Articulos recientes

Al navegar en nuestro sitio, aceptas el uso de cookies para fines estadísticos.

Noticias

Opinión

Las muertes del Presidente Allende

Compartir:
PiensaChile publica en forma exclusiva un capítulo del libro “Las muertes del Presidente Allende” del Dr. Hermes H. Benítez, el que será lanzado próximamente en Chile. Agradecemos al Dr. Benítez  por la posibilidad que nos brinda de realizar esta publicación, pero especialmente le agradecemos por el gran esfuerzo desplegado a lo largo de varios años, de paciente trabajo científico, hasta materializar esta obra que indudablemente pasará a formar parte de la Memoria del Movimiento Popular Chileno y de la Historia de Chile.  Con una bibliografía de más de 300 títulos revisados, el libro del Dr. Benítez se transformará en una obra de consulta obligada para quien quiera reconstruir, revisar y analizar las últimas horas de vida del Presidente Allende, aquel triste 11 de septiembre de 1973.
Como es propio de PiensaChile, tu ventana libre, este trabajo es puesto a disposición de sus lectores y se autoriza su reproducción citando la fuente.  
La Redacción

Capítulo 9.

Mito y realidad de la muerte del Presidente

“En mi opinión Allende no pasará a la historia como un combatiente revolucionario, aunque murió luchando como un revolucionario”.
Fernando Alegría.

Si examinamos con cierta atención y detenimiento el monumento a Allende erigido en una de las esquinas de la Plaza de la Constitución, a apenas unas decenas de metros del lugar donde combatió valientemente, y finalmente se quitó la vida, podemos apreciar que el escultor(1) representó su sacrificio final por medio de una figura envuelta en la bandera chilena; la que pareciera casi a punto de emprender el vuelo por sobre aquella sólida, aunque materna, base rocosa, que se abre como un enorme útero. Es la imagen del Presidente renaciendo en el momento mismo de morir, como en el simbolismo masónico de la iniciación,(2) o en el mito del Ave Fénix. En otros términos, es Allende trascendiendo la existencia terrenal de los mortales, para elevarse al plano de la existencia eterna de los seres míticos. Esta dicotomía entre lo terrestre y lo etéreo, ha sido enfatizada, por lo demás, por el propio artista, quien reservó la plasticidad del bronce para la figura del Presidente y la bandera, al tiempo que utilizó la rígida materialidad de la piedra para el pedestal materno sobre el que se levanta.

Sin pronunciarnos sobre el valor estético de la obra escultórica, nada hay, por cierto, de reprochable en esta perfectamente válida representación artística de la muerte del Presidente, puesto que es característico del arte sublimar y transformar creativamente la realidad, tanto la natural como la histórico-social. Lo condenable es que caigamos en el error, harto difundido por lo demás, de interpretar lo que efectivamente ocurrió en La Moneda aquel 11 de septiembre, a partir de este tipo de representaciones simultáneamente artísticas y míticas; perdiendo así de vista el sentido y significado verdadero de los hechos que condujeron a la muerte del Presidente, así como el carácter y especificidad de las condiciones político-sociales a partir de las cuales éstas se habrían generado.
De allí, entonces que, en un sentido más profundo, se equivoque Patricio Quiroga al afirmar, en su libro tantas veces citado, que la imagen del Presidente envuelto en una bandera chilena habría suscitado, simultáneamente, las versiones del Allende-muerto-en-combate y la del Allende-suicidado. Porque el personaje así representado no es el Presidente-médico que salva la vida de casi todos sus compañeros y finalmente se quita la propia, sino el héroe unidimensional armado que, muerto en combate, es envuelto en la bandera chilena por los miembros sobrevivientes de su escolta, en una suerte de ritual patriótico-revolucionario; exactamente de la misma forma como aquel instante fuera representado en la descripción apócrifa de su muerte, concebida y difundida urbi et orbi por el joven Renato González.

