Camilo Fernández era alcalde de su comuna por tercer período y estaba acostumbrado a prometer cosas y después no cumplirlas, a decirle a todo el mundo que si y hacer totalmente lo contrario. No había nadie como él para esos trotes, pero esta vez el concejal Castillo lo había puesto en una penosa situación exigiéndole que, como decía la ley, todas las cuentas del municipio tenían que ser públicas, dejar de ser un laberinto de números que nadie entiende y estar a disposición de la gente.
Fernández sabía que si las cuentas se transparentaban se vería en grandes problemas por lo que tenía que hacer algo.
La sesión del Concejo sería en tres días y para entonces podría aprobarse una moción contra Camilo Fernández, por notorio abandono de deberes, si se seguía oponiendo a cumplir con la ley argumentando todo tipo de cosas y negando la transparencia de las cuentas del municipio.
El alcalde, por primera vez en su larga trayectoria como avezado político, se sentía sin muchas posibilidades de ganar la contienda. De nada le servirían ahora su perfecta demagogia, años de entrenamiento engañando a sus semejantes, justificando lo injustificable para conservar sus intereses o los de sus amigos influyentes.
El partido lo protegía haciendo vista gorda, pero no estaría dispuesto a continuar respaldándolo si el asunto se salía de madre, y el concejal Castillo era un hombre rencoroso quien sentía por su persona un odio sin limite.
Como primera tentativa de solucionar el problema el alcalde citó e intentó negociar con los otros tres concejales para ver la posibilidad de neutralizar a Castillo e intentar salirse nuevamente con la suya.
Marcelo Astorga, otro político de piel dura y perteneciente a su misma colectividad, fue el único que estuvo de acuerdo, los otros dos se negaron a apoyarlo, a pesar de las regalías que el alcalde les ofreció.
No había caso, parecía que la buena suerte se le terminaba, que de una u otra forma le había llegado la hora. Pero su olfato político le decía que tenía que haber algo que pudiera salvarlo, que todas las cosas incluso las más difíciles pueden darse vuelta. Todo tiene su precio.
Sin embargo a partir de ese día no pudo dormir tranquilo y comenzó a ponerse de veras nervioso.
Finalmente decidió llamar al mismo Castillo y poner sus cartas sobre la mesa. Estaba dispuesto a ofrecerle muchas cosas a cambio de que desistiera del asunto y evitar el escándalo.
Intentando convencerlo le dijo que esos no eran tiempos para consideraciones éticas; que el presupuesto municipal había sido siempre aprobado por el mismo concejo; que era difícil transparentarlo todo debido a que el municipio no estaba preparado para aquello y, por último, le ofreció lisa y llanamente, dinero, y mucho.
Pero Castillo le respondió que él sólo cumplía con su deber de hacer respetar la ley y se retiró despidiéndose antes que el alcalde pudiera retenerlo. Sabía que lo tenía en la palma de su mano y no iba a perder la oportunidad de acabarlo, de vengar tantas humillaciones y saldar las cuentas. Así es la política, se dijo, y éste era su turno.
A Castillo tampoco le importaban un bledo las cuentas del municipio, sabía por experiencia que todos roban, si no es de un modo, de otro, y que eso sería siempre lo mismo. Lo que realmente importaba era el tremendo golpe que daría al alcalde y el paso que eso significaría en su carrera política.
No era un niño de pecho y estaba cansado de un botín miserable. Ya era tiempo que Fernández dejara su puesto vacante.
El día de la reunión el concejo estuvo completo, ningún concejal hubiese querido perderse lo que se anunciaba como el principio del fin.
La sesión se inició revisando dos o tres cosas sin importancia al lado del plato de fondo. Hasta que llegó el momento en que el concejal Castillo acusó al alcalde de no querer hacer lo necesario para cumplir con lo que exigía la ley y transparentar las cuentas municipales.
El alcalde no dijo una palabra y se limitó a escuchar en silencio.
El concejal Astorga dando muestras de lealtad con su correligionario dijo que aquello no era cierto, que era una infamia vergonzosa destinada a hacerle mal a quien tanto había dado por la comuna. Pero cuando llegó el momento de votar se sumó a los otros concejales para obligar al alcalde a cumplir con la ley, como se debe. El edil debía poner a disposición de todo el mundo la información presupuestaria.
Después de esto Fernández pensó en arrancar antes que alguien destapara la olla. Empezó a tener un comportamiento errático y perdió parte de la confianza en sí mismo, convirtiéndose en un alcalde huraño, sin sus habituales sonrisas.
La gente preocupada empezó a preguntarse qué podía haber causado este cambio tan radical en su personalidad. Porque en realidad muy pocos entendían el asunto de las cuentas presupuestarias ahora disponibles para todos.
Sólo Fernández sabía que era cuestión de tiempo para que el concejal Castillo reclamara en la Contraloría de la República por los diez millones destinados a los adultos mayores, o los veinte millones asignados a cultura y respaldados por falsas boletas de honorarios. El final estaba cerca. Lo sabía.
Pero pasaron los días y nada ocurrió. Incluso el partido le ofreció ir a la reelección y en las sesiones del concejo no se volvió a hablar del asunto.
Fernández no pudo evitar preguntarse lo que estaba ocurriendo. Todo sucedía completamente diferente a lo esperado.
La respuesta la obtuvo del mismo concejal Castillo que con una sonrisa de oreja a oreja le anunció que su partido había decidido presentarlo para diputado, un honor totalmente inesperado, según él, pero ese era el premio obtenido por aceptar no abrir la temida caja de Pandora y echarle tierra al asunto. Porque en realidad nadie quería que el incendio se propagara por doquier. Las órdenes venían de arriba. Todo debe seguir igual.
Así que no se preocupe, le dijo, quédese tranquilo, usted continúa siendo el alcalde, la comuna lo necesita.
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