No es fácil conocer la actuación de Jesús ante la mujer. A las dificultades que ofrecen siempre las fuentes para reconstruir su figura histórica, se añaden en este caso al menos otras tres. Todas las fuentes cristianas están escritas por varones que, como es natural, escriben desde una perspectiva masculina y reflejan la experiencia y actitud de los varones, no lo que sentían y vivían las mujeres. Por otra parte, emplean un lenguaje sexista masculino que oculta de manera inconsciente la presencia de la mujer; cuando se nos dice que Jesús curaba «enfermos», sabemos que cura a «enfermos y enfermas», pero cuando habla de «discípulos», ¿está designando con este lenguaje genérico a «discípulos y discípulas»? Por último, a lo largo de los siglos, exégetas varones han impuesto una lectura tradicional masculina de los textos. Por todo ello, para actuar con rigor hemos de tener en cuenta que la información sobre Jesús nos llega desde una sociedad patriarcal por medio de escritores que han sido interpretados tradicionalmente por un cuerpo de exégetas varones.
1. La condición de la mujer judía
Para valorar correctamente la actuación de Jesús, hemos de conocer cuál era la condición de la mujer en aquella sociedad. ¿Qué es lo que Jesús conoció en su propia familia, en su aldea, en la sinagoga o entre sus amigos varones?
Menospreciadas por los varones
En aquella sociedad controlada y dominada por varones, la mujer era considerada como «propiedad» del varón. Primero, pertenece a su padre; al casarse, pasa a ser de su esposo; si queda viuda, pertenece a sus hijos. Es impensable una mujer con autonomía propia [1]. Por eso, según un viejo relato, Dios creó a la mujer sólo para darle una «ayuda adecuada» al varón, aunque, lejos de ayudarle, le indujo a comer del fruto prohibido provocando la expulsión del paraíso[2]. A partir de aquí, en la memoria del pueblo israelita se fue desarrollando una idea muy negativa de la mujer: ha de estar siempre sometida al varón pues es fuente de tentación y pecado. Es lo que le enseñaron a Jesús.
También le advirtieron de que la mujer era «fuente de impureza». Según el Código de santidad ritual[3], quedaba impura durante su menstruación y como consecuencia de los partos. Nadie debía acercarse a ella en ese estado pues las personas y los objetos tocados por una mujer impura quedaban contaminados en el acto. Esta era, probablemente, la principal razón por la que eran excluidas del sacerdocio y separadas de las áreas más sagradas del templo.
Jesús respiró esta visión negativa de la mujer. Según el escritor judío, Filón de Alejandría, contemporáneo de Jesús, mientras el varón se guía por la razón, la mujer se deja llevar por la sensualidad. Flavio Josefo resume bien el sentir generalizado en el judaísmo del siglo primero: «Según la Torá, la mujer es inferior al varón en todo»[4].
Sin sitio en la vida social
Dada su condición, la mujer ha de ser recluida dentro de la casa para que no ponga en peligro el honor de la familia y esté al servicio permanente del varón al que llamaba «baalí», «mi señor». Sus deberes eran siempre los mismos: moler el trigo, cocer el pan, cocinar, tejer, hilar, lavar el rostro, las manos y los pies al varón. Pero su principal cometido era doble: satisfacer sexualmente al esposo y darle hijos varones para asegurar el futuro de la familia y la defensa de su honor[5].
Fuera del hogar, las mujeres propiamente «no existían». No podían alejarse de la casa sin ser acompañadas por un varón y sin ocultar su rostro con un velo. No tomaban parte en nada. No podían participar en banquetes fuera de su hogar. No hablaban en público. Su testimonio no tenía validez. Si alguna andaba fuera de casa sin la vigilancia de un varón, tomando parte en comidas junto a hombres, su comportamiento era considerado como propio de una mujer de mala reputación. Jesús lo sabía cuando aceptó a mujeres entre sus discípulos.
Marginadas de la vida religiosa
El sujeto de la vida religiosa era el varón. La presencia de las mujeres no era necesaria. Ante la Torá no tenían la misma dignidad que el varón. No se las iniciaba en el estudio de la Ley, ni los rabinos las aceptaban como discípulas. No tenían la obligación de recitar diariamente el «Shema» como los varones, ni de subir en peregrinación a Jerusalén en las grandes fiestas judías. Ocupaban un lugar separado de los varones en el Templo y, probablemente, en las sinagogas. En realidad, no se contaba con ellas como sujetos activos del culto de la Alianza[6].
Resumiendo, podemos decir que las mujeres judías, privadas de autonomía, siervas de su propio esposo, recluidas en el interior de la casa, sospechosas siempre de impureza ritual, discriminadas religiosa y jurídicamente, constituían por los años treinta un sector profundamente marginado en la sociedad judía[7]. Es significativa la oración que, años más tarde, recomendaba el rabino Jehudá para ser recitada por los varones: «Bendito seas Dios porque no me has creado pagano ni me has hecho mujer ni ignorante».