Como puede verse, los procesos de sublimación artística y mítica de la figura y muerte de Allende se nos aparecen aquí como esencialmente semejantes. En ambos casos tiene lugar una especie de simplificación, o reducción,(3) tanto de la complejidad del hombre como de las circunstancias en las que decidió, por su propia voluntad, abandonar heroicamente este mundo.

En el curso de estas páginas hemos buscado responder, en primer lugar, a la pregunta acerca de cómo ocurrió efectivamente la muerte del Presidente; si se trató de un asesinato o de un suicidio. Para ello procedimos a un examen de los hechos y las circunstancias que la rodearon, a partir de un detallado análisis crítico de los testimonios personales y documentos oficiales que se refieren a la muerte. El establecimiento de este hecho es, sin duda, condición necesaria de una adecuada evaluación del significado humano y político del sacrificio final del Presidente. Condición necesaria, pero no suficiente, por cierto, porque no basta saber cómo murió éste para comprender correctamente la naturaleza de su sacrificio. Para ello se requiere conocer su personalidad, sus ideas políticas, pero por sobre todo, sus principios morales y valores.

De allí que sea iluminador preguntarse: ¿cuáles fueron, específicamente, los valores por los que el Presidente terminaría dando su vida? Como lo hemos argumentado en otra oportunidad,(4) encontramos en Allende una profunda disposición moral que subyacía a su identidad de hombre y de político. Será esta disposición constitutiva suya la que lo impulsará a hacerse socialista siendo muy joven, luego de haberse autoimpuesto un compromiso ético con su padre en 1932, ante cuya tumba juró dedicar su vida a la lucha social. Es esta misma disposición moral la que, posteriormente, lo hará vincularse, también desde muy joven, a una institución semisecreta como es la Masonería, inspirada en los valores éticos, intelectuales y políticos de la Ilustración francesa.(5)

Ahora bien, si examinamos la personalidad de Allende a la luz de su decisión final, encontramos que se ponen allí de manifiesto a lo menos tres valores personales característicos suyos: su dignidad de hombre y líder de la izquierda, la consistencia de sus ideas y convicciones, y su valentía. Conjuntamente con estos tres valores individuales se destacan en el Presidente tres actitudes morales hacia los demás: la compasión por el oprimido, la tolerancia hacia las ideas y creencias ajenas, y el respeto por la vida humana.

Será su profunda dignidad personal lo que lo haga elegir la muerte antes que rendirse y entregarse a sus enemigos armados; sentimiento que se potenciaba en él en una aguda conciencia de la dignidad y “densidad histórica” (Jocelyn-Holt dixit) que conllevaba su cargo de Presidente. Una persona es consistente, o consecuente, cuando su conducta no hace sino confirmar sus creencias, palabras y promesas; Allende había declarado muchas veces en discursos y comunicaciones privadas, que sólo muerto podrían impedirle terminar su mandato, pero ser coherente con aquellas expresiones verbales demandaba no sólo fuertes convicciones, sino una valentía a toda prueba.

De las tres referidas actitudes morales de Allende hacia los demás, la primera permite dar cuenta de su permanente preocupación, como dirigente social y parlamentario, por los derechos, el bienestar y los intereses de las grandes mayorías postergadas. La segunda actitud moral, su sentido de la tolerancia, se expresó con gran claridad en su negativa a imponer por la fuerza su propia postura táctica a la totalidad de las fuerzas de la izquierda, polarizadas antes del golp
e en un empate catastrófico entre ultras y moderados, como lo ha mostrado de modo brillante Tomás Moulian, en su libro Conversación interrumpida con Allende.

En cuanto a la tercera actitud moral del Presidente, indicada más arriba, es decir, su respeto por la vida humana, se manifestó, en primer lugar, en su aspiración a realizar en Chile una revolución sin sangre; pero cobró especial significado durante el “Tancazo” del 29 de junio, y posteriormente en el propio 11 de septiembre, en sus llamados a proteger la vida y la integridad física de los partidarios de su gobierno, y en especial de los trabajadores. Sin embargo, pocos hechos destacan mejor su profundo respeto por la vida ajena que su constante vigilancia y preocupación por sus compañeros y compañeras en las horas más críticas de la heroica resistencia en La Moneda.

