocan a todos: utilización de nuevos instrumentos, variación en la puesta en escena de las canciones, textos que acompañan a las mismas, inclusión de canciones interpretadas en otro idioma que el español, etc. No me siento capacitado para hacer un análisis detallado de estos factores, muchos de los cuales han producido crítica diversa, a favor y en contra. Lo que me parece mucho más significativo es que el grupo haya sido capaz de mantener su popularidad a lo largo de todo este tiempo, ya que sin el apoyo de un público que los siga, hubiesen desaparecido o se hubiesen modificado completamente. En todo grupo de trayectoria tan prolongada como Quilapayún e Inti Illimani es natural que haya una evolución, para bien o para mal. Acaso la clave esté -una vez más- en las palabras de Violeta Parra acerca del convencimiento individual de cada creador (en este caso un grupo que actúa homogéneamente) acerca de la eficacia o validez de su creación. Una palabra que será atendible -y sin duda no la última- la tendrá nuestro público chileno, cuando Quilapayún vuelva a cantar en su patria de origen.
Si se habla de Quilapayún como el primer grupo de la Nueva Canción Chilena (es primero, por lo menos en el tiempo, ya que nacieron en 1965), no se puede dejar de hablar de inmediato del segundo (también en el tiempo), Inti Illimani (nacido el 67). Aunque aquí ya nos topamos con un problema delicado cual es el de la popularidad, ingerencia o importancia, ya que el tercer grupo viene a ser Aparcoa (nacidos en 1966). No se trata, pues, de establecer una categoría de calidad, pero por el simple hecho que Quilapayún e Inti Illimani siguen existiendo hasta el día de hoy, conservando las características fundamentales que los distinguen como grupo, deben ocupar los dos primeros lugares en una lista más o menos ordenada. Inti Illimani sí son auténticos pasajeros de París, puesto que a pesar de haber cantado infinidad de veces en la capital francesa, siempre han estado de paso. Su domicilio se encuentra en Italia en donde gozan de un prestigio y de una popularidad que, siendo semejante a aquélla de Quilapayún en Francia, tiene características bien diferentes. Esto tiene que ver con una cuestión de espíritu nacional, de diferencia entre los pueblos. Cualquier buen observador viajero puede notar la diferencia de temperamento entre Francia e Italia.
Con todo, desde el punto de vista formal, hay una diferencia notoria entre ambos grupos. Inti Illimani, grupo que ha sabido guardar características propias en la interpretación de sus canciones y en la selección de su repertorio, aparte de haber incorporado también algunos instrumentos que no utilizaban en Chile, como el guitarrón mexicano, el violín, el arpa o la flauta traversa, tuvieron un gesto que no deja de ser comentable: colgaron el poncho y mudaron sus uniformes por ropa de la calle.
No se trata de iniciar aquí una polémica sobre lo válido o inválido de una prenda más o una prenda menos. El poncho chileno o latinoamericano tiene valores prácticos indudables (por lo demás el origen del poncho es incierto, varios diccionarios de americanismos coinciden en situarlo tanto en el sur de España, como en América. Una de sus formas más usadas en Chile y muy eficaz para andar a caballo bajo la lluvia, es el «poncho de Castilla»). Más bien creo que las razones de utilización del poncho en los conjuntos de la Nueva Canción responde a motivaciones de tipo ideológico. (Esta es una de las cosas que podrían ser aclaradas un día en la historia del grupo Quilapayún). Yo veo en esto un contraste consciente de diferenciación con los grupos de música popular chilena que hasta el momento del nacimiento de las agrupaciones vocales e instrumentales de la Nueva Canción, ostentaban el patrimonio de nuestra música vernácula. Me refiero a toda la gama de conjuntos de huasos y chinas que todo el mundo conoce. No es necesario ser conocedor a fondo de la vida chilena para saber que las ricas vestimentas de los conjuntos a los que me refiero, no tienen nada que ver con el traje cotidiano y ni siquiera dominguero de los trabajadores del campo. Menos con «el roto», personaje crucial de nuestra historia en cuya denominación no parecen haberse detenido ni los sociólogos ni los estudiosos de la historia y sus costumbres. (Gentes de contribución tan importante al conocimiento de nuestra lengua como don Zorababel Rodríguez, por ejemplo, en su Diccionario de Chilenismos, de 1875, nos ofrece apenas estas escuetas palabras: «Téngase… como una peculiaridad de nuestro uso el servirnos de aquella voz (roto) para designar a la gente de última clase…»). De todas formas el personaje no es ajeno a nuestra vida cultural, ya que figura en novelas y cuentos. Tampoco lo es de la canción, ya que figura -al menos una sola vez en toda la Nueva Canción Chilena- en aquélla de Violeta Parra en forma de décima (ignoramos si tuvo música o no), que dice:
«…pero sé bien que el burgués
se pita al pobre verdejo…»
Indudablemente el personaje corresponde a aquél de los diarios de Chile, ese roto con dentadura incompleta, pantalón arremangado y sombrero con cortes a la manera de almenas, que fuera más tarde llevado a la escena y la canción por el conjunto «Los Perlas» (me abstengo de todo juicio de valor, una cosa es tomar el personaje como arquetipo, como lo hace Violeta, para nominar toda una vasta zona de nuestro proletariado, y otra es disfrazarse de proletario para hacer reír a la burguesía, sin duda toda persona tiene el derecho a ganarse el pan como quiera aun a costa de su propia moral). Y todo esto a partir del poncho que quiere diferenciarse de la manta. Si la manta (de tres o más colores) representa al patrón, el poncho viene a representar al campesino y, por extensión, a todo el proletariado. Si la manta es de «vivos» colores pues celebra la vida alegre y agraciada del patrón, el poncho deberá obligadamente ser negro, puesto que deberá significar lo contrario de esa alegría disipada: la tristeza, la explotación y por extensión: la rebeldía. En ese sentido Quilapayún, a pesar de «vestirse especialmente para la escena» con su sobriedad se salvaron de aquello que Nicanor señala como crítica en su Defensa de Violeta Parra:
«…porque tú no te compras ni te vendes, porque tú no te vistes de payaso…»
Naturalmente muy distinta es la proyección de un grupo y su vestimenta en Chile a lo que puede significar en el exilio. En realidad, el momento en que los Quilapayún tendrían que haber colgado el poncho, fue exactamente la madrugada del 4 de septiembre de 1970 cuando se supo el triunfo de Salvador Allende. Discutible, me dirán algunos, Allende no estaba todavía en el poder, etc. Como sea, parece ser que si no se lo quitaron en aquel tiempo es porque consideraron que seguía siendo símbolo, de sobriedad o lo que sea, sin imaginar que ese símbolo podía convertirse años más tarde en luto.
No son los únicos, por lo demás. El grupo de tango argentino Cuarteto Cedrón vistieron de negro durante mucho tiempo; también lo hace el quinteto Gotán. Atahualpa Yupanqui actúa invariablemente enlutado y Paco Ibáñez no ha variado su camisa negra y pantalón oscuro durante años. Por contraste habría que recordar que Isabel y Ángel Parra actuaron de blanco en el Olimpia, que Violeta podría una vez más la precursora de todo, puesto que volvió a Chile con un
traje negro que usaba sólo para las actuaciones- o que Gabriela Pizarro hizo una gira por Europa vistiendo -con toda dignidad y propiedad- nada menos que los colores de la bandera chilena.
Pero volvamos a Inti Illimani. Cuando nacieron, ya el poncho color negro estaba en manos de Quilapayún (en los hombros, para ser exactos), de manera que tuvieron que buscarse otro color que fuese representativo. El rojo debe haberles parecido demasiado obvio, de esta forma eligieron el amaranto que corresponde al color de la camisa de las Juventudes Comunistas Chilenas. A partir de entonces la escena se llenó de colores otra vez, aunque siempre como forma de unidad de los grupos. Me ha tocado ver ponchos azules, verdes, amarillos y violetas, a rayas, a cuadros, con grecas y hasta los sorprendentes ponchos del grupo Tiempo Nuevo en Alemania Democrática. Eran de un género que de lejos se veía «jaspeado», si uno lo observaba más de cerca, descubría una filigrana formada por dos letras, L y F. Eran las mantas o frazadas de la compañía aérea Lufthansa y que los muchachos de Tiempo Nuevo tomaron como souvenir del vuelo que los trajo a Europa.
Con poncho o sin él, el grupo Inti Illimani también ha sabido mantenerse en la escena mundial con merecido renombre. La gama de sus posibilidades musicales es amplia y abarca ritmos no sólo americanos sino también europeos. Imposible también hacer un resumen de sus numerosos discos. Acaso algo que habría que destacar, eso sí, es la dedicación que han tenido para interpretar al mejor compositor y poeta chileno de la Nueva Canción posterior a Violeta Parra: Patricio Manns.
Con Patricio Manns ocurre lo mismo que con los casos anteriores (hablo del problema del retrato resumido), sólo que multiplicado por equis o elevado al cubo. Desde el punto de vista de las canciones, Manns viene a ser un autor tan clásico como Viglietti (prácticamente no hay conjunto o solista dentro y fuera de Chile que no cante al menos una canción de Patricio), pero donde se nos sale del esquema es en sus otras actividades múltiples que van de contrabandista y contramaestre pasando por los oficios más inverosímiles, todo lo cual Patricio vendría a resumirlo en su escritura secreta pero universal que abarca la novela, el cuento, el ensayo, la historia, la crónica, la biografía, el poema, la canción y, por último, la relación hablada, ya que es un formidable narrador en vivo. Esta especie de Pedro Urdemales de la actual cultura chilena también ha sido pasajero de París.
Más que un continuador de la obra de Violeta Parra en lo musical y poético, Patricio es un innovador. Mientras Violeta canta desde las raíces con una voz que se comunica hacia arriba por venas vegetales múltiples y sonoras, Patricio lanza su grito desde las cumbres cordilleranas o desde el eco fecundo de la frontera. Su ojo múltiple y atento observa el acontecer histórico y social de Chile para reflejarlo en canciones que un día podrían constituir la base de una sinfonía total.
El conjunto chileno Aparcoa fue animado durante años por arquitectos y economistas que tenían una característica común que los distinguió de los demás grupos musicales de la Nueva Canción: eran casi todos estudiantes del Conservatorio Nacional de Música y además atentos estudiosos de un fenómeno particular de la música popular chilena: la «cueca chilenera».