2. La mirada diferente de Jesús
Sorprende ver a Jesús rodeado de tantas mujeres: amigas entrañables como María de Magdala o las hermanas Marta y María de Betania; seguidoras fieles como Salomé; mujeres impuras como la hemorroisa o paganas como la sino-fenicia. De ningún profeta se dice algo parecido. ¿Qué encontraban en él aquellas mujeres judías? ¿Qué las atraía tanto? Sin duda, veían en Jesús una actitud diferente. No había en él animosidad ni desprecio alguno. Sólo respeto, defensa y una ternura desconocida.
Jesús empezó por cuestionar los estereotipos vigentes en aquella sociedad. En contra de la tendencia general que prevenía a los varones ante la mujer como ocasión y fuente de pecado, Jesús pone el acento en la responsabilidad de los hombres y en su propia lujuria: «Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón»[8].
Jesús corrige también la valoración que se hace de la mujer atribuyéndole como ideal supremo la fecundidad. En cierta ocasión una mujer del pueblo alaba a su madre ensalzando lo más importante de una mujer en aquella cultura: un vientre fecundo y unos pechos capaces de amamantar. Dice así: «¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron!». Jesús ve las cosas de otra manera. Tener hijos no es todo en la vida. Hay algo más importante para una mujer: «Dichosas más bien las que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen»[9]. La grandeza de toda mujer arranca de su capacidad de escuchar el mensaje del reino y entrar en él.
En otra ocasión, Jesús corrige en casa de sus amigas Marta y María la visión de que la mujer se ha de dedicar exclusivamente a las tareas del hogar: «Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la buena parte, que no le será quitada». La mujer no ha de quedar reducida a la esclavitud de las faenas del hogar. Tiene derecho a algo mejor y más decisivo: la escucha de la Palabra de Dios[10].
Jesús reacciona también con valentía contra el doble criterio de moralidad que se emplea en la sociedad judía para enjuiciar de manera desigual el comportamiento de la mujer y el varón. Traen a Jesús a una mujer sorprendida en adulterio con la intención de lapidarla[11]. Mientras tanto, nadie habla del varón aunque, paradójicamente, era al varón a quien la Torá exigía no poseer a una mujer que ya pertenece a otro. Al legislar, sólo se piensa en los varones como verdaderos responsables de la sociedad. Luego, al reprimir el delito, se castiga a las mujeres como las verdaderas culpables[12]. Jesús no soporta esta hipocresía machista: «Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra». Los acusadores se van retirando avergonzados. Sin duda, son ellos los más responsables de los adulterios que se cometen en aquellas aldeas. La conclusión es conmovedora. Jesús se dirige con ternura y respeto a aquella mujer que permanece allí humillada y avergonzada: «Mujer…, ¿nadie te ha condenado?» La mujer responde atemorizada: «Nadie, Señor». Jesús le dice: «Tampoco yo te condeno. Vete, y, en adelante, no peques más». Aquella mujer no necesita más condenas. Jesús confía en ella, quiere para ella lo mejor y la anima a no pecar. Pero, de sus labios no brota ninguna condena.
3. Una manera nueva de valorar a la mujer
Jesús tenía la costumbre de hablar explícitamente de las mujeres sin encerrarse en un lenguaje o pensamiento androcéntrico que todo lo considera desde la perspectiva del varón. Con una sensibilidad insólita en su tiempo convierte a las mujeres en protagonistas de sus parábolas. Habla del «amigo impertinente» que logra ser escuchado por su vecino, pero también de la «viuda inoportuna» que reclama tenazmente sus derechos hasta conseguir que le hagan justicia[13].
Jesús sabía valorar en toda su dignidad el trabajo de las mujeres. Narraba la «parábola del sembrador», pero contaba también la de «la mujer que introducía levadura» en la masa de la harina. Las mujeres se lo agradecieron. Por fin, alguien se acordaba de su trabajo. Para poder comer pan, era importante la siembra de los varones, pero también el trabajo que ellas hacían antes del amanecer[14].
Una parábola sorprendió a todos de manera especial. Jesús habla de un padre conmovedor que salió al encuentro de su hijo perdido; habló de un pastor que no paró hasta encontrar su oveja perdida; pero habló también de una mujer angustiada que barrió con cuidado su casa hasta encontrar la monedita que había perdido[15]. Este lenguaje rompía todos los esquemas tradicionales. Un padre acogedor o un pastor que busca a su oveja son metáforas dignas para pensar en Dios. Pero, ¿cómo se le puede ocurrir a Jesús hablar de esa pobre mujer? Ya se sabe, las mujeres son así: pierden cosas, luego lo revuelven todo, barren la casa… Para Jesús, esa mujer barriendo su casa es una metáfora digna del amor de Dios por los perdidos.
