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Ejemplo digno de imitar

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La palabra “escritor”, en nuestra lengua castellana (no española como se suele mencionar), tiene múltiples sinónimos: autor, publicista, literato, novelista, narrador, poeta, creador, y varias otras acepciones. Para los efectos del propósito de este breve artículo, señalo que  la más correcta, sería otorgar tal designación a la persona que ha escrito y publicado libros, sean éstos creaciones imaginativas del autor, crónicas, testimonios y otros que se hayan puesto en circulación por vías usuales de comercialización, llámense éstas librerías, ferias de exhibición y venta de libros etc., etc.

Aquellos creadores que se esmeran con inquietud para entregar mensajes a la comunidad, por medio de la palabra escrita, merecen el mayor respeto y consideración por el esfuerzo y sacrificio que implica la actividad –u oficio si lo prefieren-, sin que necesariamente compartamos o no los recados que se contienen en sus textos. Lo válido es tomar en cuenta que,  mediante la palabra escrita, el autor ha hecho el esfuerzo de transmitir sus pensamientos, sus investigaciones y sus puntos de vista para acrecentar el acervo cultural de la humanidad.

Desde la lejana prehistoria, cuando el Homo Sapiens adquirió la capacidad de hablar, comunicarse y transmitir por la vía oral sus inquietudes al resto de sus semejantes humanos, se podría aseverar que se originan los primeros “libros” o compendios, por supuesto que no escritos. Con el correr de los siglos, los antiquísimos antepasados hicieron posible que sus descendientes conocieran y a la vez retransmitieran sus experiencias, mitos, costumbres e historia a través de la palabra. Notable avance que facilitó que la humanidad llegara ser lo que somos en nuestros tiempos.

El tiempo, inexorablemente, fue creando la necesidad de legar las historias y experiencias de manera más permanente y no sujeta a las distorsiones de las crónicas verbales. No vamos a referirnos a los difíciles e intrincados pasos dados por el homo sapiens para inventar los diferentes saltos y sistemas que fueron creando hasta llegar a lo que es ahora tan normal para todo el mundo, y que conocemos como escritura, tan vital y necesario para la comunicación y el conocimiento digno de ser incorporados a la historia. 

Sin embargo, igual es interesante conocer que entre los “primeros escritos” conocidos y que se remontan a unos 3.300 años antes de Cristo, el hombre utilizó tablillas de arcilla para grabar en ellas determinados símbolos capaces de hacer comprensible para sus congéneres lo que se deseaba dejar como testimonio de situaciones y que también tuvieran la virtud de ser transmitidas. Era una forma muy primitiva –mirada en la perspectiva del tiempo- pero un salto gigantesco en el desarrollo de las sociedades humanas. Hoy se suele denominar escritura cuneiforme a tal simbología, utilísima pero perfectible como todo acto del ser humano. 

Con largos, pero cada vez más acelerados cambios, se ha llegado al sistema de escritura alfabética, capaz de expresar todo aquello que se habla con boca y lengua; es decir, han transcurrido más de cinco mil años para que yo pueda transmitirle a usted, amable lector, el mensaje que le envío, con mi imperfecta escritura, pero que estoy cierto usted entenderá. Ahora, y gracias al perfeccionamiento de los métodos de transmisión que hizo Johannes Gutemberg, se pudo llegar al procedimiento tipográfico que conocemos como imprenta y que nos permite gozar del conocimiento a través de la lectura de los libros que, de manera tan esforzada y de poca compensación, crean los escritores para entregarnos conocimiento.