Por otra parte, el carácter moral autoconsciente de la decisión de quitarse la vida antes que rendirse, se expresa especialmente en dos pasajes de su discurso final. El primero es aquel en que el Presidente pareciera proyectarse más allá de la muerte inminente en una visión anticipada de su propia imagen histórica: “Seguramente Radio Magallanes será callada y el metal tranquilo de mi voz no llegará a ustedes. No importa, me seguirán oyendo, siempre estaré junto a ustedes, o a lo menos mi recuerdo será el de un hombre digno, el de un hombre que fue leal”. Dignidad y lealtad, dos valores morales por los que Allende quiso que se lo recordara después de muerto. Dignidad en la defensa de su investidura presidencial y de su conducta ante la fuerza bruta, lealtad hacia sus principios socialistas, hacia el programa de su gobierno y hacia los trabajadores. En realidad Allende emplea tres veces la palabra ‘lealtad’ en su discurso final: “Pagaré con mi vida la lealtad del pueblo …”; “Trabajadores de mi patria: quiero agradecerles la lealtad que siempre tuvieron …”, significando con estas dos primeras el vínculo y apoyo que los trabajadores le prodigaron; mientras que en la tercera vez la palabra ‘lealtad’ es empleada para significar el deber moral que él, como Presidente, tenía y sentía hacia su pueblo: “Por lo menos mi recuerdo será el de un hombre digno, el de un hombre que fue leal”.

El segundo pasaje en el que se expresa y destaca el carácter moral autoconsciente de su decisión final, corresponde a las tres últimas líneas de su discurso: “Tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano; tengo la certeza de que, por lo menos, será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición”. Líneas en las que se contiene una reafirmación de lo que dijera al comienzo: “Mis palabras… serán… el castigo moral para los que han traicionado el juramento que hicieron…”. Es decir, Allende tenía plena conciencia que tanto las palabras acusatorias que lanzara contra sus enemigos, así como su muerte, representaban una lección y un castigo moral que se descargaría sobre los golpistas, y que los deslegitimaría ante la faz del mundo. Pero esto no debe ser entendido simplemente como un gesto político, y así de corto alcance, porque es manifiesto que en aquel momento Allende no estaba pensando solo en el futuro inmediato, sino en una visión de largo alcance, en la que la acción de los golpistas es condenada ante las generaciones futuras y la Historia de Chile y del mundo.

Desde nuestra perspectiva, es importante poder entender, también, cuáles habrían sido las opciones que el Presidente visualizaba aquella mañana del 11, porque a partir de ellas podemos formarnos una idea más justa de su decisión final. Al respecto, escribe Patricio Quiroga, que “es posible que Allende haya barajado dos posibilidades de salida de la crisis: el plebiscito y el suicidio”.(6) Por nuestra parte, creemos que el Presidente, una vez que comprendió, después de las 8:30 de la mañana, al escuchar la proclama de la Junta, que su suerte estaba echada, debió haber contemplado una tercera posibilidad, más acorde con sus deseos y su carácter: morir luchando. Porque él pudo perfectamente haber muerto al ser alcanzado por las balas enemigas, los cañonazos o los rockets, en más de cuatro horas de intenso combate, durante el cual se expuso en varias oportunidades, temerariamente y más allá de los límites de lo razonable, al fuego graneado de las armas insurrectas. He aquí el relato que hace Carlos Jorquera de uno de estos episodios: “El Presidente estaba tendido en el suelo, disparando con su metralleta por una ventana que daba a la Plaza de la Constitución.[El doctor Arturo] Jirón tuvo que tenderse también y tomar al Chicho por los pies y empezar a retirarlo de ese lugar por el que entraba un vendaval de balas”.(7)

Pero al no morir en la lucha, a Allende no le quedó otra salida digna que el suicidio.