No era sólo en sus parábolas. Jesús aprovechaba cualquier ocasión para presentar a las mujeres como modelo de generosidad o fe grande. Sólo unos ejemplos. Jesús observa que una pobre viuda echa al cepillo del templo dos moneditas. Otros han depositado cantidades importantes. Jesús, sin embargo, dice a sus discípulos: «Ésta viuda pobre ha echado más que nadie… pues ha echado todo lo que tenía para vivir». El gesto humilde de la mujer no ha sido observado por nadie. Para Jesús, sin embargo, es un ejemplo preclaro de renuncia a todos los bienes, que es lo primero que pide a quien desea ser su discípulo[16].
Según otro relato, una mujer tímida y avergonzada se acerca a Jesús con la esperanza de quedar curada de su enfermedad. Lleva muchos años sufriendo pérdidas en un estado de impureza ritual que la obliga a alejarse de todos. Tal vez, tocando su manto, se curará. La curación se produce y Jesús le obliga a confesar todo lo ocurrido. No tiene miedo a quedar contaminado. Lo que desea es que todos conozcan la fe de la mujer: «Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad». La actuación de esta mujer es un ejemplo de esa fe que tanto echa en falta incluso entre sus seguidores más cercanos[17].
Más sorprendente es todavía el caso de una mujer desconocida de la región pagana de Tiro. Angustiada, se acerca a Jesús para pedirle que cure a su hija poseída por un demonio. Jesús la recibe con una frialdad inesperada. Él se siente enviado a las ovejas de Israel; no se puede dedicar ahora a los paganos; «Espera primero que se sacien los hijos, pues no está bien tomar el pan de los hijos y echarlos a los perritos». La mujer no se ofende. Retomando la imagen empleada por Jesús, le replica de manera inteligente y confiada: «Sí, Señor; que también los perritos comen bajo la mesa migajas de los niños». Jesús comprende que el deseo de esta mujer coincide con la voluntad de Dios que no quiere ver sufrir a nadie. Conmovido y admirado, le dice así: «Mujer, grande es tu fe; que suceda como tú quieres»[18]. La «fe grande» de esta mujer es un ejemplo para los discípulos de «fe pequeña». Pero lo más sorprendente es que Jesús se deja enseñar y convencer por ella. Esta mujer tiene razón: aunque la misión de Jesús se limite a Israel, la compasión de Dios ha de ser experimentada por todos sus hijos e hijas, incluso aunque no pertenezcan al pueblo judío. En contra de lo imaginable, esta mujer pagana ha ayudado a Jesús a comprender mejor su misión[19].
4. Acogida incondicional
Es difícil imaginar cómo vivían las mujeres su estado casi permanente de impureza ritual. Tal vez lo que más les hacía sufrir era su sensación de alejamiento del Dios Santo de Israel. Jesús no se detuvo nunca a criticar el «Código de pureza». En ningún momento se entretuvo en cuestiones de sexo y pureza. Sencillamente, empezó a actuar como si no existiera norma alguna. Se acercó a las mujeres sin temor alguno y trató abiertamente con ellas sin dejarse condicionar por prejuicios enraizados en la tradición.
Las mujeres que se acercaron a Jesús pertenecían, en general, al estrato más bajo de la sociedad. Mujeres solas y sin recursos, de fama dudosa: viudas prematuras, esposas divorciadas, solteras sin protección. Había también algunas prostitutas rurales, consideradas por todos como la peor fuente de impureza. Jesús las acogía a todas. Prostitutas y publicanos se sentaban a su mesa. Aquella no era la «mesa santa» de los «varones de santidad» de Qumrán ni tampoco la «mesa pura» de los grupos fariseos. Aquella mesa era símbolo y anticipación del reino de Dios. Allí se podía ver cómo los «últimos» del pueblo santo y las «últimas» de aquella sociedad patriarcal eran los «primeros» y las «primeras» en el reino de Dios.
La presencia de estas mujeres en las comidas de Jesús resultaba escandalosa. Tomar parte en banquetes fuera de casa acompañando a varones era considerado propio de mujeres de vida promiscua. Por otra parte, los recaudadores tenían fama de vivir cerca del mundo de las prostitutas[20]. A los adversarios de Jesús no les era difícil desacreditarlo. Él, sin embargo, que los acogía a todos desde la compasión de Dios, se atrevió a desafiarlos de manera provocativa: «los recaudadores y las prostitutas entran en el reino de Dios antes que vosotros»[21].
5. Un espacio sin dominación masculina
Sería anacrónico presentar a Jesús como un precursor del feminismo, comprometido en la lucha por conseguir la igualdad de derechos del hombre y la mujer. Sin embargo, su fe en el reino de Dios y su defensa de los últimos le llevó a poner en crisis costumbres, tradiciones y prácticas que oprimían a las mujeres en aquella sociedad patriarcal.