Solemos hablar del oscurantismo intelectual que asoló a Chile entre el 11 de septiembre de 1973 y el día 10 de marzo de 1990, un día antes de que el dictador Pinochet entregara el poder a un mandatario electo y no de facto como lo fue su largo período de casi diecisiete años. Catalogamos de “oscurantista” ese período, sin entrar al análisis de los crímenes, las violaciones a los derechos de las personas, las prisiones habilitadas para los adversarios, el despojo a la nacionalidad de quienes quedaron en condición de parias internacionales porque se les quitó la nacionalidad chilena. Bastante conocemos de ello, aun cuando todavía queda mucho por saber. Refirámonos a la quema de libros, la destrucción de bibliotecas públicas y privadas –incluyendo las universitarias. Pinochet, astuto pero no inteligente, comprendía que un libro o la simple palabra escrita eran un gran peligro para la institucionalidad creada por él, los militares y elementos civiles que se prestaron a tal crimen. 

Le irritaba profundamente enterarse de lo que se escribía en el exterior sobre él, su régimen, los atropellos a las personas y a la cultura. Por cientos de “Operaciones Cóndor” que inventara, por muchos que fueran los atentados y asesinatos (casos Prats, Letelier, Leighton, etc., por ejemplificar algunos), no podía acallar al mundo intelectual externo, que denunciaba y le hostigaba con libros, artículos y escritos de diferente especie. Pinochet, por ignorantón que fuera, tenía claro que la palabra escrita, tarde o temprano, es capaz de vencer cualquier arma, por mortífera y destructora que ella sea. Impresos quedaron miles de testimonios acerca de las tropelías cometidas. Una casual investigación, volcada en palabras a un documento, elaborado por una comisión investigadora del Senado norteamericano, abrió los ojos a miles de chilenos. La imagen de probidad, soldado honesto, segundo libertador de la patria que él intentó derramar, también por la vía escrita, se derrumbó sin piedad. Libros y más libros abrieron los ojos a sus otrora fervorosos partidarios, más horrorizados por descubrir que había sido un vulgar ratero que por sus crímenes de sangre. Pero, no es este el tema a tratar hoy. De no haber evolucionado la manera escrita de comunicarnos, no habríamos conocido las verdades que el tiempo va develando lentamente. Sin libros, sin artículos escritos, solo conoceríamos verbalmente lo que se nos transmitía, todo amañado a la voluntad y posición personal del narrador.

¡Qué importantes son los libros! ¡Cuánto debemos a quienes los escriben! Sin embargo, su esfuerzo y creatividad son poco valorados por la sociedad en este nuevo mundo globalizado, tecnológicamente avanzado como tal vez nunca se soñó, pero también convertido en algo demasiado frío y metalizado, con desprecio a los talentos que no producen réditos económicos porque, absurdamente, cada vez  se lee menos.  

Hace pocos días formulé una solicitud de ayuda para que me escribieran quienes vieron torcidos sus destinos, forzados a prisiones injustas e indeseados exilios, pidiendo me entregaran breves relatos de sus experiencias y sufrimientos. La intención es dejar testimonio de lo ocurrido a miles de compatriotas y sus familiares en un libro que titularé “EXILIO Y RETORNO”. Con sorpresa, y mucho agrado por cierto, he recibido centenares de relatos crudos, impactantes y de los que poco y nada se sabe. No soy una persona fría. Me invadió la angustia al leer tantos pesares y la entereza con que pudieron enfrentar tal adversidad. He respondido a todos y cada uno de ellos, pesaroso por la similitud de las comunes vivencias…

También hubo quienes me hicieron llegar libros completos, obras de muy buena calidad narrativa y que revelan, tras sus escritos, a valiosos promitentes escritores, personas que no han podido cristalizar la aspiración de ver sus coherentes e hiladas narraciones en un libro. Ustedes se preguntarán el por qué de no haberlo conseguido. La respuesta es simple: el vil dinero y la intencionalidad de poner un punto final a la historia que parece molestar a ciertos sellos editores, políticos o defensores del fallecido tirano. Casi ninguno de mis remitentes recibió siquiera una palabra de cortesía o una excusa sustentable para no editar sus escritos. Los menos, fueron informados de la cantidad que deberían pagar a la casa editorial para cubrir los costos de impresión, que según ellos, deben ser cubiertos por los autores.