{mospagebreak}

Allende como héroe trágico:

A partir de lo anterior es interesante examinar la visión que de la conducta de Allende, aquella mañana del 11, han proyectado algunos autores quienes han tratado de explicarse el significado de sus momentos finales. Así por ejemplo, en el “best seller” de Tomás Moulian, titulado Chile Actual. Anatomía de un mito, encontramos el siguiente pasaje que ha llamado nuestra atención: “… El palacio ardiendo, arrasado por las bombas, lanzadas por feroces máquinas de guerra, mientras Allende estaba allí, en medio de la metralla, el humo, los restos destruidos del Estado. Ese acto constituyó el asesinato del Presidente en funciones. El suicidio fue la formalización de una muerte ya ejecutada. Esto fue así en el doble terreno de lo real y de lo simbólico”.(8)

Es manifiesto que Moulian describe aquí a Allende como a un individuo pasivamente resignado ante las circunstancias, lo que manifiestamente no fue así, porque en realidad el Presidente en ningún momento se limitó a “estar allí”, sino que, desde que ingresó a La Moneda, a las 7:35 de la mañana, se dedicó a recabar información sobre la magnitud del alzamiento militar, de boca de sus colaboradores civiles y militares; intentó movilizar a las organizaciones populares; barajó sus posibilidades de poder controlar el golpe; rechazó airada y valientemente cada una de las presiones y ultimátums golpistas; se encargó de organizar la mejor resistencia armada al asedio militar que le permitieron los limitados recursos bélicos disponibles; se preocupó de proteger y salvarle la vida a las mujeres, y a cuanto partidario quiso abandonar el lugar; combatió como un valiente por más de cuatro horas, y como si esto fuera poco, dejó para la posteridad el “discurso de las grandes alamedas”, su testamento político.

No se trata, por cierto, de que Moulian desconozca estos hechos, pero al poner el acento sobre el aspecto puramente pasivo de la situación del Presidente, en el pasaje citado, nos hace perder de vista aquello que su muerte tuvo de libre decisión frente a una situación límite. En realidad Allende se comportó en sus últimas horas del modo que lo hizo, precisamente porque la resistencia en La Moneda no fue para él una decisión casual, o externamente impuesta, sino la consecuencia de una decisión libre y racionalmente adoptada con mucha anticipación. Es importante tomar esto en consideración, porque de lo contrario se ve al Presidente como un personaje trágico, pero en el sentido en que corrientemente se cree que la conducta humana era representada en el teatro griego clásico, es decir, como la de seres marcados por la fatalidad, ante la cual son víctimas casi totalmente impotentes. Pero tal creencia impl
ica un doble error, primero, porque éste no era el sentido más propio de la tragedia griega clásica, y segundo, porque esa no es la conducta característica del héroe trágico.

Un conocido ejemplo de esta concepción “corriente” de la tragedia, por así llamarla, lo encontramos en aquella famosa carta que Radomiro Tomic enviara al general Prats en 1973, en la que aquél escribe: “Sería injusto negar que la responsabilidad de algunos es mayor que la de otros, pero, unos más y otros menos, entre todos estamos empujando a la democracia chilena al matadero.

Como en las tragedias del teatro griego clásico, todos saben lo que va a ocurrir, todos desean que no ocurra, pero cada cual hace precisamente lo necesario para que suceda la desgracia que pretenden evitar”.(9)

Dejando de lado la ingenuidad que implicaba creer que en el Chile de la Unidad Popular todos deseaban que no hubiera golpe de estado, cuando precisamente la derecha y la DC freísta empleaban todos los recursos legales o ilegales para hacerlo posible; lo que nos interesa destacar en esta carta es la idea tan difundida de que la tragedia griega habría tenido un carácter esencialmente fatalista.