Es impensable encontrar en Jesús exhortaciones dirigidas a mujeres para concretar sus deberes domésticos y su sumisión al varón, como se pueden encontrar en la Misná o en las primeras comunidades cristianas[22]. Lo que más hacía sufrir a las mujeres era saber que, en cualquier momento, su esposo las podía repudiar abandonándolas a su suerte. Este derecho del varón se basaba nada menos que en la Torá: «Si resulta que la mujer no halla gracia a los ojos del varón porque descubre en ella algo que no le agrada, le redactará un libelo de repudio, se lo pondrá en la mano y la despedirá de su casa»[23]. Los escribas discutían el sentido de estas palabras. Según Shamai sólo se podía repudiar en caso de adulterio; según los seguidores de Hillel bastaba encontrar en la esposa «algo desagradable». Mientras los doctos varones discutían, las mujeres no podían alzar su voz para defender sus derechos.
El planteamiento llegó hasta Jesús: «¿Puede el marido repudiar a la mujer?». La respuesta de Jesús sorprendió a todos. Si el repudio está en la Ley, es por la «dureza de corazón» de los varones y su actitud machista, pero el proyecto original de Dios no fue un matrimonio patriarcal. Dios creó al varón y a la mujer para que fueran «una sola carne». Por eso, «lo que Dios ha unido, que no lo separe el varón»[24]. Apoyándose en la voluntad originaria de Dios, Jesús pone fin al privilegio machista del repudio y exige para las mujeres una vida más segura, digna y estable dentro del matrimonio. Dios no quiere estructuras que generen superioridad del varón y sumisión de la mujer. En el reino de Dios tendrán que desaparecer.
Esto es, precisamente, lo que sugería Jesús al formar una «familia nueva» en la que desaparece el padre patriarcal pues sólo Dios es Padre de todos. Respondiendo al aviso que le pasan sobre su madre y sus hermanos que han venido a llevárselo, Jesús responde: «Éstos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre»[25]. Los seguidores de Jesús forman una familia donde no hay padres. Sólo el del cielo. Nadie puede ocupar su lugar. En el reino de Dios no es posible reproducir las relaciones patriarcales. Todos han de renunciar al poder y dominio sobre los demás para vivir al servicio de los más débiles y pequeños.
En otra ocasión, Jesús responde así a Pedro que pregunta por el futuro de quienes lo han dejado todo por seguirle: «Nadie quedará sin recibir el ciento por uno: ahora, al presente, casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y campos (con persecuciones) y en el mundo futuro, vida eterna»[26]. Sus seguidores encontrarán un nuevo hogar y una nueva familia. Pero no encontrarán padres. Nadie ejercerá sobre ellos una autoridad dominante. Desaparece el «padre» entendido de manera patriarcal como varón dominador, amo que se impone desde arriba, señor que mantiene sometidos a la mujer y a los hijos. En el seguimiento de Jesús los varones pierden poder, las mujeres y los niños ganan dignidad. El reino de Dios es un espacio sin dominación masculina.
Las fuentes han conservado también un texto fuertemente antijerárquico donde Jesús pide a sus seguidores que no se conviertan en un grupo dirigido por sabios «rabinos», «padres» autoritarios o «dirigentes» elevados sobre los demás. Se pone en boca de Jesús estas palabras: «No llaméis a nadie “Padre” vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre: el del cielo»[27]. Nadie ha de llamarse ni ser «Padre» en la comunidad de Jesús. Solo el del cielo. Jesús lo llama «Padre» no para legitimar estructuras patriarcales de poder en la tierra, sino, precisamente, para impedir que entre los suyos alguien pretenda la «autoridad de Padre» reservada exclusivamente a Dios.
6. Discípulas de Jesús
Las mujeres siguieron a Jesús desde Galilea a Jerusalén y no le abandonaron ni en la momento de su ejecución. Escuchaban su mensaje, aprendían de él y le seguían de cerca lo mismo que los discípulos varones. El hecho es incontestable y sorprendente pues, en los años treinta y todavía más tarde, las mujeres no eran aceptadas como discípulas por ningún maestro. ¿Quiénes eran estas mujeres? ¿Qué hacían entre aquellos hombres? ¿Eran discípulas de Jesús en el mismo plano y con los mismos derechos que los discípulos varones?
Nunca se dice que Jesús las llamó individualmente, como, al parecer, hizo con algunos varones, no con todos. Probablemente, se acercaron ellas mismas atraídas por su persona y Jesús las invitó a quedarse. En ningún momento se las excluye en razón de su sexo o por motivos de impureza. Son «hermanas». En el seguimiento de Jesús ya no hay dominio de los varones sobre las mujeres. El profeta del reino solo admite un discipulado de iguales.
Conocemos el nombre de algunas seguidoras de Jesús. No son las únicas ni mucho menos[28]. Al parecer, hay un grupo de tres que gozan de una cercanía especial a Jesús: María de Magdala, María, la madre de Santiago el menor y de Joset y Salomé[29]. Las mujeres siguieron a Jesús hasta el final y tuvieron una presencia muy significativa en los últimos días de su vida. Cada vez hay menos dudas de que tomaron parte en la última cena. ¿Por qué iban a estar ausentes de esa cena de despedida ellas que, de ordinario, comían con él? [30] Su reacción ante la crucifixión es admirable. Mientras los varones huyen, ellas permanecen fieles y siguen «desde lejos» la ejecución. Pero, sin duda lo más significativo es su protagonismo en el origen de la fe pascual. El anuncio primero de la resurrección de Jesús estuvo ligado a las mujeres. Muy probablemente, fueron ellas las primeras en experimentar al resucitado y las que se movieron para reunir de nuevo a los varones que se habían dispersado[31].
