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Esperando a Timo

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-No quiero que me tome por soberbio – dijo el anciano – pero, le aseguro, nadie más indicado que yo, que sé  y conozco muy bien estas tierras, para que le cuente algunas cosas del norte, y sobre todo de la pampa…sí, justamente, es de la pampa que quiero hablarle…

Sonríe comprensivo. Su rostro moreno, resquebrajado por los años, está humedecido levemente por el sudor.  Desde su mesa, ubicada próxima a la ventana del negocio, se aprecia una parte de la calle principal del pueblo.

-¿Dice que es la primera vez que viene al norte? – interroga, al tiempo que se inclina un poco en la mesa, los codos apoyados en la agrietada superficie de madera ennegrecida.

Sin esperar respuesta, prosigue:

-Sí, y no hace ni falta que lo diga. Lo note en cuanto lo vi, usted andaba entre aburrido y desorientado, como a la deriva, y yo altiro me dije: “He aquí alguien que parece haber perdido su rumbo en la vida, y que necesita de un amigo”. Sí, eso pensé y parece que le achunté, no?…

El anciano vuelve a sonreír.

Viste con sencillez, y no obstante su apariencia humilde, parece revestido por un aura de dignidad.  Sobre sus ojillos expresivos, se alza la frente, ancha y surcada por infinitos pliegues, rematada más arriba por unos encanecidos  mechones de pelo lacio.

-Y que mejor motivo para tomarse una pilsencita, para la sed – continúa el anciano, animándose –. Vamos, sírvase, a su salud, amigo mío –  invita ceremonioso.  Carraspea.  Se lleva el vaso a la boca y bebe un sorbo de su contenido.

-¿Cómo dijo que se llamaba? – Pregunta entrecerrando sus ojillos.  Y agrega rápido – Bueno, no se preocupe, no viene al caso. Lo que sí interesa ahora, es que apenas lo conozco, y ya lo considero un amigo, y a los amigos se les atiende. – aclara con prontitud.

El negocio es modesto.  Tiene la fachada blanquecina, como la mayoría de las construcciones de los pueblos de la pampa.  En el interior, las paredes están recubiertas por un papel de anchas franjas azules, descolorido por el tiempo, sobre un fondo que originalmente debió ser blanco.

-Y ahora, mi amigo – anuncia el anciano en tono solemne – mientras esperamos a Timo, creo que es importante que usted sepa, ¿Ya le hable de Timo, no? – se interrumpe, para añadir enseguida –. Bueno, no importa,  ya no debe tardar. Usted no se irá sin antes conocer a Timo, él es un verdadero pampino, como yo, ya lo verá. Así que si no tiene mucha prisa por marcharse, acompáñeme, vamos, sírvase otra vez, a su salud amigo mío.

Hace una pausa para beber nuevamente. Se queda unos segundos con los ojos entornados, saboreando intensamente lo que ha bebido. Luego en sus ojos brillantes aflora una expresión de satisfacción. Carraspea para aclarar la voz y prosigue.

-De seguro me va a decir que no se imaginó así el norte ¿verdad?, y quizá hasta se siente un poco deprimido, porque usted parece venir del sur, viene del campo, de las lluvias en esta época…..de las lluvias en…

Se interrumpe nuevamente sin terminar la frase.

Ahora el anciano parece concentrarse con los ojos cerrados. Quizá intenta materializar en su mente imágenes de un río crecido por las lluvias que avanza impetuoso hacia el mar, abriéndose paso por entremedio de bosques interminables y lejanos.

-¿Viene acaso de Curicó, de Linares, Chillán? – sin esperar respuesta continúa -. Bueno, es lo mismo,   pero, que parece venir de muy lejos, de eso no tengo dudas – termina encogiéndose de hombros.

Dos hombres beben y conversan en voz baja en la mesa contigua a la del anciano. Detrás de un mesón con visibles señales del paso del tiempo, una mujer de mediana edad y de cara ancha, está reclinada sobre un periódico.  A su espalda, se halla un estante de madera, con  botellas de diversos tamaños y colores. A continuación del mesón, sobre  un mueble, resalta luminoso un televisor encendido.

