Siempre que nos enfrentamos a un fenómeno físico o cultural buscamos en
el aparente caos de datos y de observaciones el orden subyacente que lo
explica. Una paradoja, por ejemplo, es una contradicción aparente que
exige el descubrimiento de su lógica interna, la proeza intelectual,
según Ernesto Sábato, de advertir que “una piedra que cae y la Luna que
no cae son el mismo fenómeno”.
La unidad y el orden han sido premisas en casi todas las teorías y
cosmogonías a lo largo de la historia humana. La palabra cosmos, de
origen griego, significa “orden” (maat para los antiguos egipcios). En
numerosos mitos cosmogónicos el universo surge del caos, incluso en
aquellos que afirman la intervención de un Creador personal. Para la
tradición judeocristianomusulmana, el bien es la unidad, Dios, Uno. El
demonio era el Heterodoxo o era la dualidad, el dos, la maldición de lo
femenino que lo masculino, el tres, repara (Dorneus, 1602).
Sin embargo, sin el conflicto, sin la dualidad y la diversidad no
hubiese historia bíblica ni hubiese Dios creando el mundo. Los
conflictos y las contradicciones son un atributo de la diversa narrativa
bíblica que nunca sería reconocido por un creyente tradicional.
Desde un punto de vista teológico, también la dualidad, la creación y el
pecado, el Bien y el Mal inevitablemente surgen del Uno, Dios. Lo mismo
podemos entender de las religiones asiáticas. No así las religiones
amerindias, sobre todo las prehispánicas, donde el conflicto es, de
forma explícita, combustible del Cosmos, orden casi amoral del
equilibrio de lo diverso y de los opuestos.
La ciencia moderna, surgida del neoplatonismo de los Copérnicos y los
Galileos, no podía ser una excepción. Einstein se maravillaba que el
mundo sea inteligible y nunca dejó de buscar la teoría que unificara el
macro y el microcosmos y evitara el juego de probabilidades e
incertidumbres. Uno de los principios de esa razón inteligible es el
principio de unidad, que no permitía a la naturaleza (mejor dicho, a las
representaciones de la naturaleza) afirmaciones contradictorias. Algo
no podía ser y no ser al mismo tiempo, como la luz no podía ser onda y
fotón a principios del siglo XX.
Stephen Hawking, en A Brief History of Time (1988), resolvió estas
perplejidades epistemológicas con una tautología: “vemos el universo de
la forma que es porque existimos”. El Universo posee un orden del cual
extraemos leyes generales o las leyes generales, las teorías y hasta los
actos de fe, son la forma que tenemos los humanos de relacionarnos con
ese Universo diverso, cúmulo caótico de impresiones sobre nuestros
sentidos.
Ahora, en la naturaleza física las contradicciones son apenas fuerzas
opuestas. En filosofía clásica las contradicciones eran pruebas de un
razonamiento defectuoso cuyo nombre ha pasado a la lista de palabras
obscenas. En la naturaleza psicológica las contradicciones son
expresiones de represión.
Pero para la historia, quizás las contradicciones sean el motor creador.
Los ejemplos abundan. Norman Cantor ha observado en The American Century
(1997) una incompatibilidad sustancial entre el marxismo y el
modernismo. Como la teoría de Charles Darwin, el marxismo es heredero no
sólo del heguelismo sino del pensamiento victoriano en general desde el
momento en que explica un fenómeno recurriendo a su historia. La
Modernidad o, mejor dicho, el movimiento moderno de finales de siglo XIX
y principios del siglo XX representado particularmente en el Art
Nouveau y las vanguardias que le siguieron, desde el futurismo hasta el
surrealismo, es una reacción “por agotamiento” del pensamiento y la
moral victoriana. El pensamiento victoriano se funda en el historicismo y
su miedo y reacción ante el caos de las primeras etapas de la
Revolución Industrial —pobreza, criminalidad y diversos movimientos
sociales— funda la policía moderna y la moral rígida, al menos en el
discurso, el sermón y el castigo.
El pensamiento moderno no. Fue parricida; por momentos pretendió
establecerse como una nueva historia y una nueva naturaleza, como una
fórmula matemática que es producto de una larga historia pero no la
reconoce en sí misma ni la necesita para evidenciarse verdadera.
El marxismo y el pensamiento moderno, el primero de raíz victoriana (lo
cual es por lo menos otra paradoja) y el segundo antivictoriano,
antiautoritario por lo que tenía de iluminista, fueron socios en su
ataque al orden burgués y conservador, sobre todo en el siglo XIX y
hasta el tercer cuarto del siglo XX. Sin embargo este conflicto se
evidencia con la condena al arte moderno y al resto del pensamiento
moderno luego del triunfo de la revolución rusa de 1917 y, sobre todo,
del posterior estalinismo que condenó las vanguardias y la libertad
creadora del individuo moderno.
El arte y el pensamiento moderno apuntaron contra el poder establecido
de los Estados, se enfocaron —aquí el aspecto romántico del que carecía
la mentalidad victoriana y el marxismo científico— en la subjetividad y
la libertad del individuo sobre las fuerzas deterministas de la
historia, de la economía o de la religión.
En el siglo XX, sobre todo en América Latina, podemos encontrar esta
unión conflictiva de ambas fuerzas. Bastaría con leer las acciones y
toda la obra escrita de Ernesto Guevara y de los intelectuales de
izquierda más importantes del continente: el modernismo en la valoración
de la libertad creativa del individuo y la época victoriana en el valor
de la moral sobre las condiciones económicas; la realidad de cierto
determinismo económico en la cultura popular que hunde sus raíces en el
marxismo y el romanticismo del individuo que quiere ser pueblo pero ante
todo es un individuo vanguardista. La razón marxista del progreso de la
historia a través de una clase industrial, proletaria, y la valoración
del origen perdido, de los valores agrícolas propio de los pueblos
originarios.
Estas y otras contradicciones serán valoradas por los militantes de
izquierda como inexistentes o circunstanciales o propias de un contexto
contradictorio, como lo es el capitalismo y el orden burgués. Y como
defectos de la narrativa política e ideológica, por la derecha. Todos
unirán el valor de las contradicciones a sus adversarios sin advertir la
naturaleza diversa de las contradicciones, como las bacterias o los
tipos de colesterol.
Sospecho que no habría historia, de la buena y de la mala, sin cierto tipo de contradicciones sustanciales.
En nosotros, los individuos, las contradicciones son una condición
humana. En nosotros, los pueblos, las contradicciones abren y cierran
caminos, provocan revoluciones y largos períodos de status quo.
¿Qué seríamos sin nuestras contradicciones? ¿Quién puede reclamar una
perfecta coherencia en su vida y en sus ideas? ¿Qué sería la historia
sin esa permanente tensión que la mantiene en marcha, en un estado de
fiebre inestable, siempre en búsqueda de la lógica de la perfecta
coherencia, que es el mayor de todos los delirios?
August 2010.
– El auto res académico uruguayo en la Jacksonville University, EE.UU.
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