La presencia de estas mujeres en el grupo de discípulos no es secundaria o marginal. Al contrario, en muchos aspectos, ellas son modelo de verdadero discipulado. Las mujeres no discuten, como los varones, sobre quién será mayor en el Reino Dios. Están acostumbradas a ocupar siempre el último lugar. Lo suyo es «servir»[32]. De hecho, eran ellas probablemente las que más se ocupaban de «servir a la mesa» y de otras tareas semejantes. No hemos de ver en este trabajo una ocupación propia de mujeres. Para Jesús, es modelo de lo que ha de ser la actuación de todo discípulo: «¿Quién es mayor, el que está a la mesa o el que sirve ¿No es el que está a la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve»[33]. Tal vez, en alguna ocasión, él mismo se ponía a servir uniéndose a las mujeres e indicando a todos la orientación que debía tener su vida de discípulos[34].
Sin embargo, nunca se llama a estas mujeres «discípulas» por la sencilla razón de que no existía en arameo un término para designarlas así. El fenómeno de unas mujeres integradas en el grupo de discípulos de Jesús era tan nuevo que todavía no existía un lenguaje adecuado para expresarlo[35]. No podían llevar el nombre pero Jesús las consideraba y trataba como verdaderas discípulas.
7. La mejor amiga de Jesús
Jesús trató con afecto a mujeres muy cercanas a él, como Salomé o María, la madre de Santiago y Joset. Tuvo amigas muy queridas como Marta y María, las hermanas de Lázaro. Pero su amiga más entrañable y querida fue María, una mujer oriunda de Magdala, un pueblo situado junto al lago Tiberiades famoso por sus conservas de pescado. Ella ocupó un lugar especial en el corazón de Jesús y en el grupo de discípulos. Nunca aparece vinculada a ningún varón como otras mujeres. Tiene personalidad propia. Magdalena es de Jesús. A él seguirá fielmente hasta el final, liderando al resto de discípulas. Ella será la primera en encontrarse con Jesús resucitado, aunque Pablo no le dedique ni una sola palabra en su lista de testigos de la experiencia pascual.
Apenas sabemos nada de la vida de María. Sólo se nos dice que era una mujer «poseída por espíritus malignos» a la que Jesús curo «expulsando de ella siete demonios»[36]. Este hecho fue el comienzo de una adhesión decisiva a Jesús. Antes de conocerlo, vivía desquiciada por completo, desgarrada interiormente, sin identidad, víctima indefensa de fuerzas malignas que la destruían. No sabía lo que era vivir de manera sana. Su vida no tenía centro. Encontrarse con Jesús fue para María comenzar a vivir. Por primera vez estaba con un hombre que la amaba de verdad, desde el amor y la ternura de Dios. En él encontró su centro. En adelante no sabría vivir sin él. De otros se dice que lo dejaron todo para seguir a Jesús. Probablemente, María no tenía nada que dejar. Jesús era el único que la hacía vivir. María ya no lo abandonó jamás.
Según algunas fuentes, María fue la primera mujer en encontrarse con el resucitado y en comunicar su experiencia a los discípulos sin lograr que le dieran crédito. Jesús «se apareció primero a María Magdalena, de la que había expulsado siete demonios. Ella fue a comunicar la noticia a los que habían vivido con él, que estaban tristes y llorosos. Ellos, al oír que vivía y que había sido visto por ella, no le creyeron»[37]. El evangelista Juan nos ha trasmitido un relato conmovedor del encuentro de María con Jesús resucitado. La crucifixión fue para ella un trauma desgarrador. Habían matado a quien era todo para ella, pero María no podía dejar de amarlo. Necesitaba aferrarse al menos a su cuerpo muerto. Cuando Jesús se presenta ante ella lleno de vida, María, cegada por el dolor y las lágrimas, no le reconoce. Sólo cuando Jesús la llama por su nombre con la ternura de siempre: «¡Miriam!» María lo reconoce rápidamente: «¡Rabbuni!» «¡Maestro mío!» [38]. Esta mujer que no podía vivir sin él fue, probablemente, la primera en descubrirlo lleno de vida después de su muerte.
María no fue olvidada entre los primeros cristianos. En los ambientes gnósticos del siglo segundo era recordada como seguidora fiel de Jesús, amiga cercana y entrañable, y testigo privilegiada del resucitado. Los escritos gnósticos desarrollan leyendas y dichos muy propios de su ambiente, pero reflejan una situación real: el importante papel que María Magdalena ocupó en algunos ambientes como intérprete autorizada de Jesús con el mismo rango que Pedro y otros discípulos, y las tensiones que pudieron existir con los varones[39].