-Sabe? yo nunca fui al sur –se anima nuevamente el anciano-. Aquí en estas pampas vine al mundo, al igual que mis padres, y de seguro aquí  dejaré mis huesos. Nunca me alejé mucho, salvo bajar a Iquique de vez en cuando, sobre todo los días de paga, pero, tengo referencias de esas tierras tan lejanas para nosotros. De niño ya sabía cómo era la vida   por allá, por el sur, lo grande que es la capital de Chile…

-Lo supe por la nostalgia, incurable al comienzo, de tantos campesinos que vinieron  “enganchados” al norte. Todos llegaban con la secreta ilusión de hacer algo de fortuna, trabajando duro, solamente por un tiempito, decían, lo suficiente para juntar sus pesos, y regresar  al terruño, pero, como le digo, al final, puras ilusiones…

-Y todos los que vinieron y dejaron sus pulmones en las calicheras, en el chancado del mineral  en bruto, en los cachuchos, en las maestranzas, en las casas de yodo, o como botarripios, con la borra humeante de los desechos hasta las rodillas, no obtuvieron otra fortuna y otra distinción que reconocerse a si mismos como pampinos, sí, pampinos y a mucha honra…

-Porque al final, todos terminaban aceptando y amando esta tierra reseca y dura, al final todos terminaban reconciliados con las condiciones que impone el desierto,  el sol que pica agresivo al mediodía, el viento con tierra de todas las tardes, la infaltable y húmeda camanchaca al anochecer, y después la noche, con la temperatura que cae como a un abismo,  mientras arriba, el cielo desmesurado se enciende, y donde uno podría pasarse la vida contando estrellas.

Se interrumpe nuevamente, y se queda en silencio, la mirada perdida en algún detalle de la mesa.

El calor de la pampa disminuye lentamente a esa hora de la tarde. Hace ya un buen rato que el sol abandonó el centro del cielo, que ahora luce limpio y tranquilo, y se desplaza al oeste. A ras del pavimento de la calle, al que el sol aún le arranca minúsculos destellos, se arrastra un vientecillo seco y terroso que viene de la costa distante unas decenas de kilómetros.

-Además, Timo en su juventud, también se largó una temporada por allá, así que algo sé. –  Se rasca la barbilla.

-Claro, coincido con usted  que el cambio es harto grande, y le entiendo si se siente un poco decepcionado – admite luego conciliador–. Y no se sorprenda, a muchos les ocurre lo mismo.  Aquí usted verá siempre el mismo paisaje, pura pampa y cerros inhóspitos, y con suerte, uno que otro tamarugo, cerca de la carretera…. Si señor, yo entiendo, yo sé.

Suspira, como apenado de que el desierto nortino sea así, tan desconsolador para los recién llegados.

La  tarde continua avanzando. Las sombras han ganado más de la mitad de la calle.  Los vehículos, de paso, se detienen y reanudan su viaje. Por las veredas, donde a trechos irregulares se yerguen algunos árboles, circula uno que otro vendedor con grandes canastos bajo el brazo, atentos al paso de buses y vehículos menores.

-Bueno, como  le estaba diciendo – vuelve a hablar el anciano- lo más   importante que usted debe saber y recordar mientras viva, es que ésta tierra que hoy se ve como despoblada y abandonada, en apariencia, claro, no siempre fue así, no señor, – toma aliento y prosigue-. Por donde usted mire, aunque ahora cueste creerlo, toda esta zona estuvo hasta hace unas decenas de años atrás, poblada por miles y miles de pampinos, hombres  y mujeres, muchos de ellos “enganchados”, como le dije antes.  Y nunca debe olvidar, también, que fue el salitre el que hizo que brotara la vida en estas soledades…sí, así no más fue, aunque ahora cueste creerlo.

En el interior del negocio, el aire que estuvo siempre como suspendido y sofocante, ahora comienza imperceptiblemente a moverse, y el ambiente se torna más fresco y grato. La mujer del mesón, ha dejado de lado el periódico, y a medio volverse, contempla concentrada la pantalla encendida del televisor. Los hombres de la mesa contigua guardan silencio, interesados también en la acción que se desarrolla en el aparato luminoso, indiferentes a la conversación del anciano.

-Por todas partes se vivía un estado de increíble actividad –vuelve a hablar el anciano -. Y no podía ser de otra manera, si el salitre estaba en todos lados. Hasta en los cerros más abandonados, surgían de la noche a la mañana los campamentos, y ahí estaban los pampinos, a puro combo y barreta, puro sudor y coraje bajo el sol del desierto,  moviéndose incansables por la pampa, y el viento de la tarde parecía cantar, porque en él cabalgaban sus voces, que iban y venían de calichera en calichera y de cerro en cerro. Si señor, así no más fue, y se lo vuelvo a repetir, aunque ahora cueste creerlo, aunque….

