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«La firmeza serena de la dignidad hecha hombre»

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“Seguramente Radio Magallanes será acallada, y el metal tranquilo de mi voz no llegará a ustedes. No importa, me seguirán oyendo, siempre estaré junto a ustedes, o a lo menos mi recuerdo será el de un hombre digno, el de un hombre que fue leal.”   

Allende sostuvo a menudo en sus discursos y entrevistas, que él era el legítimo heredero de una larga y centenaria tradición patriótica, que comenzando con O’Higgins, continuaba con Balmaceda y desembocaba en Pedro Aguirre Cerda. Muchos tomaron esto como una simple figura propagandística, que se prestaba muy bien para ser representada pictóricamente en el telón de fondo de los proscenios de los incontables actos multitudinarios en los que el líder popular participara en sus distintas campañas senatoriales y presidenciales, pero que tal filiación histórica y política carecía de sustancia y realidad.     

Sin embargo, si se conoce uno de los episodios centrales de la vida de Allende durante el gobierno del Frente Popular, y se comprende el impulso moral subyacente a su decisión final, se llega a entender fácilmente que aquella visión de sí mismo, como continuador de la obra  de aquellos tres grande patriotas, no era para Allende una simple frase, sino un verdadero compromiso personal contraído con su pueblo.     

Joan Garcés, Juan Gonzalo Rocha, Diana Veneros y otros autores han destacado, en sus respectivos libros, lo que manifiestamente constituye la experiencia crucial de la carrera política de Allende, que vendría de algún modo a predeterminar, y a la vez permite explicar, su decisión de morir luchando en La Moneda y, cuando ya  no le quedaba otra opción digna, quitarse la vida.      

En su biografía de Allende, la profesora Veneros reproduce el relato que hiciera Allende _en un discurso de noviembre de 1963, en homenaje al Frente Popular_ de la conducta del presidente Aguirre Cerda ante el alzamiento militar en contra de su gobierno, ocurrido el 25 de agosto de 1939, y denominado “El Ariostazo”, por el apellido del general Ariosto Herrera, que lo encabezara:  

“Ariosto Herrera, general de Chile, olvidando su juramento de lealtad a la Constitución, y a las leyes de la patria, sacó las tropas a la calle, y quiso derrocar al legítimo presidente elegido por el pueblo. Yo conocí de muy cerca la reacción de don Pedro. En la mañana al ser despertado, fue advertido por sus edecanes en el sentido de que las tropas marchaban contra el Palacio de La Moneda… Don Pedro, serenamente manifestó a sus edecanes: “Ustedes pueden y deben retirarse. Yo me quedaré aquí para que sepa Chile cómo muere un presidente constitucional cuando el Ejército olvida el cumplimiento de las leyes”. Los tres oficiales, [y] el edecán civil, ante esa lección tan parca, civil, espartana, de responsabilidad, contestaron: “No presidente, estaremos con usted”. Y pocas horas después Santiago entero estaba convulsionado. Salieron los obreros de la Municipalidad. Yo llegué hasta la maestranza de San Bernardo y volví con los trabajadores apretujados en carros [de ferrocarril] y junto con densas multitudes de hombres y mujeres, sin armas, con el arma de su convicción, con la tremenda arma moral de su fe, rodearon los cuarteles.        

Eran cincuenta, cien mil personas y La Moneda era un enjambre de chilenos y el general faccioso y los heroicos soldados rebeldes, sin disparar un solo tiro, se rindieron a un pueblo sin armas, pero con un arma que vale más que las armas: el respeto a la convicción ciudadana, a la voluntad popular; el respeto al presidente elegido por ellos mismos; el respeto a Chile y sus tradiciones” (1).     

No cabe duda que Allende se equivocaba al concluir aquí que la pura fuerza numérica y moral del pueblo y su presidente desarmados, pudieron entonces más que la fuerza bruta y decidida de las armas, pero es innegable que en este relato, y en el que citaremos a continuación, aunque algo dispares en sus detalles, se contiene la esencia de la doble lección, de política y moralidad, que Allende aprendió de don Pedro Aguirre Cerda, ese día de agosto de 1939, y que 34 años más tarde, enfrentado al golpe militar de 1973, Allende supo aplicar heroicamente.    

El día 14 de abril de 1970, es decir, apenas seis meses antes de ser elegido Presidente, Allende volverá a relatar aquella experiencia de 1939, en un extenso discurso que improvisará ante sus hermanos masones en el templo de la Gran Logia de Chile, en Santiago, y que dice así:   

¡Cómo fue combatido Pedro Aguirre Cerda! , ¡cómo se le motejó de vendido al oro de Moscú! , ¡cómo el Hermano Pedro Aguirre Cerda(2) fue artera y canallescamente combatido por las centenarias columnas del diario El Mercurio, para no hablar de las columnas de un diario confidencial, no tanto de esa época, pero de ahora, como El Diario Ilustrado!  