A propósito de esto escribe el profesor norteamericano William Chase Greene, en un bellísimo libro suyo donde se refiere al tema: “Se afirma a menudo que la tragedia griega es fatalística –que todos los acontecimientos están predeterminados, que los personajes son impotentes ante la fuerza del destino, [del ]que [sólo esperan] su llamada. … Lo que sí es verdadero es que una parte, grande o pequeña, de la acción de la mayoría de las obras teatrales se considera que se sigue de causas más allá del control de los personajes. … Pero el más alto y más puro efecto trágico se produce cuando el poeta no se contenta meramente con sacar adelante los acontecimientos externos, … sino que muestra también la actitud moral de su protagonista hacia los acontecimientos y hacia su propia acción. Este responde a la llamada del honor, venga lo que venga; soporta lo que el destino o los dioses le envíen. Su [propia] acción puede haber causado su caída, pero su voluntad se mantiene noble; aprende por el sufrimiento; y allí puede haber una reivindicación final del sufriente, aunque de una clase inesperada. Aquella tragedia, aunque algunas veces caiga en el lamento tradicional y en el pesimismo, está penetrada por el sentimiento de que la vida es un juego de altas apuestas, en el cual el hombre puede ganar noblemente, o en el peor caso, puede perder noblemente. El más grande drama griego, en otras palabras, se sostiene en el juego recíproco entre destino y carácter, entre lo que el hombre no puede cambiar y lo que está dentro de su poder”.(10)

Aplicando los conceptos del profesor Greene arriba expuestos, podríamos decir, entonces: lo que Allende no podía cambiar en la “tragedia” del 11 de septiembre era la voluntad golpista de derrocar su gobierno; lo que sí estaba dentro de su poder era rendirse, o combatir hasta el final a sus enemigos jurados; Allende eligió el combate, y cuando comprendió que ya no había más resistencia posible, se quitó la vida, privándolos así de la satisfacción sádica de humillarlo y vejarlo. Pocos actos los hay de mayor dignidad y valor. Es sólo en este específico sentido en que puede calificarse la conducta del Presidente como trágica. O como dice otro autor anglosajón: “El espíritu trágico aparece en la lucha [de los héroes] por seguir siendo fieles a sí mismos y retener su dignidad humana, a pesar de su malhadado destino, [de este modo] ellos consiguen transformar su derrota y subyugamiento en una especie de victoria pírrica”.(11) Esta es la “victoria en la derrota”, distintiva de los héroes trágicos de todos los tiempos, a la que se refiere el historiador Isaac Deutscher, en las páginas finales de su excepcional trilogía sobre la vida de León Trotsky.

No fue, entonces, ninguna fatalidad, sino precisamente la moralidad, el sentido del honor y el carácter de Allende, los que lo impulsaron aquel día a defender con las armas su gobierno y su investidura; no en cualquier lugar, sino precisamente en el Palacio de La Moneda, “centro del poder del estado y símbolo histórico del régimen institucional”, como lo definiera Joan Garcés. Pero esta decisión no la adoptó apresuradamente el Presidente la mañana del Golpe, sino casi un año antes, según lo hemos sabido recientemente, gracias a los relatos de diferentes personas cercanas a Allende, entre ellos varios miembros del GAP.(12)

Escribe Paz Rojas: “Durante años la izquierda chilena no ha sabido interpretar el gesto simbólico de Allende y le fue más fácil negar la posibilidad de un suicidio y constituirlo en la primera víctima de la dictadura militar. Esto, seguramente, porque el suicidio, en general, tiene una connotación negativa ligada a la concepción que de él tiene el discurso cristiano-occidental. No obstante se olvida que en muchas otras culturas y concepciones del mundo, esto no es así. En muchos casos el suicidio es un acto de máximo valor y honor, al que acceden muy pocos hombres”.(13)

He aquí, nuevamente, la oposición, correctamente recogida por la doctora Rojas, entre el determinismo de los hechos y la libertad de Allende para adoptar una conducta valerosa y digna frente a ellos. Porque cuando el izquierdista le niega al Presidente la opción de que se hubiera quitado la vida, le niega simultáneamente su libertad de elección, lo reduce a la condición de víctima pasiva de un destino preparado casi enteramente por sus enemigos. Es decir, en vez de considerar la muerte por propia decisión como la conducta más noble y más alta, se la desvaloriza, poniéndola por debajo de la de una simple víctima.
En cuanto a la visión cristiana del suicidio, como un acto en contra de Dios, y por lo tanto moralmente negativo, no hay que olvidar que Allende no era un cristiano sino un socialista y un libre-pensador, de modo que su conducta no debe ser medida con los parámetros de la moralidad cristiana, sino con la vara de sus propios valores racionalistas.