Aparte de ser los creadores de tan importante obra como es la versión cantada del Canto General de Pablo Neruda, fueron grupos (y lo siguen siendo en forma individual o integrados a otros conjuntos) excelentes instrumentistas. Si bien es cierto que la primera grabación de Canto General se realizó en Chile junto con el estreno de la obra con asistencia de Pablo Neruda, (5 de Diciembre de 1970), la versión definitiva fue grabada en Europa ya en el exilio del grupo y con el concurso de dos importantes músicos que se incorporaron al conjunto en Alemania Democrática, Juan Carvajal y Marcelo Fortín.
Sin duda uno de los mejores momentos de la Nueva Canción en París la produjeron estos «pasajeros» cuando presentaron durante una temporada de varias semanas la obra Canto General en el Teatro Orsay de Jean Louis Barrault, con el concurso de Emannuele Riva como relatora. Por aquel tiempo también grabaron en Alemania Democrática un disco que viene a ser un poco el resumen de las mejores posibilidades instrumentales y vocales del grupo. La participación de Marcelo Fortín resulta fundamental ya que incorpora el piano, instrumento que hasta entonces se mantenía más o menos ausente de la Nueva Canción.
Pero la contribución de Fortín es múltiple ya que se trata de un músico muy completo, autor de arreglos musicales diversos; es, además uno de los mejores bajos de la Nueva Canción. Como compositor y utilizando la capacidad vocal de Juan Carvajal, nos ofrece en este disco una composición singularísima: Chile a partir del último poema del libro Incitación al nixonicidio y alabanza de la Revolución chilena, de Neruda. Con ese tema queda incorporado para siempre en la canción chilena el género «lied». Por lo demás es un tema tan complejo y sugerente que algún día deberá ser tomado por un coro sinfónico.
Con respecto a la incorporación a este disco de Aparcoa, que lleva como título precisamente Chile, de dos cuecas chileneras de Hernán Núñez, vale la pena detenerse un momento.
Así como Violeta Parra era aceptada en ruedas de cantores de Canto a lo Humano y a lo Divino, los integrantes de Aparcoa fueron aceptados en Chile en un medio nada fácil de penetrar, el de los cantores populares de la Vega Central y el Matadero Municipal de Santiago.
La cueca chilenera es una zona riquísima de nuestra música popular que ha sido poco estudiada. Hasta ahora, el artículo más completo, aunque por desgracia bastante reducido, que conozco, es el de Julio Alegría, uno de los fundadores del grupo, en Araucaria N 14: La cueca urbana o «cueca chilenera». No se trata aquí de dar ni siquiera un resumen de ese artículo, ya que siempre será mejor consultar el original, pero esta consideración sobre la cueca urbana o chilenera me lleva a una reflexión más amplia acerca de la cueca en general. La denominación «Danza Nacional Chilena» podrá ser discutible, pero de hecho si hay una estructura de canción que sea representativa de todas las capas sociales en Chile, esta es la cueca. Existen ejemplos para todos los gustos, desde la cueca paisajista costumbrista bailada en los salones hasta la cueca «lumpen» por llamarla de alguna manera con doble sentido y a menudo grosera. La gama pasa por la cueca política, en cuya posible antología deben figurar las que antologa ya tempranamente Antonio Acevedo Hernández y que corresponden a las voces contrarias de los bandos en disputa en la contrarrevolución que derrocó al Presidente Balmaceda. A pesar de estas ricas posibilidades y matices, nuestra danza nacional se manifiesta más bien ausente del cuerpo general de la Nueva Canción, ¿por qué? Sin duda porque aún no está claro a quién representa.
Una vez más debemos partir de Violeta, quien dedica un disco entero a nuestra danza con ejemplos variados en donde figuran hasta las cuecas de circo. Más tarde será un hermano de Violeta quien nos dará de cantar y de bailar con sus cuecas «choras». El «tío» Roberto Parra, autor de las famosas cuecas «Las gatas con permanente», «El 25 de Enero» o «Tengo una mina en Mapocho» para nombrar sólo algunas.
Violeta Parra vuelve a la carga y en forma de cueca nortina crea su canción latinoamericanista y pacifista: «Los pueblos americanos», ya citada. Pero además utiliza esta forma para dejar inscrita en las historias de las antologías literarias el mejor y más mínimo resumen de la poesía chilena de primera línea, con su cueca llamada «De los poetas»:
«Mi vida, qué lindos son los faisanes,
Mi vida, más lindo es el pavo real,
Mi vida, más lindos son los poemas,
Mi vida, de la Gabriela Mistral!
Pablo de Rokha es bueno, pero Vicente,
vale el doble y el triple, dice la gente.
Dice la gente sí, no cabe duda,
que el más gallo se llama Pablo Neruda.
Corre que ya te agarra, Nicanor Parra!»
Héctor Pavez, investigador profundo y gran conocedor de la idiosincracia del pueblo chileno, crea una cueca clásica en aquélla dedicada a la Central Unica de Trabajadores de Chile y que se iría a convertir en una de las pocas cuecas incorporadas al repertorio de Quilapayún e Inti Illimani. En el caso de Quilapayún, una de las pocas cuecas «dignas», ya que por una equivocación o ligereza del grupo, ellos grabaron nada menos que una cueca balmacedista en donde la utilización de las voces en falsete imitando cierta forma de cantar de las cantoras populares adquiere, a mi modo de ver, casi un carácter peyorativo que no se compadece con el respeto que deberíamos tener por esas cantoras.
Sin duda, entre las cuecas más bellas y nobles debemos nombrar las cuecas «del libro» de Violeta Parra en la interpretación tan fina de Isabel Parra, cuecas que cabría analizar casi en forma literaria por la riqueza poética que encierran y por las soluciones de rima y ritmo encontradas aquí por Violeta. (No debe olvidarse que la cueca responde a reglas muy estrictas, tan complicadas como el soneto). Por último, para cerrar esta reflexión personal sobre la cueca, habría que citar las CUECAS A MANUEL RODRÍGUEZ de Pablo Neruda y las escribo con mayúscula para llamar la atención, puesto que Vicente Bianchi comete, a mi modo de ver, una grave falta al tergiversar la voluntad del propio Neruda y poner en tonada esas composiciones que están marcadas en el Canto General expresamente como cuecas. Quien no me crea, que tome cualquier melodía tradicional de cueca y la aplique a las «tonadas» de Bianchi. Se comprueba así algo que no ha sido suficientemente estudiado y es el perfecto conocimiento de la estructura de la cueca que poseía Pablo Neruda.
Digamos que el exilio parece haber puesto las cosas en su lugar con respecto a nuestra danza nacional. Esto se parece un poco a la universalización de otra bandera chilena cual es la empanada. En efecto, los grupos y solistas en su mayoría han incorporado cuecas a su repertorio y mucha gente que jamás habían levantado un pañuelo en Chile que no Cuera para decir adiós, han aprendido a bailarla. Isabel Parra, digna heredera de su madre, dignifica la cueca en aquellas dedicadas al presidente mártir Salvador Allende y Ángel Parra produce dos cuecas de gran melancolía dedicadas a su puerto natal: Valparaíso, aunque sin darse cuenta y por esas coincidencias musicales que suelen ocurrir entre compatriotas, en la línea melódica coincide completamente con «La vida mágica, ay sí», cueca de Los Jaivas grabada en la Argentina hace años ya.
Luego de esta larga digresión, provocada por Aparcoa, volvamos a ellos para decir una última cosa sobre la cueca chilenera y sus consecuencias.
En Chile, en el momento en que el conjunto Los Chileneros, con Hernán Núñez a la cabeza, grababan uno de sus discos antológicos de cueca, invitaron a dos miembros de Aparcoa. Esto quiere decir que el respeto ganado por los Aparcoa entre estos cantores era cosa seria. No es casualidad entonces que en su apología de la cueca, don Hernán Núñez nombre a estos dos músicos chilenos entre las mejores voces de la cueca chilenera: los arquitectos Miguel Córdova y Julio Alegría. Ahora bien, la portada de aquel disco de Los Chileneros presenta una fotografía del grupo encaramados sobre una bella carreta enflorada, pero los cantores arquitectos invitados y participantes de la grabación no aparecen por ningún lado. El motivo de esta ausencia es la barba que estos aparcoas usaban (y siguen usando).
Los campesinos de Chile, en general, no usan barba, los obreros tampoco. Hay una franca actitud de rechazo hacia las barbas por parte del pueblo. ¿Por qué? Sin duda resabio del hecho que son los patrones los que suelen llevarla. Sin ir más lejos, Violeta Parra, las atacaba, «¿qué problema tiene usted?» le preguntaba a un barbudo arquitecto que me acompañaba a la Carpa a grabar sus últimas canciones, «¿por qué se esconde detrás de esos pelos?». Curiosa cosa ésta que evoco, puesto que la Nueva Canción después se llenó de gente barbuda.
Con todo, estos peludos Aparcoas, a pesar de no aparecer en la portada de aquel lejano disco, supieron rescatar para la Nueva Canción la cueca chilenera, con piano y pandereta, que sin duda sigue siendo una rica cantera de música popular urbana.
Ángel Parra es otro de los pasajeros estables de París, (como Daniel Viglietti, Paco Ibáñez, Atahualpa Yupanqui o como lo fue Luis Cilia hasta que se volvió a Lisboa). Junto a Isabel Parra deben ser considerados como los verdaderos fundadores de la Nueva Canción ya que, como he insistido varias veces, el centro de aprendizaje y comunicación que significó La Peña de los Parra en Santiago constituye el inicio de nuestro movimiento.
