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Pamela Jiles presidenta: Por la posibilidad de un Chile distinto

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Aquella noche se me aparecieron diez años de lluvia, así, sorpresivamente, a la vuelta de un callejón negro y triste. Fue tal mi asombro que ni siquiera tuve tiempo de asustarme y sólo pude maldecir la mala suerte de no poder salvar las tres puertas que me separaban del cobertizo. Y en medio de mi propia tormenta creí divisar la sonrisa eterna de un abuelo lejano que cultivaba geranios en el desierto de Atacama  mientras, secretamente, organizaba a los mineros del salitre. Y todos se reían de él, porque nadie jamás ha cosechado geranios en la pampa y, además, perdía el tiempo en luchar contra el destino, ya que Dios había decidido que los pobres serían pobres para siempre y así granjearse la entrada al cielo. Pero mi abuelo, del sur mapuche y digno, no creía en verdades divinas y sospechaba que todo lo habían inventado los ricos para robar tranquilos. Entonces, caminó incansable bajo el calcinante sol nortino arengando a mineros y sus familias, mientras cada noche regaba religiosamente sus flores, porque – decía a quien quisiera escucharle  – en esta vida de mierda y en este país de mierda todo es posible.

Quizás por eso es que la lluvia de mi abuelo remeció mis huesos, encendió mi corazón e irisó la noche con un millar de luciérnagas azules que iluminaron un Chile distinto. Y no había pobres, a la gente no la despedían por las malditas necesidades de la empresa, se trabajaba menos y se ganaba más. El cobre era chileno y el agua y la luz y los ríos y los bosques. Y en esos bosques vivían los mapuche como en los tiempos antiguos, en su país y en su mundo, sin que nadie les usurpara su tierra o les dijera como organizar su territorio. En las comunidades había escuelas donde se enseñaba en mapudungun y en los nguillatun  se agradecía a Gnechen por cada espiga cultivada y por cada pez amaranto ofrendado por el océano pacífico.

Y en aquellas aguas tornasoles surcaban raudos también los pescadores artesanales que habían recuperado su oficio y su orgullo marino al no permitirse la pesca industrial. Vivían dignamente junto a  encarnadoras y espineles, entre reinetas, congrios, jureles, corvinas, merluzas y atún de verdad y no tipo jurel, porque ya nunca más hubo comida para ricos y pobres o ropa para ricos y pobres o barrios para ricos y pobres. Todos tenían derecho a una educación pública de calidad y gratis; todos tenían el derecho a una salud digna; no había colas en los consultorios a las cinco de la madrugada y tampoco listas de espera en los hospitales. Para nadie, menos aún para las embarazadas que obtenían licencia pre-natal desde que sabían de su condición y permiso post-natal de un año, prorrogable por otro año más, si es que lo deseaban y, además, con la obligación de preservar su trabajo y su sueldo íntegramente.

Quizás por eso es que la gente hacía el amor con alegría, pintando de orgasmos los cerros de Valparaíso, las estrellas de Coquimbo, la quietud de Ticnamar, los amaneceres de Puerto Saavedra, las noches de Hualqui y los dedales de oro de Petorca. El que quería era virgen y el que no simplemente dibujaba una sonrisa en su rostro con los besos del amor compartido sin temor. Y si la pasión obnubilaba los sentidos y la noche se convertía inesperadamente en una tremolina de caricias y sexo salvaje, estaba disponible la píldora del día después en todos los consultorios y en todas las farmacias del país, porque a nadie se le obligaba a tener hijos que no deseaba. Por lo mismo el aborto era legal y seguro para la que quisiera y nadie creía que alguna vez fue ilegal, y nadie imaginaba tampoco que a los gay y lesbianas se les discriminaba por serlo, pues ahora ellos se podían casar y adoptar hijos sin problema y nadie se asombraba.

Como tampoco provocaba  extrañeza que  los jóvenes votaran a los dieciséis años y que al pueblo se le consultara por todos los temas importantes en plebiscitos, ya que era un derecho consignado en la nueva constitución que había reemplazado de una vez por todas y para siempre la constitución dictatorial que, para engañarnos, la había modificado la Concertación para que todo siguiera igual. Y, acaso lo más hermoso, es que ya no había desaparecidos ni torturados, ni embajada de Estados Unidos, sino que miles de jardines de geranios rosas, púrpuras y bermejos con el aroma a araucaria de mi abuelo que a los lejos hablaba de un gran movimiento por la dignidad que surgió un día que el pueblo dijo basta y Pamela dijo las cosas por su nombre y a aquellos que no creían, y a los que dudaban y a los que trataron de acallarlo, se les aparecieron diez años de lluvia con un carnaval de luciérnagas que encendieron la necesidad de un Chile distinto, porque en esta vida de mierda y en este país de mierda, todo es posible.

– El autor es sociólogo y Director del Centro de Estudios de América Latina y el Caribe- CEALC, CHILE

Visite la web de la candidatura de Pamela Jiles

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