Observa Alejandra Rojas: “Dentro y fuera del país hablar del suicidio es la herejía. … Si hoy se le pregunta a cualquier europeo bien- pensante cómo murió Salvador Allende, su respuesta será categórica: ‘Acribillado por Pinochet’”. Esto lo escribió la escritora chilena sólo seis años atrás, y, por lo que sabemos, en los últimos años las cosas no han cambiado sustancialmente en este respecto.(14)

No cabe duda que muchos izquierdistas no han sabido valorar adecuadamente el sacrificio del Presidente, y, sin embargo, hasta algunos de sus declarados enemigos han sido capaces de comprender, dentro de su visión autoritaria, por cierto, el significado moral de su muerte. Así por ejemplo, el general Palacios, en una entrevista que concedió al periódico Las Ultimas Noticias, con motivo de cumplirse cuatro años del Golpe, declaró:

“[Allende] se suicidó con la metralleta que le había regalado Fidel Castro. Yo la tuve entre mis manos. Fue muy valiente, muy varonil. Hay que reconocer las cosas. El dijo que no entregaba el mando y que estaba dispuesto a cualquier cosa. Era excelente tirador. Antes de entrar [yo a La Moneda], lo veía desde la calle cuando se asomaba; de vez en cuando sacaba la metralleta y disparaba. Creo que no le quedaba otra salida. Se le ofreció incluso un avión pero no quiso salir. Es lo mejor que pudo haber hecho. Entre los socialistas pasó a ser un héroe”.(15) En lo fundamental uno no puede sino estar de acuerdo con la estimación del general golpista, siempre que no se olvide que cuando se afirma que al Presidente “no le quedaba otra salida”, uno se e
stá refiriendo a una salida que fuera consistente con su honor y sus convicciones políticas y morales, no que no hubiera podido evadir la muerte, “escurriéndose de la Historia por la puerta de servicio”, como lo dice tan bien Carlos Jorquera.

Por su parte, Nathaniel Davis, el ex Embajador norteamericano en Chile, al final de su seria, acuciosa y bien documentada investigación, concluye: “Allende probablemente murió en el Salón Independencia [por efecto de las] balas [disparadas] en su cabeza con la subametralladora que le regaló Fidel Castro, y no baleado por soldados en un combate [ocurrido]en otro lugar [de La Moneda]. Esta conclusión no disminuye el verdadero coraje de Allende en sus últimas horas, o en muchas otras previas, ni niega su sacrificio por sus creencias políticas”.(16)

Si hasta el general Palacios y el ex Embajador Davis han sido capaces de comprender la grandeza moral y el valor del suicidio del Presidente Allende, ¿por qué tantos chilenos siguen sin aceptar que él haya elegido este trágico fin, aquella tarde del 11 de septiembre de 1973?

No creemos antojadizo afirmar que Allende hubiera hecho suyas las palabras de Giordano Bruno, quemado vivo en la hoguera, en 1600, por la Inquisición Romana, y uno de los héroes masónicos por excelencia:

“Mucho he luchado. Creí que sería capaz de salir vencedor. … El mero hecho de haberlo intentado ya es algo. … No obstante, había en mí algo que yo fui capaz de hacer y que ningún siglo futuro negará que me pertenece, aquello de lo que un vencedor puede enorgullecerse: no haber temido morir, no haberme inclinado ante mi igual y haber preferido una muerte valerosa a una vida de sumisión”.(17)


Hermes H. Benítez (Talca, Chile, 1944), es Master en Filosofía y Doctor en Filosofía de la Educación de la Universidad de Alberta (Canadá). Colaborador de PiensaChile desde sus inicios.