Asombrosa e insólita respuesta por decir lo menos. Son poquísimos los sellos que aprecian la calidad de los escritos y los más no quieren correr riesgos con autores no conocidos, por seria que sea la creación recibida. El escritor “profesional”, el ya conocido por haber tenido la suerte de publicar, no está en mejores condiciones. Valga un ejemplo muy real y concreto que revela lo que gana un escritor en Chile, si ha tenido la suerte de que se le publique alguna obra.

En caso de que el precio al público de su libro sea, digamos nueve mil pesos, el editor chileno tiene que restar el 19% del IVA. El 50% del valor neto resultante ($ 7.290), es a beneficio de la librería o distribuidor. Queda un saldo de $ 3.645, al que le sacan algunos “colgajos”. Del resultado final, unos $ 3.000, el autor recibe, por los llamados “derechos de autor”, la mísera suma de $ 300 por libro vendido, monto que se le pagará cada seis meses. Supongamos que su libro ha sido un aporte real a la cultura y el conocimiento, y no ha escrito las habituales frivolidades de la farándula o acerca de los amoríos del futbolista, o la inventada Biografía Sentimental de Allende, con mucha suerte habrá vendido unos 500 ejemplares. Vale decir, todo su esfuerzo, de larga maduración, le significará un ingreso total de $ 150.000, o $ 12.500 mensuales, cifra irrisoria que habla por si misma. Con excepción de contados escritores famosos, a quienes las editoras anticipan dinero a cuenta de lo están escribiendo, en términos prácticos no vale la pena gastar tiempo y dinero en investigar, a la vez que escribir textos que sean un aporte. Pierde la sociedad los talentos y se pierde mucho acceso a la cultura e historia.

Años atrás, antes de la dictadura, Chile se preciaba y vanagloriaba de ser el país más culto de América. No quiero decir que haya sido cierto, por el chovinismo que encierra el concepto. Hoy, en Argentina nos han dado el mejor ejemplo de lo que es un país que ama la cultura y cuida de sus intelectuales. En efecto, en la legislatura de la ciudad de Buenos Aires, capital federal, se aprobó por mayoría el llamado Régimen de Reconocimiento a la Actividad Literaria, ley popularmente conocida como “Pensión del Escritor”.

Como para que nuestros gobernantes mediten e imiten el ejemplo argentino. Nos agradaría que los noveles autores recibieran apoyo y asistencia económica por sus méritos reales y no solamente por ser los favoritos de turno, vulgarmente conocidos como “apitutados”, medrando a la sombra del Ministerio de la Cultura y recibiendo fondos de ese apéndice que llaman Fondart, caracterizado por financiar libros, música y artes visuales, muchos de ellos mediocres y que solamente satisfacen el morbo de aquellos lectores faltos de inquietudes culturales. La ley aprobada en Argentina y por supuesto no difundida en Chile, concreta una vieja aspiración de la Sociedad de Escritores Argentinos (SEA). El escritor se ve obligado a comer, educar y sostener a su familia, también divertirse, gastar en movilización, papel y tinta y tantos otros que no es necesario detallar por ser tan conocidos. Esta situación le obliga a trabajar, verbo que a pocos agrada ¿Cuándo  veremos en nuestro país algo como lo iniciado en Argentina? Difícil pregunta a la que no vemos solución de respuesta. 

Con nostalgia recuerdo a la editorial Quimantú, creada por el presidente Allende, y cuya finalidad era esparcir cultura, instrucción y por tanto conocimiento, a la vez que dar un trato digno en lo económico a los autores que lo merecían por la calidad y enseñanza de sus obras.

A no desanimarse los espíritus inquietos ni los talentos ocultos. Más temprano que tarde, la razón y la justicia tendrán que imponerse. A escribir y escribir…

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