La primera vez que vi a Ángel no fue en persona. Juan Capra tenía en su estudio un retrato de su amigo Ángel hecho a pastel. Estaba colgado en uno de los muros de lo que iba a ser más tarde la Peña. Donde de verdad nos encontramos fue en la caleta de pescadores de Horcón en una de esas fogatas tan comunes a las noches de verano, más bien frías, de la costa central de Chile. Desde entonces tuvimos varios amigos comunes. Con esos amigos nos fuimos más de una vez de juerga llevando a nuestras mujeres por los prostíbulos visitables de Valparaíso (que los hay con espectáculo y todo). «El siete espejos» popularizado mundialmente por Joris Ivens y aquel otro de maricones en uno de los costados de la Plaza Echaurren del puerto. Era de la señora Juanita, una mujer allendista ya en ese tiempo y que tocaba el piano en ese burdel hecho a medida para un filme de Buñuel. Algo como una sórdida curiosidad había en nosotros al visitar esos lugares. Acaso el atractivo que tienen las cosas decadentes y prohibidas. Aquel espectáculo de la miseria humana, aquellas tristísimas estriptiseras del American Bar, «su casa», aquellas putas no tan jóvenes del Roland Bar a las que les escribíamos las cartas de amor en otro idioma para los marineros que besan y se van. Pero todo ese material quedó registrado en la sensibilidad de Ángel. Lo resume con mucha poesía en una de sus mejores canciones, «Valparaíso en la noche»:
» Valparaíso en la noche
siento tus pasos de baile,
van recorriendo mi cuerpo
van despertando mi sangre
Valparaíso en la noche
eres más libre que el aire…»
» Valparaíso en la noche
princesas y reino crecen,
se casan, aman al rey
y enviudan cuando amanece…»
Con la grabación original de esta hermosa canción, que debe datar de 1965, Ángel es quizás el primero en incorporar el violoncelo a la Nueva Canción. Quienes recuerden esa versión coincidirán conmigo en el acierto de la incorporación de dicho instrumento que crea un clima muy acorde con el contenido: la descripción poética de Valparaíso en la noche.
Resulta interesante detenerse en esta canción de Ángel y que debe ser una de las primeras en su producción. En ella hay una perfecta armonía de forma y contenido que se repite en casi toda la primera etapa de su labor como compositor. De aquellos años debe recordarse especialmente sus canciones de amor (o desamor) «Dos veces te vi, mujer» y «Canción de amor» y el bello ciclo de canciones infantiles que se llama Al mundo niño le canto. Hay un gran acierto en ese disco cuando Ángel da categoría de personaje a una ronda infantil, El Manseque:
«La fiesta va a comenzar
el Manseque no ha llegado,
no me digan que los niños
tan pronto lo han olvidado…»
Y en la canción de la muñeca, construida con un fino lenguaje poético:
«La abuelita dice
que en los tiempos de antes,
le daban jazmines
y agua de diamantes…»
Dos de los mejores textos de Ángel de su primera producción son «Canto a Santiago» y «Buscando camino y luz», ya citados en la primera parte de este libro. Pero vale la pena insistir especialmente en el segundo texto. En él Ángel Parra encuentra una de las mejores estrofas de toda su producción:
«Por eso yo canto padre,
quiero decir mi verdad,
la estrella del pobre es mala
se prende sin alumbrar,
como nieve en la montaña
que quema sin calentar…»
Un trabajo que está por hacerse es el estudio de la poetización y musicalización de la novela de Volodia Teiltelboim La semilla en la arena, hecha por Ángel Parra y publicada en forma de disco bajo el nombre de Pisagua. Tengo entendido que es la primera vez que un autor de música popular en Chile intenta musicalizar y versificar una obra en prosa. El ejemplo es muy valioso y podría significar la apertura de una gran cantera poético-musical. Imaginemos la versificación y musicalización del Habitante y su esperanza, de Neruda, o algunos cuentos de Coloane, la prosa de Gabriela Mistral, etc. En el fondo es un excelente ejercicio para un taller de poesía. Pablito Milanés lo ha hecho en Cuba con prosa de José Martí y Patricio Castillo en el exilio musicando y versificando con rigor y talento la prosa de Ariel Dorfman en el disco que se llama Provincias. Con todo, creo que el intento de Ángel, en lo poético, no está a la altura de la propia poesía que posee el texto en prosa de Volodia.
Muy distinta es la solución de forma musical y versificación que Ángel propone en La Pasión según San Juan, obra que fue concebida durante su cautiverio y que toma como base el texto bíblico. Las soluciones poéticas son a todas vistas mucho más consecuentes con el texto y -salvo dos desplazamientos de acento y algún verso que podría haberse cuidado más en su relación con la estrofas- el conjunto es de una gran unidad.
Este problema de análisis es algo delicado, por cierto. Cada cual puede y debe tener su propio parecer. Sólo que en la obra de cualquier artista hay ciertos puntos claves, altos y bajos. Hay hombres de una sola obra (decía un crítico latinoamericano no hace mucho refiriéndose a Cien años de soledad, de García Márquez) y en cierto modo tenía razón. Ya hemos dicho que creemos que La Cantata Popular Santa María de Iquique es irrepetible y esto no tiene nada de malo. Falta ver lo que ambos autores que acabo de citar, García Márquez y Luis Advis, producirán en el futuro. No importa que Matos Rodríguez haya compuesto tangos de diversa calidad, basta con que haya inventado «La Cumparsita». Lo que sí creo es que finalmente es cierta aquella frase, «el artista se debe a su público», y que cada creador debería poner oído atento a aquello que ha creado y que queda en el público porque tiene carácter universal. Mi criterio es propio, personal y me hago responsable de él. Lo que ocurre es que he tratado durante años de ser atento a lo que dice «el respetable público» y me he encontrado con muchas coincidencias. Hay artistas que mejoran en calidad de escritura y de composición mientras decaen en cuanto a sus capacidades de interpretación de su propia obra, como es el caso de Patricio Manns. Hay creadores que con una capacidad extraordinaria de equilibrio en la composición musical sobre textos ajenos no serán jamás los mejores intérpretes de esas creaciones, como es el caso de Marta Contreras, lo que no quita su validez, por cierto. Por fortuna graba esas composiciones, modestamente, con ínfimos medios y de esa manera las tendrán a mano los intérpretes del futuro que quieran de verdad cantar la buena poesía acompañada de la buena música.
Cualquier auditor de oído atento podrá notar las diferencias de tonalidades de voz de Paco Ibáñez en sus primeros discos con aquel bello larga duración con temas de Brassens en castellano, grabado hace pocos años. Es normal y se trata, creo, que el artista vaya adecuando sus posibilidades vocales a un repertorio consecuente.
En el caso de Ángel Parra, fundador y difusor de la Nueva Canción chilena, a la cual ha aportado su talento múltiple, tanto como instrumentista, cantante y compositor, creo que hay textos producidos en estos años de exilio en los cuales no vale la pena detenerse y otros que casi por contraste se destacan como joyas. Muchas veces este criterio tiene que ver con la poesía y la canción de circunstancia, lo que Clouzet definía como «la canción contingente», temas dictados por la urgencia del momento y que servirán, sin duda, como punto de referencia, pero que no aportan a la calidad total de una obra completa. Nadie duda, a estas alturas, que la mejor poesía de Pablo Neruda no se encuentra en sus poemas de denuncia política, sin menoscabar su «Nuevo canto de amor a Stalingrado», por ejemplo. O bien considerar que ha habido poetas de discutida militancia política que han producido cosas tan notables como el poema a Lenin de Vicente Huidobro.
En el caso de nuestro compositor y poeta de la canción Ángel Parra, cuya obra total de los últimos años desconozco en su totalidad, cabría destacar dos excelentes textos de gran equilibrio entre forma y contenido y que, curiosamente, no están construidos sobre base musical chilena, sino argentina y peruana. Me refiero a sus canciones «El día que vuelva a encontrar» y su «Marinera del regreso». El aporte de Ángel en estas dos canciones es notable y doblemente válido ya que así como Isabel Parra toma prestado un ritmo y forma venezolano para crear una de sus mejores canciones, como es aquélla «Ni toda la tierra entera», Ángel toma prestados, con toda propiedad en el sentido americanista de nuestra canción, los ritmos del Perú y de la Argentina para construir dos canciones válidas para la América toda.
Patricio Castillo tiene corazón silvestre. La tierra donde crecieron sus semillas debe haber estado impregnada de antiguos instrumentos. Las raíces de Patricio Castillo provienen de una vieja zona. Terreno sedimentario, territorio de arrastre que bajó por cordilleras y montañas traído por la lluvia y por los vientos que en mi país son capaces de borrar una montaña.
Toda esta materia del planeta vino a formar un valle que poca gente conoce, pero que se sabe: es el valle en donde crecen algunas de las más escasas plantas de la música.
Patricio Castillo es serio, delgado y algo transparente, como los cristales de cuarzo del norte de Chile. Uno puede ver a través de él el movimiento de la vida. Ese cristal de cuarzo suele ser duro como la roca. Pero si alguien lo llegara a quebrar, saltarían las esquirlas para herirlo.
El nombre de Patricio Castillo suele encontrarse junto a la casi totalidad de los músicos de la Nueva Canción chilena. Y es que Patricio ha estado presente siempre con su jardín de instrumentos y la seguridad que le da la materia de donde proviene.
Por su valle pasan a veces los más raros instrumentos; de pronto Patricio repara en uno y lo posee. De esta unión podrán nacer extrañas cosas, como palomas con gorjeos de águila o alcatraces con aire entumecido, pero todo cantará al ritmo de su corazón silvestre.
Este amigo me recuerda esas estampas antiguas de los libros de colegio, cuando nos enseñaban cómo eran nuestros antepasados indígenas. Allí se podía ver a los hombres que hicieron nuestra patria: Lautaro, Caupolicán y Galvarino, hombres delgados, serios, hermosos, con sus cabellos largos y sus frentes despejadas. Lástima que no haya estampas de esos indios sonriendo. De seguro habrán sonreído como Patricio Castillo.
Naturalmente son muchas las cosas que deben decirse sobre este músico fundamental en la Historia de la Canción chilena, aparte del retrato que precede y que escribí hace años para un diario francés. Ya hay estudios o referencias a su labor como compositor (Ver CENECA, Chile). Junto con Horacio Salinas, de Inti Illimani, es uno de los más jóvenes compositores del comienzo de la Nueva Canción. Y ambos han seguido componiendo, por cierto. En el caso de Patricio, música para películas, trozos instrumentales, trabajo de conjunto, como es el caso del ciclo ya citado La Primavera muerta en el tejado, junto a Patricio Manns, canciones propias, letra y música, contribución a importantes grabaciones como es el caso de Alturas de Machu-Pichu, obra musical de Los Jaivas basada en el poema de Pablo Neruda. Acaso una de las contribuciones más importantes al desarrollo de la Nueva Canción en el exilio, ha sido la ayuda de Patricio Castillo prestada a Isabel y Ángel Parra como parte de sus espectáculos y sus grabaciones. Es necesario recordar que Castillo es un músico completo, capaz de hacer arreglos musicales e interpretarlos en diversos instrumentos como la guitarra clásica, guitarra eléctrica, guitarra folk, bajo eléctrico, ocarina, quena, flauta traversa, charango, cuatro venezolano, sintetizador, etc. En este sentido su contribución a los discos de Isabel, de Ángel y especialmente de Tita Parra es de primer orden.