Notas al capítulo 9:

(1) El monumento, situado en la calle Morandé, al costado suroriente de la Plaza de la Constitución, fue inaugurado el día 26 de junio del 2000, y es obra del escultor chileno Arturo Hevia Salazar, quien también es el autor de sendas esculturas de dos enemigos jurados del Presidente: Eduardo Frei Montalva y José Toribio Merino. Según nos informa Manuel Délano, Hevia es “paradójicamente, un hombre que se identifica con la derecha y que en la última elección votó por el candidato de este sector, Joaquín Lavín”. En el mismo artículo se citan las siguientes palabras de aquél: “Allende es el presidente mártir y yo quise que se traspasara(¿) esta idea”. Aun así, confiesa que también sería capaz de hacer una escultura de Pinochet, en el cual creen otros chilenos”. Véase: “Allende vuelve a La Moneda”, Manuel Délano, Chile. Hoy, periódico digital, s/f. Es indudable que la elección de un escultor con esta visión puramente mercenaria del arte no es algo casual, sino que representa una confirmación más de la ambivalencia ideológica y política reinante hoy en el Partido Socialista, y en la propia Concertación.

(2) Como lo dice un antiguo texto de formación masónica: “No debemos olvidar que Iniciación significa renacer a una nueva vida. Nueva vida que comienza en el claustro generoso de la madre tierra y que adquiere plenitud abriendo los ojos del espíritu a la verdadera Luz que nace del Oriente”. H. E. F., “El grado de maestro”, en Juan Agustín González, "Monografía para la mejor formación del Maestro Masón”, Santiago, Imprenta Wilson, 1952.

(3) Esto es lo que Lechner denomina “monumentalización” del presente, procedimiento de producción de la memoria nacional mediante el cual un “… evento del pasado es sacado de su contexto histórico y transformado en un mito atemporal que legítima las metas políticas del presente”. Norbert Lechner, Op. Cit., pág. 88. En el caso del monumento a Allende la meta política específica buscada por la Concertación era contribuir a la creación de un consenso real dentro de la sociedad chilena posdicatorial, mediante la creación de la ilusión de una historia colectivamente compartida, en la que no existirían enemigos, sino solo adversarios políticos.

(4) Hermes H. Benítez, “El temple moral de Allende”, Diario La Nación, de Santiago, 11 de septiembre de 2001, pág. 7.

(5) La combinación masón y socialista no es en absoluto inusual. En realidad la casi totalidad de los fundadores del Partido Socialista eran masones, entre ellos, Eugenio Matte Hurtado, quien, además de llegar en 1928 a ser Serenísimo Gran Maestro de la Gran Logia de Chile, había sido uno de los co-fundadores de la Logia Hiram Nº 65, a la que ingresará Allende en 1945; luego de que fuera iniciado diez años antes en la Logia Progreso Nº 4 de Valparaíso. También eran masones: Marmaduque Grove, Carlos Alberto Martínez, Eugenio González, y otras figuras señeras del socialismo chileno. Al respecto, véase el bien informado libro de Juan Gonzalo Rocha, titulado: Allende, Masón, La visión de un profano, antes citado. Curiosamente, Oscar Schnake V. (1899-1976), el primer Secretario General del PSCH, no era masón, como nos lo confirmó su hijo, el doctor Jorge Schnake C., gran amigo de mi padre y nuestro, a quien agradezco esta información, entregada en el curso de una grata conversación que sostuvimos, en mayo del 2003, en su casa del barrio San Miguel, de Santiago.

(6) Patricio Quiroga, Op. Cit., pág. 141.

(7) Carlos Jorquera, El Chicho Allende, Santiago, Ediciones BAT, 1990, pág. 343. Pierre Kalfon (Op. Cit., pág. 267), cuenta que Allende se habría negado a usar un chaleco antibalas aquel día. Lo mismo afirma Isabel Allende Bussi en una entrevista que se le hiciera en París durante la primera semana de octubre de 1973, según lo reporta Camilo Taufic en su libro Chile en la Hoguera 1973, pág. 70 (reeditado por el CESOC, Ediciones ChileAmérica, en el 2003). Tal información ha sido recientemente refrendada por varios miembros del GAP, quienes aparecen relatando este hecho en el documental titulado “Septiembre”, trasmitido por el Canal ChileVisión la noche del 27 de julio del 2003.