8. Algunas tareas básicas
A modo de conclusión, podemos resumir así la actuación de Jesús ante la mujer: 1) Jesús suprime o corrige esquemas y criterios de valoración que favorecen una visión negativa de la mujer como un ser inferior al varón. 2) La dignidad última de la mujer no está en la maternidad ni en la atención a las faenas del hogar. Según Jesús, la mujer, lo mismo que el varón, está llamada a escuchar la Palabra de Dios y cumplirla. 3) Jesús critica una sociedad patriarcal que favorece una relación de dominio y poder del varón sobre la mujer. Dios no bendice estructuras que generan superioridad del varón y sumisión de la mujer. 4) Jesús concibe su movimiento de seguidores y seguidoras como un «espacio sin dominación masculina». En la «nueva familia» que Jesús va formando al servicio del reino de Dios desaparece la «autoridad patriarcal» de los varones. 5) Las mujeres son aceptadas por Jesús como discípulas en el mismo plano que los varones. Hombres y mujeres constituyen un discipulado de iguales, que tienen como único Padre al del cielo y como único Maestro a Jesús. 6) La llamada de Jesús arranca a varones y mujeres de la familia patriarcal en la que vivían. Ahora, junto a él, los varones pierden poder y las mujeres ganan dignidad. Solo así se va formando una sociedad nueva, fraterna y solidaria, al servicio de los más débiles y pequeños. Esta sociedad anuncia y prepara el reino de Dios.
A partir de esta constatación no es difícil sugerir, aunque sea brevemente, algunas tareas básicas de quienes se sientan seguidores de Jesús.
Concienciación
Es la primera tarea urgente y decisiva. Es necesario revisar modelos negativos de mujer que se promueven (mujer – objeto; mujer relegada a tareas de esposa y madre, mujer inferior al varón…); revisar comportamientos, hábitos y costumbres que perpetúan el dominio del varón sobre la mujer; revisar visiones parciales, unilaterales y falsas de la mujer y lo femenino. Esta tarea de concienciación es necesaria en diferentes campos:
En el ámbito doméstico del hogar, ¿son nuestras familias y hogares hoy un lugar de renovación y trasformación de la relación varón – mujer o, más bien, «correa de transmisión» de un orden injusto de cosas que sigue reforzando y perpetuando el sometimiento de la mujer al varón? Las estremecedoras estadísticas del maltrato a las mujeres por parte de su pareja sólo son la punta del «iceberg» del increíble sufrimiento que soportan silenciosamente un número grande de mujeres a causa de abusos, desprecios, falta de respeto, humillaciones y violencia sexual de los varones.
En el ámbito de la escuela, ¿promueven los modelos actuales de coeducación una conciencia nueva en las relaciones varón – mujer?, ¿ha cambiado el talante de los educadores y educadoras de manera clara y positiva o se sigue trasmitiendo de mil formas una cultura patriarcal?
En el ámbito de la catequesis, la educación religiosa o la predicación de la Iglesia, ¿está presente una sensibilidad nueva hacia la mujer, más coherente y fiel al evangelio?, ¿no falta conciencia y responsabilidad en no pocos catequistas, educadores y predicadores? ¿por qué la Iglesia no predica a los varones llamándolos a la conversión? ¿Por qué el tema del maltrato a la mujer está tan poco presente en pastorales y documentos magisteriales?
En el ámbito del lenguaje hemos de renovar el lenguaje sexista usado de manera inconsciente en tantos campos de la sociedad y de la Iglesia (lenguaje litúrgico, lenguaje magisterial).
Revisión teológica
De manera general y a pesar de la valiosa incorporación de teólogas y biblístas, la teología, la predicación y la producción cultural religiosa está hecha desde la experiencia masculina y no es expresión de la totalidad humana, que es experiencia del varón y la mujer. La teología actual no es sólo una teología hecha por varones, sino que es, de ordinario, una teología masculina en la que, con frecuencia, no se observa una conversión al evangelio en este campo de la relación varón – mujer.
Por ello, es urgente promover un mejor conocimiento de la actuación de Jesús y del mensaje evangélico sobre la mujer para revisar todo lo que, dentro de la sociedad y de la Iglesia, no es fiel a su espíritu y sus exigencias.
Al mismo tiempo es necesaria una labor de purificación de la imagen de Dios falsamente masculinizada por una sociedad patriarcal. Dios no ha de ser utilizado para promover, mantener o reforzar la sumisión de la mujer al varón en ningún ámbito social, político o religioso.
Es también importante luchar contra una visión negativa de la mujer proveniente de raíces religiosas (mujer, origen de pecado; mujer tentadora; mujer inferior al varón; apoyo del hombre, etc.)