Es difícil dar un panorama de la obra total de Patricio porque se encuentra muy dispersa. Por desgracia ha grabado muy pocos discos individuales, pero esa obra existe y un día deberá recogerse en volúmenes especiales. De esa manera podremos apreciar la enorme gama de posibilidades que sabe manejar. Dos cosas más caben destacar en su obra: su capacidad como músico de jazz y por extensión de música caribeña (aparte de la labor que desarrolló en Chile como quenista, no olvidamos que es una de las quenas bases de la primera grabación de la Cantata Santa María de Iquique, donde también actúa de solista vocal), y el cuidado que pone en sus letras puesto que, sin ser poeta, ha sabido crear bellas canciones que nada tienen que envidiar a algunas de las composiciones de letristas consagrados. Cabe destacar por último su trabajo de versificación y musicalización del cuento «Provincias» de Ariel Dorfman, ya citado. Importante trabajo que incorpora al desarrollo de la Nueva Canción a un autor de la calidad de Dorfman cuya prosa versificada por Patricio hace que esos dos textos tengan validez de poemas en sí.
Un pasajero singular de París ha sido Tito Fernández. Sí, porque en una de sus pasadas llenó nada menos que el Olimpia (hubiese llenado cualquier otro teatro, en París hay chilenos para llenar varios). Con Tito ocurre algo muy especial, es un verdadero embajador de lo chileno. Conozco gente exiliada de las más diversas categorías (en lo que a gustos musicales se refiere); cierta vez entremedio de la discoteca de alguien casi exclusivamente sinfónico, me encontré con un par de discos del Temucano. «¡Ah! no, pues viejito… me explicó mi amiga, ¡es que yo al Temucano lo escucho para no olvidarme de Chile, pues!». Otro amigo, aficionado a las metáforas atrevidas me dijo: «¿No te has dado cuenta que el Tito es una especie de empanada que canta?». No está mal, pienso, y bien caldúa, quiero decir con mucha enjundia o sustancia, que le llaman.
Reflexionando sobre Tito, recordé un trozo de prosa de nuestra Gabriela Mistral referente a cierta música mapuche:
«Las cantadoras araucanas pasan sin sentirlo del habla al canto, del contar al cantar, volviendo al habla y regresando de ella a la canción con una naturalidad consumada. Me hacen pensar, mientras las oigo, en que el habla legítima del hombre pudiese ser esa mixta que escucho, conversada en las frases no patéticas del relato, y trepada a canción en cuanto el asunto sube en dignidad, se vuelve intenso y entonces pide lirismo absoluto. (El subrayado es mío) (Gabriela Mistral, Recados contando a Chile).
Es exactamente lo que pasa con las canciones y especialmente la forma de comunicar del Temucano. El problema es que pasa algo muy parecido con Atahualpa Yupanqui en París o José Larralde en Argentina. Lo que no sería nada de raro, puesto que todos tenemos orígenes semejantes. El problema es que si aplicamos este criterio a otros cantores-poetas más lejanos, tendríamos que concluir que Vinicius de Moraes vendría siendo mapuche, lo cual no corresponde, por cierto. Creo que la clave es mucho más simple y se la dio al propio Temucano un espectador. Le preguntó muy directo: «Dígame Temucano, ¿de dónde saca usted esas cosas que se parecen tanto a todas las cosas?».
Las claves de Tito Fernández no tienen nada de secreto, por cierto. Más que claves son convergencias. En él se da una suerte de resumen de picaresca, ternura, profundidad y compromiso. Para eso se requieren varias cosas que pasan por los duros años de oficio variado y aventurero y un ojo avizor para observar detalles que a muchos se nos escapan. Todo esto se llama popularidad y la popularidad sí que tiene matices. Algunos criticarán a Tito por ser demasiado «populista» según sus criterios, es decir tomar como materia de sus canciones el semi-drama que constituye un tópico de la clase media: la casa propia. Otros dirán que exalta ciertos amores utópicos cargados de romanticismo popular como es el caso de su canción popularísima que se llama «La madre del cordero». Lo que ocurre es que Tito cuenta verdades. Y sobre los criterios estéticos de esas verdades habría mucho que discutir porque lo que es dictado por la metrópoli como criterio puede perfectamente no tener nada que ver con los miles de trabajadores iletrados, explotados y traicionados a través de nuestra historia, que han visto y sentido en El Temucano al intérprete de sus aspiraciones y relator de sus vidas. Habría que considerar, por ejemplo, que cuando Violeta Parra comenzó a cantar, lo hizo armada de una gama de composiciones populares que hablaban del hijo pródigo, por ejemplo; o del drama que significa para una familia campesina que la hija mayor se marche de la casa para ir a contraer matrimonio lejos de sus padres. Alguna vez valdría la pena establecer un paralelo entre esas primeras canciones cantadas por Violeta y las canciones que hicieron popular a Tito. No me sorprendería que existan varios paralelos importantes. Ocurre que cuando Violeta comenzó, la televisión y las peñas no existían aún y la situación social en Chile era bien diferente. Hay más semejanza entre la protagonista de la canción de Violeta «La chillaneja» (aquella india que ayudaba a Violeta y que parió en sus manos una criatura en medio de la brillante e indiferente celebración del 18 de Septiembre), con «el caminero Mendoza» del Temucano, que entre muchas canciones popularizadas por la Nueva Canción. Por último, hay un cierto histrionismo (bien entendido, en el buen sentido de la palabra) en Tito Fernández que tiene un evidente paralelo con el cantor popular que se llama Roberto Parra, el «tío» Roberto y su picaresca de las cuecas choras ya citadas. Ocurre que el pueblo reconoce y celebra lo que es suyo. No es casualidad que Pablo Neruda haya dicho del Temucano que era algo así como nuestro José Hernández. Habría que conocer la opinión de otro poeta, gran conocedor de la lírica popular chilena y quién declara por los años sesenta y tantos que en la poesía chilena de origen popular estaban ya todos los elementos para crear un Martín Fierro criollo: Nicanor Parra. El ciclo Tito Fernández no se ha cerrado y de veras pensamos que haría falta el estudio profundo que merece su éxito a través de sus canciones ya que ello nos llevaría a desentrañar muchas claves del gusto popular y sus razones, ya que Tito ha sido y sigue siendo eso: un auténtico cantor popular.
Si a Tito Fernández corresponde el lugar de cantor popular semi-campesino y semiurbano, quien toma ese lugar en la ciudad propiamente tal, primero en Valparaíso y luego en Santiago es Gonzalo Grondona, «El Payo».
Payo también ha sido pasajero de París. Solía aparecerse intempestivamente en casa de nuestra inolvidable Regine Mellac, o en casa de Ángel Parra con una botella de vodka pasada por innumerables fronteras, para contarnos sabrosísimas aventuras alemanas. O bien suele aparecer de pronto en las escalinatas del Sagrado Corazón de París, en !a madrugada de año nuevo, en compañía de su gran amigo Daniel Viglietti.
Payo es un auténtico periodista de la canción. Y en sus composiciones ha sabido reflejar el clima de la ciudad por donde ha pasado. No siempre acierta, precisemos, pero es autor de canciones históricas como aquella dedicada a la Plaza Echaurren en Valparaíso, o aquella dedicada a II Bosco en Santiago. Me doy cuenta que se me quedó fuera en la contabilización de las cuecas de la Nueva Canción, ya que sus «cuecas conversadas», grabadas con el concurso precioso de Isabel Parra, también van a quedar en la historia: en ellas Payo refleja -con su mejor ironía- el vago diálogo de dos conocidos cualesquiera que se encuentran caminando juntos de una cuadra a otra:
«Muy buenas, ¿cómo está usted?
Muy buenas, aquí estamos, ¿y usted?
Lo más bien, gracias. ¿Y usted?
Igual, pues, aquí estamos, ¿y usted?
¿Cómo están por su casa?
Allí están, lo más bien.
¿Todos bien? ¡qué bien!, me alegro, ¡pues!
¿Cómo están por su casa?,
ahí están, pues, ¡lo más bien!
¿Todos bien? ¡qué bien! ¡Y se le ve mejor!
Sí, pues, ¡la buena salud! sí, pues, aquí estoy.
¿Sigue usted para allá? ¡vamos no más!
¿Qué me cuenta del trabajo?
Nada, sigo en lo mismo…
¿Y del tiempo, qué me dice?
¡Qué raro! Cierto, ¡qué raro!
Bueno, aquí lo dejo, encantado de verlo,
que le vaya muy bien y ¡hasta otra vez!
Bueno, aquí lo dejo, ¡encantado de verlo!
Y hasta otra vez sí, ¡saludos por casa!
Igualmente, gracias, ¡hasta luego, pues!
Nos vemos otra vez, ¡hasta lueguito, pues!
Si en los escritores chilenos lo más importante de su vida es el primer viaje a Santiago y el descubrimiento del mundo de la metrópoli, para Payo parece ser el traslado de una quebrada entre los cerros sumergida en la sombra al primer mirador, luego el primer ascensor que lo eleva por encima del mundo y le ayuda a descubrir el espacio. Como sujeto -gran novedad en la canción chilena- toma a un niño:
«Nunca supe nada de él,
sólo recuerdo su aparición,
subí creyendo topar nubes,
fue el primer sueño en ascensor.
El viento lo movía suave
como remolino en primavera
y en sus ventanas yo, niño-cerro
soñaba, como un niño cualquiera…»
Es el mismo observador que luego se traslada al plan de la ciudad y va contando lo que encuentra a su paso, es «el estudiante» (título de una de sus canciones) que va descubriendo la vida. Nos cuenta su visión con un lenguaje directo pero en donde cada metáfora encierra ya una visión crítica:
«Por el barrio puerto,
en medio del encuentro,
una plaza confundida
con lo propio del pueblo:
tiene una fuente seca,
palomas que no vuelan
los prados ya no existen,
las baldosas tienen huellas…»
De ese tiempo data una de las canciones más interesantes del Payo, «Los enamorados de la costanera» y que, por una espléndida coincidencia, tiene tantos puntos comunes musicales y temáticos con «Los enamorados de los bancos públicos» de Georges Brassens. En el tiempo en que Payo escribió esa canción ninguno de nosotros tenía idea de la existencia de Brassens, prueba que un ojo sensible semejante a otro y en circunstancias parecidas pueden hacer cosas con el mismo «clima».
