Las crisis suelen ser momentos de honda creatividad colectiva que, en buena medida, consisten en ir más allá de lo establecido, inventando formas de acción que superan las constricciones y los límites que impone el sistema. La más importante, la que marca el límite que los de arriba no están dispuestos a tolerar, es la acción colectiva y directa para resolver problemas de la vida cotidiana: alimentación, vivienda, salud, empleo y educación.
Los obreros organizados en el Sindicato Andaluz de Trabajadores (SAT), en el sur de España, ingresaron el martes pasado en grandes supermercados (Mercadona, Carrefour), llenaron carros con alimentos y salieron a repartirlos en comedores sociales donde acuden desocupados e inmigrantes. Desde hace 15 días el SAT mantiene ocupada una finca del Ejército reclamando la cesión de tierras a los agricultores que estén pasando hambre.
En algunas zonas andaluzas, como la de Écija, la desocupación trepa al 40 por ciento; hay familias que tienen a todos sus integrantes desocupados y no perciben subsidios. En las grandes ciudades 35 por ciento de las familias está por debajo de la línea de pobreza. Pese a ser una organización pequeña, el SAT se inscribe en la historia de luchas protagonizada por el Sindicato de Obreros del Campo (SOC), dirigido por el alcalde de Marinaleda, y actual diputado por Izquierda Unida, Juan Manuel Sánchez Gordillo.
En la década de 1980 tanto el SOC como Comisiones Obreras impulsaron múltiples acciones por la reforma agraria, que incluyeron ocupaciones de fincas, marchas, cortes de carreteras y de vías férreas. La combatividad de este sector del pueblo andaluz se manifiesta ahora en acciones que serán penalizadas por la justicia. En línea con la ética de poner el cuerpo y no rehuir las represalias, Sánchez Gordillo dijo, luego de participar en las acciones en supermercados, que estará orgulloso de entrar en la cárcel por este motivo, una y mil veces.
Los que están dispuestos a criminalizar la acción directa incluyen un amplio espectro que va desde el gobierno derechista y los empresarios hasta la Unión Progresista de Fiscales, cuya portavoz dijo que si todo el mundo hiciera lo mismo, esto sería el fin de la convivencia pacífica, se llevaría a cabo la ley de la selva. La justicia no considera que los banqueros que actuaron como delincuentes merezcan la cárcel. Defienden la propiedad de los ricos, pero no la de los millones que han perdido sus viviendas y sus empleos.
Una vez más han sido los activistas los que han puesto las cosas en su lugar, frente a la avalancha mediática que juzga las acciones de los pobres como asaltos y saqueos a los supermercados, como apunta entre otros el diario El País. Los dirigentes del SAT, por el contrario, defendieron ese tipo de acciones que buscan expropiar a los expropiadores, terratenientes, bancos y grandes superficies, que están ganando dinero en plena crisis económica.
Con los meses vamos asistiendo a un panorama desolador: luchadores sociales procesados y banqueros en libertad. No importa que los de abajo tomen los alimentos de forma pacífica ni que esos mismos supermercados tiren a la basura toneladas de comida. Ahora ponen candados a los contenedores de basura para que los hambrientos no tengan la osadía de tomar lo que, en rigor, les pertenece. La lógica de la acumulación de capital no se distrae con disquisiciones éticas ni morales, no sabe del dolor humano ni de sufrimientos porque, precisamente, vive de ellos.
El paso dado por los miembros del SAT pone la crisis en otro lugar. Abre las puertas a nuevas formas de acción que siempre nacen en los márgenes, a contracorriente incluso de las izquierdas establecidas, y permite a los afectados tomar la iniciativa dejando de ser objetos pasivos de la caridad del Estado. En este punto tres aspectos merecen destacarse.
El primero es que no importa el número, sino la creatividad y la potencia. El SAT es una pequeña organización que se apoya en la mejor historia de los jornaleros andaluces y muestra que aun grupos muy pequeños pueden tomar la iniciativa, siendo audaces y valientes, para modificar de ese modo la rutina de la acción colectiva. Lo que un día parece subversión y espanta, con el tiempo se torna normal y resulta aceptado. El cambio siempre empieza siendo local, para luego volverse general.
El segundo, consiste en la legitimidad de las acciones, mucho más que en su legalidad. Si los de abajo no somos capaces de ir más allá de lo establecido, no hay cambios posibles. Eso supone correr riesgos, asumir la respuesta violenta y la posibilidad de pagar con cárcel la lucha por la justicia social. Siempre ha sido así. Hace apenas 30 años el aborto era ilegal en el Estado Español, hasta que pequeños grupos de feministas dieron el paso de hacer abortos, y de abortar, desafiando las restricciones legales y las represalias. Ninguna conquista es gratuita.
Por último, es mediante este tipo de acciones como los sectores populares se convierten en sujetos de su destino. Cuando los de abajo toman la vida cotidiana en sus manos están forjando poderes contrahegemónicos, locales primero, pero que pueden expandirse e inevitablemente terminan desafiando a los poderes estatales del arriba. Las clases sólo existen en situaciones de conflicto y eso supone dos partes, como señala Immanuel Wallerstein: Puede no haber ninguna clase, aunque esto es raro y transitorio. Puede haber una, y esto es lo más común. Puede haber dos, y esto es de lo más explosivo (El moderno sistema mundial, Siglo XXI, tomo I, p. 495).
De eso se trata. En plena crisis está cobrando forma una clase integrada por los más oprimidos, los del sótano, que van descubriéndose entre sí y van develando los modos y formas de la opresión, hasta mostrar a la luz pública a los expropiadores. Cuando esto sucede, cuando los de abajo se atreven a gritarle a la cara a los de arriba –nos enseña James C. Scott– es porque ha llegado el momento de las grandes y contundentes acciones, esas que no tienen marcha atrás.
Fuente: La Jornada
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