Los alcances y posteriores efectos de la intromisión en la privacidad, a través de medios tecnológicos diversificados, están lejos de ser mensurables en su totalidad y mucho más lo está la imposibilidad de la sociedad, que padece las consecuencias, de intervenir en la planificación, el posible consentimiento, el control y limitación de los insumos informativos generados. El domingo pasado tuvimos ocasión de referirnos a la recolección de datos que, sobre nuestras actividades en Internet, realizan empresas privadas con diversos fines, el más inocente de los cuales es el publicitario. Se trata de espionaje específico sobre las acciones privadas. Pero no es la única esfera en la que resulta observable una intrusión: lo verdaderamente observable es la propia sociedad de manera global, a través de sus ámbitos público y privado, de manera simultánea.
Existen espacios específicamente privados de acceso público, como los comercios en general, los bancos, los shoppings, el subterráneo, o más ceñidamente privados como las oficinas, los edificios de vivienda o los condominios, que tienen instaladas cámaras que monitorean en tiempo real y dejan registradas las actividades en su interior e inmediaciones. Pero también el espacio público de las grandes ciudades, está siendo sometido a idéntico procedimiento. Las esquinas, avenidas, autopistas y hasta plazas y parques tienen videovigilancia. Varios factores políticos, ideológicos y culturales estimulan la potenciación de esta tendencia. Uno de ellos, aunque no el único, es indudablemente la sensación de inseguridad creciente en ciertos países. Uruguay parece ser uno de ellos, a pesar de la desmentida que dan las estadísticas comparativas con la región y las medias mundiales de indicadores criminales. Sin embargo el despliegue de estas tecnologías no se corresponde necesariamente con la “demanda social” de seguridad, lo que hace paradójico su extensión en un caso y su omisión en otros. Algo de esto puede explicarse por el mayor o menor presupuesto con que cuenten las fuerzas represivas policiales, o las limitaciones del poder adquisitivo de los privados que se sientan amenazados. Hay una variable dineraria en su puesta en práctica, aunque también juega la valoración de las garantías de vigencia de los derechos civiles y a la privacidad, la cultura cívica, la matriz ideológica dominante, entre otros factores culturales.
Europa en general, ha sido pionera en la aplicación de este gran panóptico tecnologizado que se fue instalando en los ´90 y explotó en este siglo. Gran Bretaña, es uno de los países europeos con menor tasa de delitos. No obstante, tiene casi cinco millones de dispositivos, llegando a los índices más elevados de cámara per cápita a nivel mundial: casi una cámara por cada 12 habitantes. Sólo Londres tiene al menos 500 mil cámaras. Estimaciones muy gruesas establecen que el recorrido rutinario de un londinense, por ejemplo para ir y volver a su trabajo, será registrado por entre 200 y 300 cámaras. A pesar de ello, documentos internos de Scotland Yard revelados por el diario “The Independent”, desmienten la eficacia de esta estrategia. De cada mil delitos, sólo uno llega a ser esclarecido gracias a estas cámaras. Se recordará dentro de ese uno por mil, por ejemplo, aquel crimen cometido por la propia Scotland Yard contra un inmigrante brasileño en el subte a poco de los atentados en Londres, en la cresta de la ola paranoico-xenófoba y su consecuente avasallamiento de la intimidad.
En China, donde no existe siquiera la libertad de organización política y la autonomía ciudadana es menor aún que en las democracias formales capitalistas, el fenómeno es idéntico. Son millones de cámaras que pretenden ir abarcando la totalidad del territorio. Resultan inclusive más sofisticadas que las occidentales ya que registran videos en alta definición e incluyen sonido. Actualmente son siete millones de cámaras de vigilancia desplegadas por todo el país. Pero para los próximos años, está proyectada la instalación de 15 millones más, totalizando 22 millones hacia el 2014.
China no registra una alta tasa de delitos violentos, aunque sí de corrupción, por lo que la relación entre inseguridad y la instalación de dispositivos parece de proporcionalidad inversa en los dos casos mencionados. La escala de utilización de estos métodos va decreciendo a medida que se recorre el mapa de la pobreza, tanto internacional como al interior de cada país. En la ciudad de Buenos Aires, se estima que hay cerca de 2.000, con especial concentración en el microcentro, aunque siempre en estos casos, habrá que agregar la expresión “por ahora”. Lo mismo sucede, aunque en menor medida, en varios distritos del Gran Buenos Aires y ciudades del interior como Rosario. La ubicación de las cámaras no figura en la página de la ciudad que se disculpa en revelarlo por razones de seguridad aunque con detenimiento pueden identificarse en algunos casos minúsculos carteles que advierten sobre su presencia, ya que la advertencia es una exigencia legal.