Se queda de pronto callado. Con sus dedos curtidos repasa el borde del vaso, como si eso le ayudara a recrear en su mente una realidad que el tiempo fue desdibujando hasta borrarla por completo.

-Pero, así fue –insiste convencido- y cuántos pueblos nacieron y murieron al amparo del torrente salitrero… Este mismo pueblo – da unos golpecitos en la mesa – de no ser porque está cruzado con lo que ahora llaman carretera  panamericana, y es paso obligado para los que van o vienen de Iquique o Arica, tal vez ya habría desaparecido, o agonizaría desamparado entre pampa y cerro. Pero usted lo ve  – indica hacia la calle – ya no morirá, y se reanima, despacito cada día, cada día un poquito más… y eso es un buen síntoma. Créame, amigo mío, es muy buen síntoma – afirma con una sonrisa enigmática.

-¿Y sabe usted por qué? – Explica bajito, confidencial – porque el salitre está todavía en  todos lados. Y está esperando, ¿no me cree verdad?, vaya, vaya usted, recorra estas pampas, escoja el mediodía cuando aún no corre viento, y ponga atención, – se pone las manos en las orejas, los ojos expectantes – entonces se puede escuchar nítidamente el murmullo inquieto del salitre, crac, crac, crac… – concluye haciendo ruidos con la boca.

– Sí, sí, amigo mío, – continua entusiasmado –  el salitre aún esta vivo, se revuelve impaciente como un inmenso océano de sal, y está esperando, esperando que vuelvan los pampinos. Porque aquí la paralización de las faenas – argumenta con convicción – no fue porque se agotaran las pampas calicheras, nada de eso, los técnicos y obreros más entendidos dijeron que fue por cuestiones puramente económicas, nos hablaron de mercado, y también de un mineral sintético, y que ya no era rentable producir, eso dijeron, y bueno,  yo nunca entendí mucho de esas cosas.

-Yo lo único que entiendo – expone con firmeza – es que todavía hay salitre, para regalar si quiere, y por eso que a los pampinos les costó irse…¿Irse?, ¿A donde?…Si aquí estaba su trabajo, aquí estaban sus vidas, su lugar en este mundo ingrato. Aquí habían nacido muchos de ellos, como también sus hijos, y los hijos de sus hijos, aquí estaban sus alegrías, sus esperanzas y por cierto,…también sus penas, ¿Vio los cementerios abandonados, las cruces marchitas ? – baja la voz  y se revuelve incómodo en la silla. Carraspea, y mira fijamente enfrente suyo.

-Vea usted- repara con lentitud – cerquita de aquí está Jamberston[1], sí,  así se conoció después. Bueno, ahí nací yo, cuando ese campamento se llamaba  La Palma, claro, hay que decirlo, eso fue hace muchos años. Si usted va a Iquique, la verá a la pasada. Dicen que algunas veces la han mostrado en ese aparatito, – indica despectivo hacia el mesón – de seguro como una curiosidad típica de esta zona.  Y no solo Jamberston, también otras que existieron por aquí cerca, Santa Laura, Cala – Cala, Peña Grande, Peña Chica, Kerima, Mapocho, San José, San Enrique, Iris, Carmen Bajo, y le podría seguir nombrando – termina ufano de poder exhibir su buena memoria.

-Si,  mi amigo, yo siempre fui pampino, igual que Timo. – asegura convencido –. Con él trabajé y recorrí estas pampas de punta a cabo, después, como le dije, el se fue un tiempo al sur. Es que él era así en esos años, inquieto, y al igual que yo, también había escuchado de chiquito lo que era la vida por el sur, los campos, la fruta en abundancia. Hasta que un día no aguantó más las ganas de ir a ver con sus propios ojos, y no de oídas, si era verdad tanta maravilla, y se fue no más.

Afuera del negocio, las sombras de la tarde se han arrimado definitivamente a las viviendas del otro lado de la calle.

-Además, Timo siempre decía que uno tiene que salir alguna vez a conocer, porque con el conocimiento, nace la comprensión y ya cuando se comprende, se aprecia y se quiere con el corazón. Y solamente así,  decía, un hombre podrá albergar sentimientos tan duraderos, que ninguna circunstancia de la vida podrá cambiar.  Por eso,  yo siempre digo que ese viaje al sur le hizo bien, porque cuando regresó, venía decidido a no irse nunca más  de esta tierra.