Dignidad de la mujer
Creo necesario promover una reacción más firme y contundente contra la manipulación de la mujer en la cultura moderna que destruye y vacía de contenido lo que teóricamente se dice sobre su dignidad. Pensemos en la instrumentalización de la mujer en la publicidad, la mujer como elemento decorativo en las relaciones públicas o la promoción de empresas. Es indigna la imagen de la mujer en ciertos spots publicitarios: una mujer vacía y superficial, obsesionada con sus cosméticos y sus perfumes, hecha para acariciar coches o electrodomésticos, fácil de engañar con regalos, joyas o piedras preciosas.
Este hecho social está muy asumido por la sociedad occidental y muestra una vez más la prepotencia masculina, la explotación de lo femenino como puro reclamo o la reducción de la mujer a su dimensión de atractivo sexual para el varón.
Hacia un nuevo «status»
Naturalmente, lo más decisivo es ir logrando que la mujer vaya teniendo en todos los ordenes (familiar, cultural, social, jurídico y religioso) el lugar que le corresponde en el mismo plano de igualdad y dignidad personal que el varón, sin sufrir discriminación o exclusión alguna en razón de su género.
Creo que entre los cristianos hemos de tomar conciencia de una situación injusta y poco fiel a Jesús: en la Iglesia la reflexión teológica, la responsabilidad pastoral, la dirección y toma de decisiones está prácticamente en manos de varones. Hemos de promover ya, sin esperar a nada, la responsabilidad y el protagonismo de la mujer en todos aquellos campos donde su participación no está impedida por alguna normativa jurídica, sino que se debe exclusivamente a nuestra negligencia, torpeza o falta de sensibilidad generalizada. Sería lo más normal que, dado el gran número de mujeres que colaboran en las comunidades cristianas, bastantes pasaran ya de la colaboración subordinada a la responsabilidad pastoral.
Respecto al tema de la ordenación de las mujeres para el ministerio presbiteral, solo haré un par de observaciones. El tema tiene hoy gran actualidad por la fuerza simbólica que encierra. Naturalmente, si se entiende la liberación de la mujer como la conquista del poder masculino, es evidente que la institución del sacerdocio es una de las pocas que continúan siendo inaccesibles a la mujer y quizás la única que se declara explícitamente como tal.
Esta cuestión, como se sabe, ha sido declarada «verdad definitiva» (no verdad dogmática), es decir, una cuestión sobre la cual no se ha de discutir. Esto no impide que sea hoy una de las cuestiones teológicas más debatidas y que un número importante de teólogos consideren que no hay argumentos teológicos decisivos para negar a las mujeres el acceso al sacerdocio.
Personalmente, pienso que el sacerdocio no es en estos momentos la meta primera y absoluta. Queda un largo camino por recorrer, de orden teológico, sicológico, cultural y práctico. Hemos de trabajar ahora mismo, sin esperar a nada, en hacer sitio a la mujer en niveles y órganos de decisión y responsabilidad. Hemos de crear un clima diferente donde el protagonismo y la participación de la mujer sea más normal y habitual. Sólo entonces será posible un planteamiento más sereno y constructivo de la participación de la mujer en todos los ámbitos y ministerios eclesiales, sin excluir el ministerio presbiteral.
– El autor es teólogo y sacerdote.
Notas:
1 Según el Decálogo del Sinaí, la mujer es una «propiedad» más del patrón de la casa: «No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo» (Éxodo 20, 17).
2 Génesis 2,4 – 3,24
3 Levítico 15, 19 – 30
4 Contra Apion II, 201
5 Al parecer, la mujer era respetada y querida en el ambiente del hogar tanto por su esposo como por sus hijos. Al menos, así lo pone de manifesto la literatura rabínica posterior.
6 Sólo tenían alguna importancia en la celebración doméstica del sábado pues se encargaban de encender las velas, pronunciar ciertas oraciones y cuidar algunos detalles rituales.
7 Hay algunos indicios para pensar que en las aldeas de Galilea las costumbres eran menos estrictas, y la mujer gozaba de más libertad y protagonismo: salían de casa con más facilidad, no siempre se cubrían con el velo, acompañaban a los varones en las faenas del campo.
8 Mateo 5, 28 – 29
9 Lucas 11, 27 – 28; Tomás 79, 1 – 3. Nunca es fácil asegurar la historicidad de episodios de estas características, pero las palabras de Jesús reflejan una idea muy suya: su familia la componen quienes cumplen la voluntad de Dios (Marcos 3, 35).
10 Lucas 10, 38 – 42. Muchos autores piensan que la escena ha sido creada por Lucas.
11 Juan 8, 1 – 11. Este episodio, integrado hoy en el evangelio de Juan, es probablemente un fragmento de un evangelio perdido. La escena, tal como está redactada, resulta inverosímil, pero, probablemente, Jesús defendió en algún momento a una mujer adúltera con esa actitud tan suya de acoger a los pecadores más despreciados.
12 Éxodo 20, 14 – 17.