Es ese ojo observador, unido a la ironía, más la cuota de ternura que también notaremos años después en el Temucano, lo que permiten a Payo crear su canción «II Bosco»:
«Doce de la noche, Iglesia de San Francisco,
calle París o Londres, una luz roja en un portal.
Nos vamos al Bosco, tomamos un café,
yo le pregunto con los ojos, ella responde con los pies.
Tres de la mañana, vamos a un hotel,
«no hay pieza desocupada, mejor que vuelvan a las seis».
Volvemos al Bosco, otro solo café.
¿Cuál es tu oficio? yo le pregunté.
Yo soy un vago cantor y ella es un ciempiés…»
Acaso el éxito de esta canción de Payo, aparte de la música que (swing o slow), lo cual también era una novedad en la Nueva Canción, esté en el tratamiento del amor espontáneo con una naturalidad que hacía falta en ese tiempo.
Payo Grondona debe ser uno de los primeros de su generación que introducen la ironía en las canciones, sólo que esa utilización de la ironía puede ser interpretada de diversas maneras. En la canción «La Nelly y el Nelson», por ejemplo, yo veo una burla velada a las costumbres y la forma de vestir de los pobladores marginales de Santiago. El título mismo viene a ser peyorativo. Esas canciones hacían reír al público culto de la Peña, pero no creo que a los pobladores les causara mucha gracia. Más tarde, en su período de exilio, Payo Grondona, integrando el conjunto Tiempo Nuevo, produce una serie de textos muy contingentes, pero de escasa poesía, en los cuales -como en el caso de tantos otros autores- no vale la pena detenerse. Son sus canciones del primer período las que quedarán, junto con varias de sus canciones de amor, como «La Brujita» o aquella otra de intensa nostalgia que comienza diciendo: «Hubo un momento en que la voz tembló, como a los quince años…».
Entre los pasajeros estables de París se encuentra un poeta popular y músico uruguayo que ha aportado mucho a la canción chilena. Me refiero a Marcos Velásquez.
Marcos entra en la misma categoría de los cantores recién nombrados, Grondona y Fernández. No es casualidad que esos cantores tengan apodo, «El Payo», «El Temucano». A Marcos habría que llamarlo «El gaucho», ya que es un payador a la antigua que sabe resumir las mejores técnicas de la poesía popular rural y urbana. Es un contador de fábulas, cuentos infantiles, temas políticos y un espléndido humorista del verso cantado. Es autor de un folleto que un día debería ser impreso en grandes tiradas pues serviría de sustento al espíritu picaresco latinoamericano en el exilio. Desgraciadamente sólo existen algunos ejemplares que el propio Gaucho ha regalado a sus amigos; se trata de Los versos del Tintoreto, décimas jocoso-filosóficas de un gaucho bueno pa’al tinto y que lleva como pie de imprenta U.N.E.S.C.O. sigla que se aplica de la siguiente manera: Unidos No Estaríamos Solos, Compañeros Orientales.
La comunidad uruguaya de París no olvidará aquella oportunidad en que el gaucho Velásquez, acompañado por el compositor y cantor Numa Moraes, (otro gran exponente de la canción uruguaya que vive en Holanda), cantaron los versos del Tintoreto en forma alternada a la manera de la paya tradicional.
Este sentido del humor es algo tradicional en la poesía popular y recorre toda América. Vale la pena rescatarlo, como lo ha hecho Carlos Puebla en Cuba, agregándole ironía y poniéndolo al servicio de la crítica de los defectos de la revolución, en sus canciones «crueles». Aparte de su sentido del humor, el gaucho Velásquez trabaja con gran rigor poético, utiliza la rima con mucha eficacia y sus canciones, en general, son muy equilibradas en cuanto a fondo y forma se refiere. Tomemos como ejemplo su «Polka infantil», que fuera dada a conocer en Chile por el propio autor y por el Conjunto Tiempo Nuevo. Es una canción en la que Marcos amalgama dos cosas importantes, el contenido político con una forma ligera de música popular que hace de esta canción un discurso penetrador: la polka, que es un ritmo muy desarrollado por la canción picaresca en América Latina. Con respecto al sujeto, coincide con Payo Grondona, sólo que aquí no es un solo niño el que cuenta, sino un diálogo múltiple de varios niños; cada uno va contando el oficio de su padre y sus conocimientos especializados dentro de su labor. A la mejor manera de los cuentos de desarrollo «ascendente», la canción está estructurada de manera tal que lleva al auditor de la mano por un relato que parece muy gentil, para sorprenderlo al final con una estrofa inesperada doblemente eficaz en su carga política. Veamos el comienzo de algunas estrofas y aquella final:
» Y tu padre ¿qué hace?
mi padre es albañil, es el más noble de los oficios,
pues de él dependen los edificios…
…el mío es labrador, sabe de bosques y de animales
y de cosechas y de frutales, mi padre dice
que no habría nada sin que la tierra fuera labrada…
…el mío ¡es General! sabe de bombas y bombarderos
que hacen pedazos pueblos enteros. El no hace casas
ni labra tierras ¡pues se dedica sólo a la guerra!
Ahora hace tiempo que no lo veo, porque en el Viet-Nam
tiene su empleo. La última noche que me dio un beso
me estuvo hablando tan sólo de eso…»
El coro de la canción, que al final de cada oficio ha estado repitiendo: «Cuando yo sea grande voy a ser como él» cambia bruscamente al final de todo el tema y se transforma en: «Cuando yo sea grande no seré como él. Cuando yo sea grande no seré como él. ¡No! ¡No! ¡Noooo!». Este tipo de final, tan utilizado en la poesía no cantada y que es útil puesto que «ilumina» todo el poema, ha sido muy poco utilizado en la canción. Acaso uno de los ejemplos más válidos sea el de la canción de Silvio Rodríguez «El Rey de las flores» cuando dice: «y llamándolo hay una voz, quedó partido en dos mitades, por una bomba que cayó».
En París están también Los Jaivas, con sus montones de hijos, sus equipos electrónicos y sus lanas de colores viviendo en una enorme casa rodeada de jardines, en las afueras de París y custodiados por un perro de muy mal genio.
Se rumoreaba en Chile que Los Jaivas viven en un castillo. En realidad la casa que ocupan en Chatenay Malabri y que tiene nombre y todo (se llama Les Glicines o sea Flor de la Pluma) es una antigua casa de familia burguesa no mayor ni menor que una casa de fundo en Chile. Han tenido la suerte de encontrar esa casa para vivir, que está lo suficientemente aislada como para permitirles ensayar sus músicas de altos decibeles, y que, además, permite que los niños gocen de un pedazo de naturaleza, cosa bastante imposible de encontrar en París. Ahora bien, Los Jaivas merecerían vivir, si fuera necesario, en cualquier castillo de verdad, y vestirse de juglares o de trovadores o de reyes magos o de lo que les diera la gana. Se lo merecen: ellos y los Blops fueron los que llevaron aires nuevos a la canción chilena. Lástima que lo vinimos a descubrir un poquito tarde.
Asistir a un concierto de Los Jaivas en París es asistir a un fenómeno bastante especial, diríamos «generacional». Ellos tienen la virtud de despertar la curiosidad de todas las generaciones chilenas y latinoamericanas en el exilio. Es como si un día reviviera Carlos Gardel y ofreciera un concierto. Allí estarían los viejos aficionados al Zorzal Criollo, los intermedios -como yo mismo- y los nuevos, acaso para ver simplemente de qué demonios se trata. Con Los Jaivas ocurre lo mismo, pero al revés.
Es un conjunto notable que tuvo la metamorfosis más extraña. Siguiendo este juego diríamos que Los Jaivas tuvieron una metamorfosis feliz (al contrario del bicho de Kafka). Los Jaivas, luego de cantar y tocar de etiqueta durante años, luego de haber sido correctos estudiantes de arquitectura, compuestos alumnos del Conservatorio o elegantes vendedores de máquinas de coser, despertaron un buen día semiconvertidos en pájaros o mariposas. Les habían nacido, de repente, plumas y alas y se hallaban cubiertos con vestimentas de colores. El Taller-casa que tenían en la calle Viana 223 de Viña del Mar, se les llenó de flores enormes y de cada pétalo brotaban sonidos y las notas andaban por el piso y los mayores se tropezaban con ellas, pero los niños contentos, subidos encima del piano, empezaron a fijarse que las lámparas tenían sonrisas, que los paragüeros eran capaces de bailar y que las alfombras volaban a pesar de no ser persas. Entonces comprendieron que no podían seguir llamándose High Bass y que su nombre ancestral y premonitorio era el de Jaiva, o sea jaivas, esos bichos colorados, bonitos y tranquilos, que a mucha gente le inspiran miedo, pero no pican. Tienen, eso sí, en el plano acuático, la misión de comerse cosas no muy santas, pero en el plano musical, que es el caso de los que estamos hablando, Los Jaivas dejaron para siempre el agua del mar y hace tiempo que se están comiendo el gran cuerpo sonso de la música boba con cuchillos y cucharas eléctricos, con charangos lunáticos o con tumbadoras que parecen cohetes a la luna. Hacen un festín cada vez que pueden y lo envasan en discos que envían a las demás constelaciones de la tierra.
En la discusión sobre la Nueva Canción chilena de Araucaria N 2, hay varios ausentes. Normal: en ninguna antología del mundo están todos los que son (y hasta hay algunas en que no son todos los que están). Sin embargo, en el caso de Los Jaivas esta ausencia resulta compleja ya que, de hecho, están presentes por lo menos en el afiche que los anuncia en el Olympia de París (p. 167). Es una lástima, eso sí, que no estén presente en el diálogo, ya que se trataba de una encuesta sobre la cultura chilena y su parte musical y a esa cultura sí que pertenecen.
Y contribuyen a esa cultura con el disco Alturas de Machu Pichu, obra musical basada en el poema de Pablo Neruda.