Se queda en silencio y parece encogerse como si los recuerdos ya le pesaran demasiado.

Los hombres de la mesa vecina se han marchado. La mujer atiende a dos jóvenes que ingresaron hace pocos momentos.  Llevan el pelo largo y revuelto y no se ven de buen aspecto. Visten tenidas de mezclillas y se han descolgado de los hombros unas mochilas grandes y desteñidas.  Es evidente que han hecho un largo viaje. Están de pié acodados en el mesón y beben directamente de las botellas, como para ganar tiempo y alejarse de allí cuanto antes.  Luego se marchan, de prisa, no sin antes dar unas miradas de reojo a la mesa del anciano.

-Fue Timo él que me dijo que algún día se acordarían del salitre nuevamente – evoca el anciano -. ¿No me cree, verdad?. No importa,  pero así será. Por eso, yo nunca me quise ir. Quiero estar aquí mismo cuando los vea llegar, como otros los vieron hará unos 80,  o noventa años atrás.

-Vendrán algún día, me aseguro Timo, nuevos hombres y mujeres,  y vendrán con nuevas energías, con maquinarias y técnicas modernas, vendrán con sus sueños a cuestas y se desparramarán y repoblarán las pampas, y desempolvarán y limpiarán las casas de los campamentos que se han mantenido en pié, y barrerán con todos los recuerdos y las voces olvidadas, porque ellos vendrán con sus propios recuerdos y sus propias ilusiones, y reirán, cantarán, y llorarán, con otras voces, nuevas y frescas, y emergerán nuevas salitreras, y las grandes chimeneas lanzarán al cielo diáfano del desierto el humo blanco, purificador, que anunciará a los vientos, al sol del día y al frío de la noche, que el renacimiento de la vida en las calicheras ha llegado. Recién entonces, estaremos preparados para enterrar definitivamente el pasado que llevamos pegados en los talones, y podremos empezar de nuevo.

El anciano ha callado. Parece haber recitado de memoria una historia ya conocida. Ha cerrado los ojos y permanece concentrado como para percibir mejor en su mente el futuro luminoso que se avecina.

-¿Todavía no me cree, verdad? – parece despertar de pronto –. Sí, sí, reconózcalo, usted no entiende porque es del sur, y es joven y es primera vez que viene al norte, y ya se siente deprimido de ver tanta tierra reseca y salobre, – hace una pausa –. Pero, tiene que aceptar, aunque le resulte incomodo, que en cierta forma esta tierra también es suya, porque es una sola, con distinto rostro, y aunque haya viajado mil y tantos kilómetros, usted todavía no ha salido de Chile,…¿me oyó?…

Su voz se eleva en tono acusador. Prosigue ahora en un tono más bajo.

–Fue también Timo el que me reafirmó hace años que este país era así, contradictorio y sorprendente, el mismo pudo verlo cuando anduvo de correrías por allá, porque a ustedes les sobra campo, y tienen esos grandes ríos, y la lluvia les cae interminable, esa lluvia que aquí casi nunca hemos visto.

Se queda unos instantes en silencio.

-¿Escucharon eso? – sube el tono de la voz nuevamente. Se nota mal humorado.

-Crac…crac…acaso nadie escucha?…

-Sí, ya escuchamos eso antes – responde distraídamente la mujer, sin apartar la vista del televisor.

-¿lo oyó, mi amigo? – insiste el anciano. – Óigalo bien, esta tierra es  desolada y dura, pero, nunca será mezquina, no señor, no mientras tenga todo ese salitre ahí esperando.  Vaya, vaya allá afuera, salga aquí cerquita, a los cerros, recoja un puñado de tierra en sus manos, y sienta palpitar el salitre, ¡siéntalo!…siéntalo! – machaca imperativo.

-¿Me está escuchando? – la voz se hace más ronca-. No, no ha escuchado ni ha entendido nada de lo que he dicho. A muchos otros, sobre todo a jóvenes como usted, les he contado lo mismo, y tampoco entendieron.  Yo los veo pasar por aquí, siempre de paso, y  ansiosos por alcanzar el mar en Iquique o en Arica, o de regreso de donde vinieron. Así, nunca apreciarán esta tierra, porque siempre llevan prisa.  Pasan como asustados de ver tanto desierto, tal vez porque en el se hace más concreta la soledad que llevan pegada a la piel, por eso no entienden, no saben….

