Hay un debate en las ciencias y en toda la reflexión filosófica que resurge siempre de nuevo y que está presente también en la cotidianidad de nuestra existencia. Mirando cómo están las cosas en el mundo, ya sea en su aspecto social o ecológico —los desastres que están ocurriendo con millares de víctimas—, ya sea considerando nuestra propia vida, llena de contradicciones, de breves momentos de felicidad y largos de tribulación, nos interrogamos: ¿la vida tiene de verdad sentido? ¿No es todo un juego contradictorio, donde crímenes se mezclan con virtudes, se junta astucia con generosidad y farisaísmo con rectitud? No es raro encontrar personas que por fuera se muestran amables y tiernas, pero de cerca se revelan voluntaristas y, con frecuencia, muy autoritarias.
Solemos decir que ésa es la condition humaine que nos hace sapientes (sapiens) y simultáneamente dementes (demens). En efecto, somos la coexistencia sufrida de esos contrarios. ¿Será siempre así? ¿Conseguiremos, en nuestra vida, imitar a Dios que escribe derecho con renglones torcidos?
De estas angustias no se libran las personas religiosas e incluso intelectualmente bien formadas. La fe no evita estas oscuridades al fiel. Que lo digan místicos como san Juan de la Cruz, que habla de la «noche oscura de los sentidos», en la que todos los deleites de la vida desaparecen y la aridez asola el alma. Y eso es sólo el principio. Después vendrá «la noche del espíritu». Ésta es «terrible y temible», porque sumerge al alma en la experiencia del infierno y en la completa ausencia de Dios.
Quien tenga paciencia y obstinación de continuar creyendo en el sol, aunque haya sido tragado por la noche o aprisionado por la oscuridad, heredará una alegría y un deleite que son ya la anticipación de eso que llamamos cielo. ¡Pero cómo tarda y cuánto cuesta!
Esta cuestión aparece hoy con frecuencia en la reflexión de la moderna cosmología. Renombrados científicos optan por la no direccionalidad del universo. Para ellos, simplemente no tiene un sentido. Otros -cito solamente a uno, el conocido físico de Gran Bretaña Freeman Dyson-, dice: «Cuanto más examino el universo y estudio los detalles de su arquitectura, más evidencias encuentro de que el universo de alguna manera debe haber sabido que estábamos de camino». Efectivamente, el principio antrópico asegura que si no hubiese ocurrido en los primerísimos momentos después del big-bang un equilibro sutil de billonésimas de segundo entre la fuerza de atracción y la fuerza de expansión, no habría habido condiciones para que se formara la materia, la vida habría sido imposible e igualmente el ser humano.
Mirando retrospectivamente el proceso evolutivo que ya tiene 13.700 millones de años, no podemos negar que hubo una escalada ascendente en dirección hacia una complejidad cada vez mayor, hacia más vida y más subjetividad cada vez, que permite el pensar, el sentir, el amar y el cuidar. El conocido pensador R. Wright habla en este contexto de «suma no cero». Dice que «poniendo todo en la balanza, a largo plazo, situaciones de suma no cero producen sumas más positivas que negativas». En otras palabras: una indiscutible direccionalidad de la historia tiene validez, y hace que haya un desempate a favor del sentido contra el absurdo. Ese mínimo de positividad, suma no cero, sostiene la esperanza en el destino feliz del universo y de nuestra atribulada existencia. El enfrentamiento entre caos y cosmos, justicia e injusticia continúa, pero el desenlace se inclina en dirección a la victoria del cosmos y de la justicia.
2008-06-13
* Fuente: Servicios Koinonia
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