Los Jaivas nos presentan una versión de parte del famoso poema de Neruda, en una serie de siete cantos con coros, solista e instrumentación variada.
Un examen riguroso llevaría a analizar la selección de los versos. Con qué criterio se eligieron los Cantos II y III o la pregunta fundamental del Canto X (Piedra en la piedra…etc.). Pero todo eso pertenece a un estudio a fondo que alguien deberá hacer sobre el grupo y su relación con la poesía de Neruda. En efecto, resulta muy interesante comprobar que un grupo que no es conocido precisamente por su compromiso político militante -como es el caso de la casi totalidad de los grupos y solistas de la Nueva Canción- tomen de pronto un trozo poético nerudiano y creen una obra que al ser presentada en cualquier escenario y especialmente en Chile, adquiere un sentido político único y se transforme en un fenómeno de masas. Alguien me podrá alegar que la comparación con otros grupos no resulta válida puesto que Los Jaivas es de hecho el único grupo que hasta que escribo este capítulo (sep. 83) puede entrar y salir de Chile. Correcto, a lo que me refiero es a otra cosa. No me cabe duda que cualquier tipo de música que sea interpretado por Quilapayún, Inti Illimani, Karaxú, Trabunche o cualquier grupo político que vuelva a Chile, aunque sea folklore puro, se transformará de inmediato en música de carácter político. Sin ir más lejos fue lo que ocurrió con el grupo Barroco Andino, inmediatamente después del golpe de estado en Chile, que politizaron a Bach y compañía al interpretar sus obras con los instrumentos andinos prohibidos. A lo que me quiero referir es al público de Los Jaivas, a una juventud formada bajo otros cánones y que siguen a los Jaivas por muy distintos motivos de los que motivan el posible público de Intis o Quilas. Acerca de este fenómeno volveré en seguida cuando trate el caso de ciertas canciones de Tita Parra, Alejandro Lazo y Sergio Vesely.
Volviendo a Los Jaivas y sus alturas de Machu-Pichu, se me ocurre que esta música es particularmente aérea, desde el alba llena de pájaros con que comienza hasta el trémolo final del piano profundo y reverenciador de la muerte. Hay una hermandad actualísima de trutrucas con sintetizadores eléctricos, de sikus con trompetas siderales o baterías de plástico y metal con cajas andinas. Hasta el trueno y sus ecos están presentes en este trabajo que tiene clima, que tiene «feeling», diría Jean Clouzet, y que tiene sobre todo una tensión que hace que el auditor no despegue la oreja de comienzo a final.
Por último, en un esfuerzo que cabe valorar de otra manera, y cuyo comentario no cabe en este libro, es necesario analizar el significado americanista que se desprende del film que fue rodado en las propias ruinas de Machu-Pichu por un equipo intertelevisivo chileno y peruano, con una presentación sobria y correcta de Vargas Llosa, quien traza un completo retrato poético y político de Neruda en breves e intensas palabras. Y las vicisitudes de esta filmación de Los Jaivas (rodaje a las seis de la mañana o al atardecer, única hora libre de turistas, montaje y protección de los equipos, dificultades de traslado -el piano de cola hubo que subirlo en helicóptero- etc.).
El alcance de esta obra es muy vasto ya que ha sido presentada en la televisión de varios países del mundo. Pero sin duda, donde resulta más emocionante su presentación es en Chile, donde el público sabe de memoria los cantos seleccionados por el grupo y canta con ellos en los estadios creando una presencia mágica de Neruda que nos dice:
«Dadme el silencio, el agua, la esperanza.
Dadme la lucha, el hierro, los volcanes.
Apegadme los cuerpos como imanes.
Acudid a mis venas y mi boca.
Hablad por mis palabras y mi sangre».
Un grupo chileno (con aporte francés) formado y radicado en París es el grupo Karaxú. Uno de los pocos grupos en la historia de la canción chilena con voces femeninas. En ese sentido retoman una tradición del verdadero principio de los conjuntos nacionales, me refiero a los grupos Cuncumén y Millaray.
En un comienzo contaron con la colaboración de Patricio Manns y grabaron varios de sus temas. Luego han seguido su camino propio con mucha investigación de los instrumentos propiamente americanos.
Cuentan con una de las mejores quenas americanas, según el parecer de Gilbert Favre y ésta es tocada, precisamente por Galo, el francés del grupo. También cuentan con el valioso concurso de Rosalía Martínez, quien incorpora violín y violoncelo al grupo dándole un carácter muy propio.
A pesar de no haber grabado muchos discos, Karaxú cuenta con mucho prestigio en Francia y especialmente en los Países Bajos. Es un grupo que parece al fin haber encontrado su «color» propio, luego de mudar varias veces de formación.
Desde este punto de vista tendrían varios puntos comunes con otro de los grupos formados en exilio: El Taller Luis Emilio Recabarren, también parisino y dirigido por uno de los más importantes músicos de la Nueva Canción, Sergio Ortega. Esta agrupación que cuenta, al igual que Karaxú, con excelentes músicos, ha representado a Chile en varios festivales internacionales (varios integrantes provienen del desaparecido grupo Aparcoa y una de sus voces femeninas participó en el primer Karaxú, Mariana Venegas, quien también actúa como solista).
Una obra importante de Sergio Ortega ha sido grabada por esta agrupación. Se trata de la Cantata Bernardo O’Higgins, sobre texto de Pablo Neruda. Desgraciadamente no conocemos la versión musical, pero conociendo los trabajos anteriores de Sergio Ortega, no dudamos que se trata de una obra a incorporar en los futuros estudios sobre la continuación de la canción chilena.
Sobre Sergio Ortega, otro de los pasajeros de París es necesario decir mucho más que una palabra. Demás está señalar la importancia de Sergio en la historia de la canción chilena y debemos extender esto de inmediato a la música chilena en general y lo podemos extender aún más, a la música (de cualquier parte) puesto que sus obras son ejecutadas en muchos países y ya debe tener seguidores varios en distintos puntos cardinales. De la mayoría de los documentos escritos sobre la canción chilena, se desprende que Sergio es uno de los pilares y se citan sus cantatas, oratorios, óperas, música para filmes, etc. Pero poco se dice sobre un aspecto que me parece fundamental: su voluntad consciente de crear una música al servicio de una línea política.
Este asunto es complicado y sobre él no se ha dicho la última palabra porque sencillamente no hay última palabra. Uno puede estar o no estar de acuerdo con los planteamientos de Sergio, en cuanto a la poesía y los poetas, en cuanto a la eficacia o ineficiencia de ciertas canciones, en cuanto a la voluntad de cambio o de lucha a través de la canción o la inconciencia de una creación personalista que por personal saque al enemigo de la mira. En fin, acerca del problema de la dialéctica de todo lo que significa poner su arte al servicio de la causa. Lo que no se puede discutir es la eficacia que a lo largo de los años y de las circunstancias han demostrado alguna de sus canciones construidas muy conscientemente como instrumentos de agitación.
Si examinamos, por ejemplo, las respuestas de Sergio al lejano -pero muy válido- cuestionario del número 2 de Araucaria, nos encontraremos con varios conceptos definitorios de su estética particular. Dice, entre otras cosas, que los poetas no han sido capaces de escribir ciertas líneas necesarias para la lucha y que las canciones de ciertos autores de la Nueva Canción se han «apoetado» (y que con ello han perdido su fuerza).
Si examinamos esas respuestas de Sergio Ortega como bloque, veremos que se desprende de ellas un cierto enojo de su parte. Algo como una desilusión; producto todo de una urgencia muy sana. Aunque particularmente no estemos de acuerdo con algunos términos de su rabia. Yo veo en esto, si se me permite una figura plástica, a Sergio de pie sobre un montón de escombros aún humeantes y gritando ¡Pero señores! ¡Se trata de emplear los conocimientos, las voluntades y los talentos para hacer cosas útiles y efectivas y ahora mismo! Porque, para emplear sus propias palabras: «nuestros problemas actuales son con un fascista vestido de militar, y no con un profesor de estética» (Araucaria 2. p. 163).
Siento que lo que propone Sergio es muy válido y necesita de una labor de taller en el mejor sentido del término. Me resulta difícil teorizar sobre este asunto ya que como dije un poco más arriba, no hay última palabra al respecto. Se me ocurre ilustrarlo con una anécdota personal. Cierta vez fui llamado por un productor de la televisión francesa. Quería que yo le pusiese música a un poema preciso de Federico García Lorca: «Nacimiento de Jesús», de su libro El poeta en Nueva York. Me puso delante del texto. Lo leí en silencio y al terminar la lectura de ese poema terrible, no pude contener un estremecimiento. El productor, que estaba muy atento a mi reacción, me dijo bruscamente: «¡eso es lo que quiero en música!». Si pensamos en lo que la música y la canción han significado en las luchas de la historia de la humanidad, veremos que a lo largo de esta historia siempre se han escrito canciones y músicas para exaltar la batalla. Desde este punto de vista Sergio tiene toda la razón. Lo que no me parece justo es establecer que los poetas no han sido capaces de realizar esa labor. (Habría que saber, entre otras cosas, cuántos poetas fueron llamados por Ortega a trabajar en sus canciones y cuántos fracasaron, según él). Esto me lleva a una última consideración sobre el trabajo de este importante músico chileno. Su labor como letrista de sus propias canciones. El afirma que a falta de poetas, él mismo ha debido formarse dura y pacientemente como autor de sus letras. Aquí yo veo un cierto paralelo con lo que ya señalé cuando dije ciertas cosas sobre Patricio Castillo. Ortega, por ser músico y conocer todos los mecanismos del ritmo musical, que tiene tanto que ver con el ritmo poético, es capaz de construir una letra al servicio de la música donde cada palabra cumple con su cometido y, desde el punto de vista de la entonación de cada palabra, de cada sílaba, para ser preciso, nada falta y nada sobra. Para probar esto, basta con leer y oír al mismo tiempo su canción Chile Resistencia, escrita en Moscú en 1974. Se puede constatar en ella la estricta y severa relación silábica gramatical y musical. Sin duda esto contribuye a darle a cada tema esa claridad que Sergio busca y exige de cada canción. Cabría un paralelo, además, entre esta canción de Ortega y Por todo Chile de Daniel Viglietti (otro músico que pone atención al problema del acento y su respeto en cada palabra).
