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No queremos más despertarnos de golpe militar

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En una asombrada madrugada de Valparaíso, por entre la garúa y el rocío oceánico, se deslizó la oscuridad más oscura de la historia del puerto. Nos despertamos de golpe militar, como ahora en Honduras, y jamás nunca lo he podido olvidar, porque el olvido es cómplice de la tortura. Y nos torturaron como nunca nadie lo había hecho, en la Academia de Guerra Naval, a pasos del mar que vistió de verde la ternura de nuestro primer amor. Vendados, desnudos y amarrados, nos embestía la crueldad humana mientras tratábamos de entender aquello que llamaban intervención militar para restaurar la democracia, como dicen ahora en Honduras. Porque los militares son cobardes y se amparan en la democracia para sepultar la democracia, y la entierran en la más profunda de las profundidades para que nadie la encuentre, como a los desaparecidos que desaparecen para siempre en un vendaval de espanto. A veces me pregunto que será de ellos, de sus sueños, sus cantos, sus risas y la inmensa tristeza de no estar en ninguna parte. Y pienso en sus familiares que aún les buscan bajo la sombra de algún tamarugo o en el cristal de algún río. Y pienso que América Latina no puede ni debe aceptar un golpe de Estado que nos retrotrae a un pasado doloroso del que costó décadas liberarse: con asesinados, presos políticos, torturados, exiliados, desaparecidos, toque de queda, estado de sitio, todo el entramado de terror tras el cual se cobija la pusilanimidad de las fuerzas armadas. Empero, ni las atrocidades cometidas ni el incondicional apoyo de Estados Unidos pudieron perpetuar a las dictaduras en el poder, pues pudo más el poder de los pueblos que, de distintas y múltiples formas, se organizaron y lucharon para reconquistar la democracia. Y, claro, no es la democracia perfecta, ni siquiera imperfecta, ni siquiera democracia, pero no es dictadura y eso es lo que está en juego en Honduras.

La destitución del presidente Manuel Zelaya demuestra la fragilidad de los procesos democratizadores en el continente y, al mismo tiempo, evidencia la facilidad con que los militares se alzan en armas para resolver problemas políticos argumentando – como siempre lo han hecho – supuestos actos inconstitucionales de las autoridades. Entonces, ellos mismos recurren al más inconstitucional de los actos para restablecer la legalidad supuestamente transgredida. Lo ilegal lo transforman en legal apelando a la democracia y, por cierto, a los fusiles, que se enarbolan para escribir libertad con la sangre de los hondureños. Como antes en Chile, Argentina, Brasil, Uruguay y en casi todos los países del continente. Como en el pasado reciente en Venezuela cuando un golpe de Estado intentó derrocar al presidente democráticamente elegido, Hugo Chávez. Allí Estados Unidos jugó un rol preponderante en el apoyo al golpe y al empresario Pedro Carmona quien se auto-designó como presidente, aunque permaneció sólo efímeramente en el poder. Ahora Estados Unidos ha rechazado el golpe militar en Honduras, declarando el presidente Barack Obama que “sería un grave precedente si comenzamos a retroceder a la época en que veíamos golpes militares como una forma de transición política, en lugar de elecciones democráticas”. Sin embargo, considerando la historia de Estados Unidos en la región, es legítimo que nos asista la sospecha de que haya estado también involucrado en los acontecimientos de Honduras, porque esos golpes militares de los cuales habla Obama fueron precisamente organizados, financiados, apoyados  y, en muchos casos, ejecutados directamente, por Estados Unidos, Por lo tanto, ese ”grave precedente” del cual habla el presidente, lo sentaron ellos.

Militares: fantasmas de carne y hueso
Y lo hicieron en conjunto con las fuerzas armadas vernáculas y con las oligarquías locales, por lo tanto hay responsabilidad compartida, pero – quizás lo más peligroso – es que en el caso específico de Chile, aquellos comprometidos con violaciones a los derechos humanos, tanto civiles como militares, se han sumergido en las sombras de la impunidad. Claro, la elite política de la época negoció con los militares para iniciar un proceso transicional pactado que ha signado la débil democracia, desplazando a un segundo plano las demandas por verdad y justicia. Por ende, los violadores, torturadores y asesinos son más que meros fantasmas en nuestro país: son hombres y mujeres de carne y hueso, con nombres y apellidos, que circulan sin problema y sin vergüenza por las calles de Chile, seguramente pensando ¡Qué fácil fue matar y eludir toda responsabilidad. Que fácil violar mujeres inermes; qué fácil asesinar niños, qué fácil! Entonces ¿Qué les impide hacerlo nuevamente, qué les impide, como ahora en Honduras, desenterrar sus corvos, sus pasamontañas, sus odios viscerales para sepultar, una vez más, la democracia en la más profunda de las profundidades? La respuesta a dicha interrogante es de tal obviedad que estremece: nada. Nada les imposibilita tomar a Chile por asalto, porque los militares están preparados para la guerra y no importa que sea contra un pueblo desarmado, como en Honduras; y no importa que sea contra un gobierno democrático, como el de Allende ayer y el de Zelaya hoy día. Y no importa que se muera la gente, que desaparezca la gente y por eso jamás he podido olvidar aquella asombrada madrugada de Valparaíso cuando se deslizó la oscuridad más oscura de la historia del puerto. Ahí nos despertamos de golpe militar, como ahora en Honduras, porque el olvido es cómplice de la muerte y enemigo de la democracia.

– El autor es sociólogo y Director del Centro de Estudios de América Latina y el Caribe ( CEALC, Chile )

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