No me opondría, si fuera eficaz, a la utilización judicial de éstas y cualquiera otra herramienta tecnológica que ante sospecha de comisión de delito, permita su esclarecimiento. De hecho la justicia puede, con razones, suspender las garantías de privacidad y entrometerse en las cuestiones personales para poder desentrañar crímenes impunes y condenar a sus autores. Nada la limite. Puede explorar discos duros, leer mails, intervenir o escuchar conversaciones telefónicas, examinar agendas, etc. Exactamente lo inverso a lo expuesto aquí el pasado domingo donde el Departamento de Estado norteamericano quiere garantizar la privacidad de criminales para preservar su impunidad.
Carezco de datos sobre los EE.UU al respecto y sospecho que su carácter es más secreto aún que el porteño. Pero cada vez que entro o salgo de ese país, sus aeropuertos nos revelan que no hay nada reservado a la esfera privada y que, a diferencia de cómo actúa la justicia, cada pasajero es a priori un terrorista sospechoso hasta que la auscultación demuestre lo contrario. Allí las vejaciones son cotidianas. No pretendo minimizar el horror del aberrante atentado del que hoy se conmemora una década, pero esto ha sido la excusa ideal del Leviatán, para avanzar sobre el control ciudadano de los norteamericanos y en parte de los ciudadanos del mundo.
La opacidad de la gestión pública en general, la ausencia de control de la propia vida, no deberían llamar la atención en los regímenes políticos tanto dictatoriales como también en las democracias representativas en las que la sociedad civil se encuentra escindida de la sociedad política y no puede siquiera ejercer revisión sobre ella ni sobre sus acciones, por más que la afectada sea la primera. Si ya las decisiones políticas se adoptan sin consulta ni vigilancia de los representados, esta suerte de caja negra de la seguridad está fuera de todo control ciudadano. Sus usos y espectadores son absolutamente desconocidos por los vigilados.
Si efectivamente la eficacia en materia de esclarecimiento y prevención del delito fuera muy baja o nula, las razones del mantenimiento y expansión de estas prácticas de vigilancia, habría que buscarlas en otros planos de justificación. Para Lacan, en su análisis de la estructura cinematográfica, la “pulsión escópica”, conduce a mecanismos de voyeurismo y fetichismo. El resultado es una localización del sujeto en el campo del “otro”, en lo social. Es a partir de esta función en la que interviene el ojo natural o tecnologizado, donde para el sujeto se trata de “hacerse ver”. De este modo, el sujeto existe sólo en relación con una mirada imaginaria, la del “otro”.
Una perversa relación queda entablada entre el mirar y ser mirado, entre la voracidad del control y el sometimiento del controlado. Los medios de comunicación divulgan mucho más la existencia de estas cámaras, además de las propias, que cuando es inocente, permite revelar el estado del tránsito. Pero la connivencia entre el dispositivo y lo mediático lleva a una suerte de simultaneidad de los medios con la justicia, cuando no una verdadera anticipación, obstaculizando el trabajo de la última. Nada más macabro que el acompañamiento de las cámaras de los noticieros a la madre de la niña argentina Candela, atrozmente asesinada en días recientes, hasta el propio momento y lugar de encuentro y reconocimiento del cadáver.
La solución no es abjurar de la tecnología sino asegurar el control democrático de su desarrollo y utilización. La instalación de la red de vigilancia debería transparentarse mediante un claro mapeo y ejecutarse a partir de consultas ciudadanas. Los operadores y administradores de la información deben ser supervisados e inspeccionados por instancias públicas de la sociedad civil, electas con tal fin que deberían además rendir cuentas de ello a sus electores. Debería, además, elaborarse un código de ética y de garantías que facilita esta tarea.
La distopía ficcional que Orwell presenta en su novela “1984”, particularmente en lo que hace al omnipresente “Big Brother”, ya está entre nosotros, lo que aporta una razón más para pergeñar y realizar una verdadera revolución política. Es parte insustituible de la misión crítica y del rol histórico de las izquierdas.
– El autor es Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. cafassi@sociales.uba.ar
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