Vuelvo atrás para decir que se puede estar o no estar de acuerdo con los planteamientos de Sergio Ortega acerca de la eficacia de la canción política, pero lo que resulta cierto es que si comparamos algunas de sus letras -muy contingentes y directas, pero bien construidas- con algunas de las letras de otros autores de la Nueva Canción, vamos a ver que se nota esa paciencia de Sergio de tratar de unir la coherencia en el mensaje tanto musical como de contenido. Frente a su rigor, en ese sentido, hay canciones contingentes de varios solistas y conjuntos de la Nueva Canción, grabadas en los últimos años, que rayan en la incoherencia y hasta en la grosería.
Naturalmente, el tiempo parece ser decantador de muchas cosas. Si recordamos la breve polémica que se produjo en Chile, al inicio de la Unidad Popular, acerca de la eficacia o ineficacia de algunas canciones, veremos que Inti Illimani tenía razón. Ellos escribieron y publicaron una carta en la revista La Quinta Rueda, en donde llamaban la atención sobre cierto lenguaje usado en algunas canciones, varias de las cuales se debían a la pluma de Sergio Ortega. Decían los miembros de Inti Illimani que valía la pena tener en cuenta la altura de las canciones de Violeta Parra o del texto de la Cantata Santa María de Iquique, frente a canciones debidas a la urgencia y euforia del triunfo, como aquélla llamada «El enano maldito acota», que decía:
«El enano maldito acota:
ya le volamos la que te dije,
a la derecha con tanto pije,
los nacionales y sus pelotas!
¡Patéalo, carabinero!
al momio chueco y cahuinero,
¡patéalo, carabinero!
mientras más duro, será mejor!»
Una cosa es lo popular y otra muy distinta lo «populachero». Ortega plantea que si bien es cierto alguna de sus canciones post golpe pueden parecer poco poéticas, «al sencillo pueblo le sirven y le ayudan». Y uno de sus propios ejemplos puede servirnos para ilustrar este pensamiento. Para su canción General Miseria, Sergio toma la vieja y popular forma de la décima octosílaba, que como sabemos, es una de las formas estróficas populares por excelencia. Allí, con un lenguaje directo y sencillo, construye una canción que siendo popular, no tiene nada de soez:
«Dice el General Miseria
al capitán que tortura:
yo veo con amargura
aunque no verlo quisiera
que ni siquiera en la hoguera
lograremos doblegar
la entereza y la moral
de tantísimo cautivo
su corazón sigue vivo
no lo podremos matar…»
Otro de los pasajeros de París es Manduka. Manuel Alexander Thiago de Mello, más conocido con el nombre de un pájaro del amazonas: Manduka. Es hijo del poeta Amadeo Thiago de Mello, brasilero y acompañó a su padre en varios de sus exilios. Uno de ellos más o menos prolongado fue Chile. Allí Manduka desarrolló su música, trabajó con varios grupos y aprendió a tocar charango en un instrumento singular, puesto que está construido sobre el caparazón de uno de los quirquinchos más grandes que he visto en mi vida. Este inmenso charango ha sido incorporado por Manduka a la música brasilera.
Manduka es un músico en el cual se unen lo popular y lo experimental. Ha sabido tomar como personajes de sus temas a algunos héroes del pueblo, como es el caso de Arcis Valente o el futbolista Garrincha. Sus canciones, basadas casi siempre en ritmos muy populares del Brasil, nos hablan también de ciertos personajes casi mitológicos para la barriada como Jandira, la loca que ofrecía su amor desde una ventana o como Calipso, malandro y héroe del barrio capaz de derrotar a todo un grupo de guapos enemigos siempre impecable en su traje blanco. Pero Manduka ha experimentado también en la canción-crónica de más largo aliento, me refiero a sus composiciones sobre la Historia, Conquista y Destrucción de México, por ejemplo, o bien su trabajo de experimentación con el grupo chileno Los Jaivas, grabado en Buenos Aires.
Por aquí pasó Alejandro Lazo, hijo y nieto de poetas, emparentado por la palabra con la adolescencia de Pablo de Rokha o la infancia de Vicente Huidrobo. Es como un acantilado de tiza que está siendo trabajado por el viento. Vienen los aires que le sacan pedacitos que van a caer a la gran cantera que es su pentagrama. Otros materiales se deshacen y transformados en neblina musical se van por el mundo. El caza al vuelo algunos de estos desplazamientos y apoyado en su propio material va creando una sola y larga canción para deleite de sí mismo y para conquistar al auditorio. No hay que engañarse: estamos frente a un fenómeno difícil de explicar, mezcla de jaiva con pájaro del trópico. Si en Tita Parra -de quien hablaremos en seguida- la genealogía es fundamental, puesto que ella es un pájaro que canta posada sobre su propio árbol genealógico, con Alejandro ocurre algo parecido con la diferencia de que él está en un campo abierto donde vuela a veces de árbol en árbol para mejor comprensión de su propio vuelo. Hijo de un hombre claro, de inteligencia aguda y certera, no vivió a su lado mucho tiempo, sino que, por esas circunstancias de la vida, se encontró en el Brasil, siendo hijo del poeta Amadeo Thiago de Mello. Hijo y no hijastro, como Thiago no fue padrastro sino papadre (para imitar la voz nerudiana). Entonces, posado allá y equilibrándose sobre ese poderoso árbol del Amazonas, se encontró con el pájaro Manduka quien lo saludó y le dijo «¿Cómo vai vocé?». El pájaro Alejandro-niño no supo qué responder, sólo sonrió, imitando a la inventora de la sonrisa que se llama Anamaría. Porque da la casualidad que Anamaría era la pájara-madre. Y el pájaro Manduka comprendió, dio varios trinos y se dedicó a picotear frutos poéticos.
Una vez de vuelta en Chile, nuestro poeta-niño vivió en casa de gitanos, se bañó en el mar Pacífico y comió camarones encaramado en una alta terraza en Viña del Mar y descubrió dos cosas dolorosas e importantes: una guitarra y alguna pájara-niña. La guitarra quiso hablarle y entonces nuestro Alejandro inició un diálogo que hasta el día de hoy no se termina y por suerte.
El primer disco de Alejandro Lazo fue el producto de un encuentro muy especial: su amistad con Gabriel Brncic, músico chileno. Veamos lo que el propio Brncic dice de este trabajo:
«Alejandro Lazo es un músico sorprendente y lo es por vocación y rigor de poeta. Sus canciones, aún en la apariencia externa de las influencias, provienen de una síntesis personal muy profunda, en la cual la intuición llevada al límite, se torna fuente capaz de enseñar».
«Desde el Arauco corriendo nuestra América Latina hasta el África brasilera o norteamericana, invocando también la Europa del Nuevo Mundo, el músico busca su identidad. Identidad que se va formando a través de la suma de voluntades instrumentales que se expresan libremente».
«La poesía en la «universalidad del amor», en la reflexión sobre los ancestros recientes y en el combate cotidiano por aparecer y ser justos, se reúne con la música que resume nuestra actual contingencia».
Creo que el último párrafo de Gabriel Brncic es muy completo en una manera de tratar de definir a Alejandro. En primer lugar o a primera vista, Lazo sería casi exclusivamente un poeta lírico. Pero no es así. los destellos sociales de su poesía son casi clandestinos, pero están presentes y se manifiestan al oído y el corazón atentos. Mucho de eso tiene que ver con una época de la formación de Alejandro: Santiago de Chile después de Septiembre de 1973. Estamos entonces frente a un fenómeno directamente opuesto al de Ortega. El poeta conscientemente disfraza su lenguaje, lo cubre con un velo. A menudo el discurso amoroso se confunde con el compromiso, (tal como lo hace Patricio Manns y como lo hizo Neruda en Los versos del Capitán).
«¡Ay! amor mío
tú eres el mar
tú eres la fuerza
tú eres la lucha contra la piedra.
Hay que abandonar la corteza
y mostrar las venas
para pertenecer de nuevo
a nuestro íntimo lugar en el planeta…»
Como todo auténtico poeta, Alejandro toca la premonición con una de sus alas o interpreta el pasado, «el ancestro reciente», para utilizar las palabras de Brncic de manera que no deja de sorprendernos. En su canción dedicada a Violeta Parra oímos:
» Violeta, violetilla
venís del campo a sentarte en una silla,
trayendo los dolores, el amor y los colores,
del sur pal norte
porque este país es de tu mismo porte…
…quiero que te repitas el porvenir
porque por ti muchos han de morir…»
Una vez fuera de Chile, Alejandro continúa componiendo su larga y única canción de amor. Además lo hace en varios idiomas que domina perfectamente. Así tenemos canciones en inglés compuestas en Londres y Los Angeles y canciones en portugués recordando su infancia brasilera. Sigue, así, el ejemplo de Violeta Parra quien, traspasada por la vida parisina compuso en esa ciudad dos valses franceses.
Pero la larga canción de amor de Alejandro es interrumpida por el odio. Y lo es con tal fuerza que este poeta que canta ha producido, a mi juicio, una de las más profundas canciones de denuncia sobre el caso de Chile. La canción se llama «Desaparecer» y figura en el disco Día, editado por Moviplay en España:
«Supieron entrar en la casa
a patadas desordenar la vida
callar de un golpe a la hermana
violar el amor de mi cama
romperle la cara al niño
y encadenar mi primer grito en el vacío.
Era de día
aunque de noche no importaría
la luna escondida sin ver
cómo saquean a la familia
sacando a pasear el dolor.
Los vecinos por la ventana me miran.
Cómo explicar que no
cuando es cierta la rebeldía
entonces aquí no habrá canción
que denuncie con alegría
la más inmensa maldición,
¡la más inmensa maldición!
El cielo tiene muchas estrellas
que no alcanzo a vislumbrar
el alma se enreda en las costillas
cuando no se puede gritar
¡no se puede!
La hermana se quedó en la puerta
casi desnuda de tanto llorar
-¿quién sabe cuándo volverás?
-¿o adonde te han llevar?
Ella es el sol de la mañana
que amanece al despedir
al hijo por la ventana
que no sabe lo que es morir
¡que no sabe!
¿Quién dicta mi invierno enfermo en la piel?
¿Quién dispone el frío que tiembla en los pies?
¿Quién me pone el corazón a latir en la sien?
Por las noches sueño
que oigo voces desde lejos.
Nadie puede saber
el amor que guardo viviendo.