Pero si al ataque verbal, si a la ponzoña destilada todos los días, había que agregar la nota que expresara lo que siempre se ha hecho, no fue remisa la derecha chilena en demorarse y una tentativa de golpe militar se alzó  por el delito increíble, en una manifestación del pueblo, al término de ella, cuando los ministros y el presidente estaban en los balcones, y yo era ministro de Pedro Aguirre Cerda, se había apoyado en al Casa de Toesca, en el primer piso, un pendón rojo que llevaba algún obrero que tenía derecho por sus convicciones a llevarlo. Y entonces nace la tentativa de Ariosto Herrera, y la derecha chilena se confabula y la amenaza se cierne…       

Y el golpe militar se aplasta sin disparar un tiro, por la actitud consciente de las masas populares dirigidas por los partidos de vanguardia, los marxista de ayer y de hoy, y por la actitud moral de firmeza de un Hermano que tuvo siempre sentido de la dignidad del cargo que desempeñaba.

Me tocó  [a mí], y es un hecho que tiene ribetes de anécdota histórica, estar presente a las cinco de la mañana de ese día en La Moneda; junto a don Pedro, no esta[ba] allí otro hombre que [Roberto] Wachholtz, quien fuera ministro [de Hacienda] de don Pedro, yo, y misia Juanita, cuando el edecán, Venerable Maestro(3), vino a decirle al Presidente Aguirre Cerda que estaban listos los autos frente a la amenaza que se cernía de las tropas que avanzaban hacia La Moneda. Y yo oí y aprendí y nunca olvidaré lo que es la firmeza serena de la dignidad hecha hombre. Don Pedro Aguirre Cerda le dijo [al edecán]:

“Usted está formado para luchar, use los autos. Yo soy un hombre de derecho. Saldré de aquí con los pies hacia delante, pero jamás abandonaré este cargo que el pueblo me entregó.” 

Y Allende termina su evocación vinculando al presidente radical con la otra gran figura  de la trilogía heroica de la historia de Chile:   

Con esa respuesta quedaba definitivamente establecido el hecho de que don Pedro Aguirre, pequeño y moreno, chilenazo y masón, tenía un alma y una conciencia que ha hecho posible, además, que su recuerdo se incorpore al corazón agradecido del pueblo que sabe, sin saberlo, que muy distante de él, tan solo otro Presidente, Balmaceda, en otro recodo de la historia, puede compararse al gobierno de Pedro Aguirre Cerda que marcó una etapa en el proceso de desarrollo del pueblo chileno.(4)     

Existe otra versión de estos hechos que contiene un significativo detalle, que suponemos Allende debió haber conocido, pero que curiosamente no menciona en su discurso en homenaje al Frente Popular, ni en su discurso en la Masonería, ni en ninguna otra oportunidad que conozcamos; detalle que se consigna en el libro Chile entre dos Alessandri, del político e historiador Arturo Olavarría Bravo. De acuerdo con este relato es el propio Olavarría quien concurre personalmente a La Moneda, aquella mañana del 25 de agosto de 1939, para pedirle al Presidente Aguirre Cerda que abandone el palacio (como lo había hecho Arturo Alessandri en 1924), a lo que el mandatario responde, al tiempo que saca una pequeña pistola de su bolsillo: “De aquí no me sacarán sino muerto. Mi deber es morir matando en defensa del mandato que me entregó el pueblo.” (5).        

Por cierto, como observara Joan Garcés, la situación y contexto del intento golpista del general Ariosto Herrera eran completamente diferentes del golpe de estado de 1973:

“En 1939, el general Herrera estaba impulsando un putsch “a la chilena”, con recursos y horizontes eminentemente locales. No tenía detrás el impulso y mediatización de los servicios del Pentágono de Estados Unidos, [ni] los imperativos de la política de Henry Kissinger”. (6) 

Es decir, Allende y su gobierno no pudieron resistir el embate combinado de la derecha chilena unificada, de las fuerzas militares golpistas, y de las poderosas fuerzas del  Imperio dirigido entonces por Richard Nixon; quien hizo uso de todos los cuantiosos recursos a su alcance para estimular, asesorar y financiar el Golpe y sus acciones preparatorias.

De allí, entonces, que no hayan sido suficientes ni el valor, ni la dignidad, del Presidente para  detener, o derrotar, el golpe de 1973. Sin embargo, y precisamente, por obra de la fuerza de esos valores que Allende supo defender con su propia vida, al caer en La Moneda, su figura se potenciaría  hasta alcanzar la estatura universal de una especie de nuevo padre de la patria amenazada, que junto con transformarse en el primer acusador de los crímenes de la dictadura, llegó a constituirse en el símbolo y en la encarnación de los combates populares  del presente y del futuro de Chile. 

Notas:
1.  Diana Veneros, Allende. Un ensayo psicobiográfico, Santiago, Editorial Sudamericana, 2003, págs. 391-392.

2. Tal como Allende, el presidente Aguirre Cerda fue, también, un connotado masón, habiendo ingresado a los 27 años de edad a la Logia Justicia y Libertad No. 5, de la ciudad de Santiago. Hoy existe, incluso, una logia que lleva su nombre, la Logia Educador Pedro Aguirre Cerda No. 153. 

3. Se llama Venerable Maestro al jefe de una logia masónica. Es costumbre que allí un orador se dirija al Venerable Maestro en sus intervenciones y discursos, como lo hace Allende.   

4. Juan Gonzalo Rocha, Allende Masón. La visión de un profano, Santiago, Editorial Sudamericana, 2000, págs, 34-35. 

5. Citado por Rocha, Op.Cit., pág. 109. 

6. Joan E. Garcés, Allende y la experiencia chilena. Las armas de la política, Santiago, Edicones BAT, pag. 381.

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