La “pacificación de la Araucanía”: un genocidio contra el pueblo mapuche
por Rafael Luis Gumucio Rivas (Chile)
11 años atrás 5 min lectura
El que el Estado pida disculpas a los mapuches por el genocidio, llevado a cabo por los gobiernos de José Joaquín Pérez y Domingo Santamaría y el ejército chileno, constituye un deber ético ineludible. Como el Presidente Patricio Aylwin lo hizo, visiblemente emocionado, cuando recibió el Informe sobre los atropellos humanos, perpetrados por la dictadura de Augusto Pinochet, sería loable que el Presidente Sebastián Piñera hiciera un gesto similar hacia los pueblos originarios. Hasta ahora el gobierno sólo ha respondido con una brutal militarización y con amenazas de aplicación de la ley antiterrorista.
El Estado chileno ha sido, mil veces, más brutal que los colonizadores españoles. Si bien es cierto que al comienzo de la guerra de Arauco se aplicó la esclavitud a los indios rebeldes, los poetas españoles – entre ellos Alonso de Ercilla – exaltaron míticamente a los grandes héroes de este pueblo guerrero y digno, entre quienes sobresalían Lautaro, Galvarino y Caupolicán y, a partir del siglo XVII el sacerdote jesuita Luis de Valdivia logra el fin de la esclavitud para los indígenas y, a su vez, la paz con el pueblo mapuche, reconociéndole la propiedad del territorio desde el Bio Bío al sur.
Los héroes de la Independencia se creían sucesores de los grandes guerreros mapuches y, para rendirles homenaje, llamaron con el nombre de Lautaro a la Logia, que tuvo un papel fundamental en la independencia del Continente – a esta Logia pertenecieron San Martín, O´Higgins y la mayoría de los generales de la guerra contra los españoles -. Muchos de los araucanos intuyendo que los mestizos chilenos serían más sanguinarios que los peninsulares, pelearon a favor de los españoles en la Guerra a Muerte.
La pacificación de la Araucanía es un nombre que no corresponde a la realidad – mentira que se enseña en todos los establecimientos educacionales chilenos – la verdad, corresponde a la idea de “civilizar a los salvajes” por medio de la fuerza de un ejército chileno que, luego de triunfar en la Guerra del Pacífico, aplicó la más brutales torturas hasta la muerte al los pueblos de la Araucanía. El plan del general Cornelio Saavedra consistía en exterminar a los mapuches y entregar las tierras a los inmigrantes europeos – alemanes, suizos, italianos, croatas, entre otros -. Tanto era el rechazo justificado, por parte del pueblo mapuche al Estado chileno, que se instaló el reinado de Aurélie Antoine I, rey de la Araucanía y la Patagonia, un francés que se autodenominó “rey de los mapuches”, cuyo objetivo era integrarlos al Imperio de Napoleón II y, a su vez, protegerlos de la persecución del estado chileno y su ejército. Al final, fue expulsado a Francia.
A comienzos del siglo XX el escritor Nicolás Palacios, inspirado en las tesis racistas de Joseph Arthur de Gobineau, escribió un libro titulado La raza chilena, el cual exalta al roto chileno como una mezcla entre los visigodos y los mapuches – Palacios despreciaba a los pueblos latinos, fundamentalmente italianos españoles -. La admiración de este autor por el roto chileno lo llevó a convertirse en uno de los pocos escritores que, en 1907, denunciaron la Matanza de Santa María de Iquique. El historiador Francisco Antonio Encina, un racista reaccionario que, al contrario de palacios, despreciaba al pueblo mapuche, lo plagió en muchos párrafos en obra Historia de Chile – como se es sabido, el connotado historiador del Piduco, también copió a Diego Barros Arana y a Alberto Edwards -.
Todos los gobiernos chilenos, a través de la historia, han sido incapaces de resolver el conflicto mapuche, y los últimos, tanto de la Concertación, como de la Alianza, han seguido el camino de la “zanahoria y el garrote”: ora entregan tierras, que las compran a precios exorbitantes a los latifundistas de la zona, ora aplican la ley de seguridad interior del Estado y militarizan Arauco.
Nada más justas y acertadas las reivindicaciones, propuestas en la asamblea del pueblo mapuche, en el cerro Ñielol. Es evidente que el Estado chileno debe pedir perdón y, a su vez, reconocer a los mapuches como un pueblo que, como tal, tiene pleno derecho a recuperar la autonomía que le fue usurpada, en todo el territorio que se extiende desde el Bío Bío al sur. Por lo demás, muchos gobiernos de países desarrollados, entre ellos Canadá, Australia y Nueva Zelandia, han reconocido la autonomía de sus respectivos pueblos originarios. También es de mínima justicia que se les devuelvan sus tierras expropiadas a sangre y fuego. En una encuesta del PNUD, el 80% de los interrogados son partidarios del reconocimiento del pueblo mapuche, como también de su participación activa en el Parlamento. Pienso que es perfectamente aplicable un padrón que le permite elegir a sus autoridades, en territorios autónomos.
En el Chile monárquico y centralista, me parece muy difícil solucionar, adecuadamente, las reivindicaciones de los pueblos originarios, pues los intendentes no son más que “emisarios” del rey, que se encuentra en Santiago. En la encuesta del PNUD, antes citada, la mayoría de los ciudadanos no conoce a los intendentes, mucho menos a los COREs, lo que hace urgente iniciar un proceso de federalismo, en que cada región elige estas autoridades que, en consecuencia, tienen autoridad política suficiente para resolver problemas desde la cercanía, y no desde la lejana capital del monarca.
19/01/2013
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