13 Lucas 11, 5 – 8 y 18, 1 – 8. Al parecer, Jesús tuvo interés en que su mensaje fuera acogido por las mujeres pues seguramente eran ellas las que lo podían divulgar en el ámbito de la casa
14 Marcos 4, 3 – 8 y fuente Q (Lucas 13, 20 /Mateo 13, 33)
15 Lucas 15, 4 – 6; 15, 11 – 32; 15, 8 – 9
16 Marcos 12, 41 –44. Anécdotas de este estilo se encuentran con frecuencia en la literatura rabínica. No hay razones decisivas para negar su autenticidad.
17 Marcos 5, 24 – 34. Por lo general, se considera como núcleo histórico la curación de una mujer con hemorragias al contacto con Jesús. El resto del relato se puede deber al trabajo del narrador.
18 Marcos 7, 24 – 30. Algunos consideran el relato como una composición de la comunidad cristiana. Por lo general, se acepta básicamente su historicidad. Difícilmente se habría inventado entre los primeros cristianos un episodio en el que Jesús aparece empleando un lenguaje insultante hacia los paganos.
19 Ésta es la única ocasión en que Jesús renuncia a su posición inicial y acepta la de su interlocutor. Jesús se deja convencer por la mujer.
20 Al parecer, los recaudadores dirigían pequeños burdeles en las ciudades y proporcionaban mujeres para los banquetes en las aldeas.
21 Mateo 21, 31
22 Colosenses 3, 18 – 4, 1; Efesios 5, 22 – 6, 9; 1 Pedro 3, 1 – 7
23 Deuteronomio 24, 1
24 Marcos 10, 2 – 11; fuente Q (Lucas 16, 18 / Mateo 5, 32) y Pablo (1 Corintios 7, 10 – 11). Se admite la autenticidad sustancial del dicho de Jesús, que más tarde fue adaptado a contextos y situaciones diferentes.
25 Marcos 3, 20 – 21. 31 – 35 y Tomás 99, 1 – 3. El episodio ha sido retocado por la comunidad, pero se conserva sustancialmente su núcleo histórico.
26 Marcos 10, 28 – 30. Los autores se resisten a aceptar la autenticidad de este pasaje. Pero las palabras se pueden atribuir a Jesús quitando ciertas añadiduras posteriores.
27 Mateo 23, 8 – 11. Probablemente el texto está elaborado por Mateo como advertencia crítica a la jerarquía que comienza a emerger entre los cristianos. Sin embargo, el contenido es coherente con otros textos auténticos de Jesús.
28 Marcos nos informa que había «otras muchas que habían subido con él a Jerusalén» (15, 41)
29 Entre los varones, son Pedro, Santiago y Juan los más cercanos a Jesús.
30 En esa misma casa donde se celebró la última cena se siguen reuniendo los Doce «en compañía de algunas mujeres, María, la madre de Jesús, y de sus hermanos» (Hechos 1, 14; 2, 1 – 4). Desde el primer momento fueron aceptadas las mujeres cristianas a la «fracción del pan» o cena del Señor (Hechos 2, 46).
31 Ésta es la conclusión más probable que se extrae del conjunto de las fuentes evangélicas (Marcos 16, 1 – 8; Lucas 24, 10 – 11. 23 – 24; Juan 20, 11 – 18) a pesar de que Pablo solo mencione a los hombres como testigos de la resurrección de Jesús (1 Corintios 15, 5 – 8).
32 Según la tradición de Marcos, las mujeres «le seguían y le servían cuando estaba en Galilea» (15, 41).
33 Lucas 22, 27.
34 Según Juan 13, 1 – 15, en la última cena, Jesús lavó los pies a sus discípulos en un gesto más bien propio de mujeres y esclavos.
35 El nombre griego de «discípula» (mathetria) no aparece hasta el siglo segundo aplicado precisamente a María de Magdala (Evangelio apócrifo de Pedro 12, 50).
36 Lucas 8, 2. No hay motivos decisivos para cuestionar la historicidad de este hecho.
37 Marcos 16, 9 – 11. En la comunidad cristiana circularon dos tradiciones: la que atribuye a María de Magdala la primera experiencia (Juan 20, 11 – 18) y la que da la primacía a Pedro (Lucas 24, 34; 1 Corintios 15, 5). No es posible afirmar nada con seguridad.
38 Juan 20, 11 – 18
39 Ésta es la opinión más generalizada entre quienes investigan la literatura gnóstica (El diálogo del Salvador, el evangelio de María, el evangelio de Felipe, Pistis Sofía). Más adelante se confundió a María con la «pecadora» de Lucas 7, 36 – 50 y se la convirtió en una prostituta lasciva, poseída por los «siete pecados capitales» que, arrepentida y perdonada por Jesús, dedicó toda su vida a hacer penitencia. La Iglesia de Oriente no ha conocido esta imagen falsa y legendaria de Magdalena, prostituta y penitente. Siempre la ha venerado como seguidora fiel y testigo eminente del Señor resucitado.
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