(8)Tomás Moulian, Chile Actual: Anatomía de un Mito, Santiago, Universidad ARCIS/LOM Ediciones, pp. 29 y 30

(9) Citado de Alejandro Witker(editor), Chile: Sociedad y Política, Del Acta de la Independencia a nuestros días, México D.F., UNAM, 1978, pp. 401-402.

(10) William Chase Greene, MOIRA. Fate, Good, and Evil in Greek Thought, New York, Harper & Row, 1963, pp. 91-92. énfasis nuestro.

(11) “Sense of the tragic”, Edward G. Ballard, Dictionary of The History of Ideas, Philip P. Wiener (editor), Vol. IV, New York, Charles Scribner’s Sons, 1973, pp. 411-414.

(12) Véase, Patricio Quiroga, Op. Cit., pág. 83.

(13) Paz Rojas, et al, Op. Cit., pp. 106-107. En efecto, por ejemplo en la antigüedad clásica, el suicidio era no sólo común sino considerado aceptable y justificado en una variedad de circunstancias. En la época romana la mayoría de los más famosos suicidios fueron cometidos por filósofos estoicos o creyentes en los principios de dicha filosofía. Por ejemplo Séneca, quien se quitaría la vida en su vejez, consideraba el suicidio como la justificación última de la libertad humana, y quizás el único acto genuinamente libre de
l Hombre. Fuente: J. M. Rist, Stoic Philosophy, Cambridge, Cambridge University Press, 1977, capítulo 13.

(14) Alejandra Rojas, Salvador Allende. Una época en blanco y negro, Madrid, El País/Aguilar, 1998, pp. 218-219. La mayoría de las calles, plazas, escuelas, parques, hospitales y monumentos, que en diferentes países del mundo recuerdan al líder de la Unidad Popular, exhiben placas recordatorias con variaciones de la siguiente inscripción, que hoy podemos decir que es histórica y literalmente incorrecta: Salvador Allende, Presidente de la Republica de Chile, 1970-1973. Asesinado por los fascistas chilenos. Otra cosa es, por cierto, la innegable responsabilidad de los golpistas en la creación de las condiciones que pusieron al Presidente ante esta situación límite.

En el Chile de hoy el día del Golpe tiene su calle conmemorativa en Santiago (la Avenida 11 de septiembre), así como igualmente la tiene Jaime Guzmán, el principal ideólogo y jurista de la dictadura, asesinado en 1987. Pero, por lo que sabemos, no se ha dado el nombre del Presidente a ninguna avenida o arteria de importancia; ni en Santiago ni en ninguna otra ciudad chilena. Esto, por cierto, no es algo puramente casual.

(15) Citado por Mónica González, Op. Cit., pág. 373.

(16) Nathaniel David, Op. Cit., pág. 407.

(17) Reproducido, con modificaciones, del libro de Michael White, titulado en español Giordano Bruno, el hereje impenitente, Buenos Aires, Javier Vergara Editor/Grupo Z, 2001, pág. 198. Según nos informa Alejandra Rojas, al ser entrevistado en una cierta ocasión se le preguntó a Allende en qué personaje le gustaría reencarnarse después de muerto. Sin necesidad de pensar, el Presidente responde: “En Ho Chi-Minh, el hombre que más lo ha impactado en su vida –después del Abuelo Ramón [Allende Padín]- Continúa la entrevista: “Y de haber nacido en la Edad Media, ¿qué oficio le hubiera gustado desempeñar?”. La respuesta del futuro Presidente t[uvo] el carácter de una profecía autocumplida: "víctima de la Inquisición”. A. Rojas, Op. Cit., pág. 59. Cursiva nuestra. Se expresa aquí, una vez más, la dualidad interna del Presidente entre el héroe combatiente y el personaje trágico que prefiere enfrentar la muerte valerosamente, antes que renunciar a sus convicciones.
Compartir:

Artículos Relacionados

Deja una respuesta

WordPress Theme built by Shufflehound. piensaChile © Copyright 2021. All rights reserved.