Se queda en  silencio. Baja la vista y se toma la cabeza con las manos.

De pronto, un estremecimiento le recorre el cuerpo, y algo parecido a un sollozo largamente contenido se escapa de sus labios. La mujer se vuelve a mirarlo. Emite un suspiro y sacude la cabeza en un gesto desaprobador.

Abandona el mesón y se dirige a la mesa del anciano.  Al llegar a su lado lo contempla unos momentos. Ve su cabeza encanecida, su cuerpo que parece más encogido y frágil, como un niño.

Al fin, como si tomara una importante decisión, le pone una mano en el hombro.

-Ya, Rafita, cálmese – dice suavizando la voz -. Cálmese Rafita, no se ponga así, que le hace mal. – La mujer asume ahora una actitud casi maternal. El anciano permanece en silencio. La pena y el cansancio parecen haberlo derrumbado sin contemplaciones.

Ahora con lentitud levanta la cabeza y baja los hombros.

-Parece que Timo tampoco vendrá hoy. – murmura sin dirigirse a nadie, con la voz entrecortada. Parece irremediablemente abatido.

-Bueno, hoy tal vez ya no venga…- responde cuidadosamente  la mujer dirigiendo una lenta mirada al cielo amarillento del local.

-¡Los pampinos tendremos una segunda oportunidad en estas tierras! – anuncia el anciano con una resolución inquebrantable. Parece recuperado, y hace ademanes afirmativos con la cabeza.

-Sí, sí, una segunda oportunidad, es todo lo que pedimos….-repite convencido.

-Tal vez Timo venga mañana, pues, Rafita. – lo consiente la mujer, animándolo con unos golpecitos en la espalda –. Mañana será otro día, pero, por ahora lo que le conviene es descansar – le dice con una sonrisa afectuosa.

-Vamos, levántese – la mujer lo toma con firmeza del brazo y lo ayuda a incorporarse. El anciano se tambalea ligeramente. Se afirma en el borde de la mesa y consigue con dificultad erguirse.

La mujer le arregla la camisa con  delicadeza, como evitando dañarlo. Le sonríe de nuevo y le da una cariñosa palmadita en el hombro.

– Ya Rafita – le dice como al oído, mientras lo encamina hacia la puerta.

–Vuelva mañana, pasado o cuando quiera, usted sabe que aquí no le faltará un cariñito. Pero, no tiene para que ponerse así, pues. – concluye regañándolo en tono afectuoso.

El anciano parece ignorar  a la mujer. Cerca de la puerta se detiene y se vuelve a mirar brevemente la mesa y la silla vacía donde estuvo toda la tarde hablando.

-¡Los pampinos tendremos una segunda oportunidad, ya lo verán! – reafirma con decisión. Levanta una mano como si hablara a un público inexistente -. ¡Sí señor, la tendremos!…

Y continúa hacia la puerta. Camina encorvado y haciendo esfuerzos por avanzar con más confianza.

– Sí, Rafita, sí la tendrán – musita la mujer con una sonrisa por donde se le cuela una pizca de tristeza –. Una oportunidad más en la vida, todos la necesitamos…

-Sí, Rafita, sí la tendrán… – repite la mujer. Ahora sonríe y en sus ojos asoma un brillo nuevo, renovado. Continúa sonriendo mientras mira al anciano que ya alcanza la salida del negocio.

Continúa mirándolo, con una determinación tan profunda, que le parece ver que el anciano crece y crece, fuerte y poderoso, como un gigante, capaz de cualquier prodigio, y luego lo ve salir a grandes zancadas hacia la calle y perderse en el atardecer apacible del pueblo.


[1] Ex Salitrera Santiago Humberstone

 

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2 Comentarios

  1. Ojos de Perro Azul

    Gracias Segundo Cortes por continuar regalandonos estas hermosas historias de ese querido y sufrido norte chileno
    Felicitaciones y sigue adelante con tu trabajo literario

  2. olga larrazabal

    Tierra dura fuerte y seca
    De sol y viento
    Cielos que no lloran nunca
    Desierto, siempre desierto.
    Bajan del cerro las mulas
    Llevando su cargamento
    Rueda el cardón por las piedras
    Y sin piedad silba el viento.
    Tierra dura calichera
    Todos piensan que te has muerto
    Y ahí estás viva crujiendo
    Añorando a tus mineros.

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