Podemos imaginar la profunda perplejidad que a causa de la crisis de los mercados mundiales se ha abatido sobre los ideólogos del neoliberalismo, del Estado mínimo y de los vendedores de las ilusiones del mercado. La caída del muro de Berlín en 1989 y el desmantelamiento de la Unión Soviética provocó la euforia del capitalismo. Reagan y Tatcher, ahora sin el contrapunto socialista, aprovecharon la ocasión para radicalizar los «valores» del capitalismo, especialmente las excelencias del mercado, que lo resolvería todo. Para facilitar la obra, comenzaron por desmoralizar al Estado como pésimo gestor y a difamar de la política como el mundo de la corrupción. Naturalmente había y todavía hay problemas en estas instancias, pero no podemos desentendernos del Estado y de la política si no queremos retroceder a la barbarie completa. En su lugar -se decía- deben entrar los ordenamientos ideados en el seno de los organismos nacidos en Bretton Woods y los grandes conglomerados multilaterales. Entre nosotros los brasileños se llegó a ridiculizar a quien hablara de proyecto nacional. Ahora, bajo la globalización, insistían, se fortalece el proyecto-mundo y Brasil debe insertarse en él, aunque sea en posición subalterna. El Estado debe ser reducido al mínimo y dejar campo libre para que el mercado haga sus negocios.
Los que venimos, como tantos otros, del compromiso con los derechos humanos, especialmente los de los más vulnerables, pronto nos dimos cuenta de que ahora el principal violador de esos derechos era el Estado mercantil y neoliberal, pues los derechos dejaban de ser inalienables y eran transformados en necesidades humanas cuya satisfacción debe ser buscada en el mercado. Sólo tiene derechos quien puede pagar y es consumidor. Ya no es el Estado quien va a garantizar los mínimos para la vida. Como la gran mayoría de la población no participa del mercado, sus derechos se han visto negados.
Podemos y debemos discutir el estatuto del Estado-nación. En la nueva fase planetaria de la humanidad se notan cada ves más las limitaciones de los Estados y crece la urgencia de un centro de ordenación política que atienda las demandas colectivas de la humanidad de alimento, agua, salud, vivienda y seguridad. Pero mientras llegamos a implantar ese organismo corresponde al Estado llevar a cabo la gestión del bien común, imponer límites a la voracidad de las multinacionales e implementar un proyecto nacional.
La crisis económica actual ha desenmascarado como falsas las tesis neoliberales y el combate al Estado. Con miedo, un periódico empresarial ha escrito en letras enormes en su sección de economía «Mercado Irracional», como si alguna vez el mercado hubiese sido racional un mercado que deja fuera de él a dos tercios de la humanidad. Una conocida comentarista de asuntos económicos, verdadera sacerdotisa del mercado y del Estado mínimo, llena de arrogancia, ha escrito: «Las autoridades estadounidenses se equivocaron en la regulación y en la fiscalización, se equivocaron en la valoración de la dimensión de la crisis, se han equivocado en la dosis del remedio y se equivocan cuando tienen un comportamiento contradictorio y errático». Y por mi cuenta añadiría: se han equivocado en no llamarla a ella como la gran pitonisa que habría adivinado la solución a la actual crisis de los mercados.
La lección es clara: dejada por cuenta del mercado y de la voracidad del sistema financiero especulativo la crisis se habría transformado en una tragedia de proporciones planetarias poniendo en grave peligro el sistema económico mundial. Lógicamente las víctimas serían los de siempre: los llamados ceros económicos, los pobres y excluidos. Fue el difamado Estado quien tuvo que entrar con casi dos billones de dólares para evitar en el último momento lo peor.
Son hechos que nos invitan a revisiones profundas o por lo menos, a algunos, a ser menos arrogantes.
2008-10-03
* Fuente Servicios Koinonia
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