Por las noches sueño
que la primavera
entra por esta ventana,
que me pregunta en silencio,
¡que me invade un ruido de alas!
Hay en este texto una construcción doble que yo llamaría de dos planos, el plano real, concreto que llama a las cosas por su nombre. Y el plano de lo imaginario, de la metáfora que nombra las cosas a menudo por su síntesis. Estos dos planos complementados por la música, que viene a ser una serie encadenada de preguntas para abrirse al final en una suerte de melodía de un clima suspendido, como flotando en el vacío, hacen de esta canción de Alejandro algo sorprendente y completamente nuevo en la canción chilena. Con lo único que se me ocurre compararlo, es con el clima del Gavilán de Violeta Parra. Violeta, traspasada por el dolor creó ese canto dramático y Alejandro, traspasado por la realidad chilena, interrumpió su serenata para gritar con una fuerza que sacude al auditorio y lo penetra.
Entre los pasajeros estables de París, acaso de los más importantes sea Jorge Radic. Y deberíamos decir también Bebe Montgaillard, sólo que Bebe fue pasajera de Chile.
Jorge Radic es un chumango del sur de Chile. Mucha gente lo conoce bajo el nombre de «Vituperio», que le viene de cuando era estudioso en Valdivia y los valdivianos opinaban que hablaba mal. Grave error, este chumango no habla mal sino que todo lo contrario y hasta es capaz de hablar en francés correctamente, de escribir poesías, canciones, obras de teatro y montar espectáculos con más de treinta bailarines en la escena.
Todo esto le viene de su calidad chumanguina, es decir mestizo de chilote con «austríaco» (que así le dicen en el sur de Chile a los yugoslavos. Como todos los españoles de cualquier parte que provengan resultan ser «gallegos» en Argentina o como todos los árabes, sean libaneses, sirios o egipcios en Chile vienen a ser turcos).
Jorge fue durante tres años uno de los responsables del Festival de la Patagonia en el Sur de Chile, o sea al fin del mundo. Allí conoció a Bebe, que en esos momentos era pasajera de Chile, y que llegó a ese festival y se incorporó a las brigadas constructoras de escenarios, dirigidas por el chumango Radie y expertas en enderezar clavos antiguos.
Ahora viven y trabajan en París, en donde han desarrollado una enorme labor de difusión de la música latinoamericana, pero también una labor unitaria y de formación. A partir del conjunto que formaron en 1976 y que se llama Karumanta, han venido formando bailadores y cantores de todas las nacionalidades americanas hasta llegar a constituir una asociación, TECLAM, con ayuda estatal.
Jorge, indudablemente, está marcado por el espíritu de iniciativa de los pioneros que han poblado parte del sur de nuestro país. Viene a ser un pionero al revés, es decir vuelve a denunciar -desde el mismo lugar de origen algunas de las barbaridades que cometieron los europeos en el extremo del mundo. Pero lo hace cantando.
En todos sus espectáculos ha estado presente la denuncia de los problemas fundamentales que aquejan a América Latina. El corazón de los Andes, Espantapájaros, mi amigo y Soliluna son espectáculos de danza y canción, creados por Jorge Radic y Bebe Montgaillard. En este último participa la agrupación Maheleo de Madagascar, el mayor representante de la Nueva Canción Africana.
Jorge ha presentado sus espectáculos en toda Europa y en Francia en televisión, radio y los principales teatros de París.
Ha sido alumno de Sergio Ortega y es, considerando su estilo, un continuador de la obra de Patricio Manns. En Europa ha grabado la Misa Criolla de Ariel Ramírez actuando como solista. Y también ha presentado El oratorio para el Pueblo de Ángel Parra, con arreglos propios.
En el momento en que escribo estas líneas sé que está preparando una nueva cantata bajo el título de Fibra Austral, 15 cantos en donde el tema central es la exterminación de los indios de la patagonia chilena y argentina.
Como se sabe, París no es sólo lugar de encuentro de cantores sino también de actores. Y en esto algo tiene que ver también el chumango Radic. Cuando Oscar Castro y su teatro Aleph montaron la obra de Castro y Besely, La Increíble y triste historia del general Peñaloza y el exiliado Mateluna, en el gran escenario del Teatro del Sol y bajo los auspicios de Ariadne Mouskenne, a Osear le faltaba un actor. Pero no se trataba de un actor cualquiera, debía ser un verdadero comediante, capaz de bailar y cantar encima de la escena. Entonces apareció nuestro chumango sureño a darle una mano a su amigo Oscar. Quienes hayan visto esa obra en el tiempo en que fue presentada en la gran sala de la Cartucherie de Vincennes, recordarán la extraordinaria actuación de Jorge Radic desempeñando el papel múltiple del segundo personaje de la obra.
¿Qué quiere decir Illapu? Ignoro su significado en lengua nativa, pero para mí quiere decir alegría, carnaval y más que nada encuentro. En estos cinco hermanos y un amigo (o medio hermano, puesto que en un programa de televisión en Francia fue casi materia de concurso el que los espectadores descubriesen cuál de ellos no era Márquez), se da toda una suerte de integración de lo nuestro propio latinoamericano. Si en el conjunto Inti Illimani ni sorprende la cantidad de apellidos de origen francés (hay uno solo castizo: Salinas), en Illapu, los cinco peninsulares Márquez y el no menos castizo Maluenda, podrían engañar al mejor conocedor de las fisonomías árabes. En efecto, imagino que en el sur de Francia o Italia o en el norte de África nadie se sorprendería que estos chilenísimos muchachos llevasen apellidos como Alaluf o Mabán, por ejemplo. Pero son sólo divagaciones, de lo que se trata es de dar aquí una breve noticia de este conjunto que empezó su trabajo en Chile siendo el grupo más joven de la Nueva Canción, la representaron contra viento y marea en los peores años de la dictadura y terminaron sufriendo, como la mayoría de nosotros la ardua pena del destierro.
Los Illapu salieron un día de la Patria a mostrar por el mundo una de las tantas formas del canto del norte de Chile y cuando quisieron volver se encontraron con que los esperaba no una puerta sino una reja: la patria se les había convertido en cárcel. Han demostrado, una vez más, que para los que dirigen la cultura en un país dirigido por militares, el canto y la alegría les resultan peligrosos.
Desde el punto de vista instrumental, este grupo nortino, posee una técnica que los sitúa al mismo nivel de la totalidad de los primeros grupos de la Nueva Canción, pero desde el punto de vista vocal se destacan gracias al registro privilegiado de Eric Maluenda. Sin duda
esto contribuye a la brillantez de sus presentaciones y este brillo musical, unido a la alegría del colorido de sus vestimentas, otorgan a Illapu la posibilidad de franco contraste con otros grupos más ceremoniales.
En muy diversos escenarios y ante públicos de distintas nacionalidades, he podido observar la reacción de júbilo que producen sus canciones. Pero he notado también que no siempre se trata de canciones de carnaval (en las cuales son prácticamente insuperables), también dominan instrumentos de tan honda nostalgia como el moceño, esa flauta reverencial y antigua tan difícil de tocar y cuyo sonido profundo y triste produce en el espectador atento una nostalgia de paisajes perdidos. Son también excelentes intérpretes de zambas argentinas y-tocados por la magia del folklore negro de América Latina- han logrado una interpretación de Toro Mata, del folklore negro peruano, que hacía falta en la Nueva Canción como ejemplo de integración de uno de los ritmos fundamentales de la América mestiza.
Acaso un detalle muy significativo en la historia del grupo sea la interpretación que hicieron de la canción El Negro José y que se transformó nada menos que en la primera canción de la resistencia cultural en Chile en los campos de concentración. Allí era necesario defenderse con la alegría y es lo que Illapu sigue haciendo en el vasto mundo del destierro: darle a la gente la alegría de cantar y de bailar apoyados en la eterna esperanza que ojalá nunca los abandone.
Y así llegamos casi al final de esta larga lista de los pasajeros de París y que no termina puesto que hay una infinidad de músicos que se me escapan. O que siguen siendo muy activos y sobre los cuales habría mucho que escribir, como es el caso de Sergio Amagada, miembro de varios conjuntos importantes, instrumentalista y arreglador. Edmundo Vásquez, guitarrista y compositor, uno de los pocos músicos chilenos que ayudó efectivamente a Héctor Pavez. Marcelo Castillo, que ha ayudado mucho a Raquel Pavez y sus danzantes y que formó brevemente el dúo Huama. con Marcelo Coulom, otro pasajero, antes que este último fuese a engrosar las filas de Inti Illimani. Desiderio Arenas, poeta y músico, coautor de varias melodías con Patricio Manns. Carlos Smith, ex integrante de Karaxú, quien sorprendió con su talento a Daniel Viglietti en Holanda. El grupo Icalma, desperdigado ahora y que estaban destinados, por su calidad, a ser un día los seguidores de Inti Illimani. Alberto Kurapel, que comenzó en la Peña de los Parra y ha desarrollado un trabajo pionero en Canadá. Charo Cofre y Hugo Arévalo, importantes creadores y continuadores del folklore chileno; ella, basada en sus conocimientos de las canciones de Violeta, él, rescatando y dando a conocer el guitarrón chileno, ambos con amplia labor desarrollada en Italia. Marta Contreras, de quien he hablado y seguiré hablando muchas veces. Los hermanos Roa, talentosos músicos, grupo experimental que han logrado algo que mucha gente desconoce y menos se imagina: hacer durante dos años seguidos el Te Deum del 14 de Julio en la Catedral Notre Dame de París. Es decir, así como Alejandro Guarello en Chile presenta su Cantata de los Derechos Humanos (texto de Gumucio), con coro, recitante y grupo de instrumentos andinos en la Catedral de Santiago, los hermanos Roa tocan sus instrumentos y sus quenas y charangos en una de las catedrales más importantes de Europa. Los cristianos estarán de acuerdo conmigo, por esta vez, en que nunca el charango había llegado tan alto. Lo extraordinario es que no es sólo eso. Esta familia singular, luego de cantar dentro de Notre Dame, organiza para los curas nada menos que un asado al palo en la torre de la Iglesia. Cuando el contramaestre Patricio Manns se entere de esto, querrá organizar, y con toda razón, para no ser menos, un curanto en la Tour Eiffel.
Edición digital del Centro Documental Blest el 07feb02
*Fuente: Centro Documental Blest
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