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Acusación constitucional, una victoria a lo Pirro para la derecha

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De 1925-2008 ha habido sesenta y seis acusaciones constitucionales. Si descontamos los 17 años de dictadura, promediaría una anual, un récord nada despreciable si se considera la gravedad que se atribuye a este tipo de fiscalizaciones. Sólo un presidente, Carlos Ibáñez del Campo, fue destituido por el Senado, sanción que no tuvo ninguna aplicación práctica, pues el ex dictador se encontraba exiliado en Buenos Aires, después de renunciar al cargo. También han sido destituidos por el Senado diez ministros de Estado. Seis intendentes, un ministro de la Corte Suprema, Hernán Cereceda. Durante el gobierno de Salvador Allende se presentaron dieciocho libelos acusatorios y dos ministros de Estado fueron destituidos por el Senado. Si se juzgara solamente por las cifras, la acusación sería un asunto banal y cotidiano: una poderosa facultad fiscalizadora del Parlamento y no un juicio político de alta gravedad, lo que en cierto grado desvirtúa este instrumento.

En todos los regímenes políticos democráticos se incluye alguna forma de juicio político para evitar el abuso de poder, sea del jefe de gobierno o del presidente de la república. En el parlamentarismo inglés, a pesar de existir el juicio político, este no tiene aplicación en la práctica, pues el primer ministro debe coincidir con las mayorías parlamentarias y tiene la facultad de disolver la Cámara de los Comunes. En el presidencialismo norteamericano existe impeachment, (denuncia, acusación o bochorno) y se ha aplicado, durante los últimos tiempos sólo dos veces: contra Richard Nixon, que se salvó por  previa renuncia al cargo, y contra Hill Clinton, en 1998-1999, por falso testimonio, quien también salió absuelto.

Desde la Colonia existe en Chile el juicio político: “Viva el rey, muera el mal gobierno” se aplicó al barrabás gobernador Meneses y García Carrasco, entre otros.  En Chile, el juicio político tiene una larga historia y todas sus constituciones, a partir de 1828, han incluido la institución de la acusación constitucional: en la de 1828 y 1833, el primer mandatario era irresponsable políticamente y sólo podía ser juzgado durante los primeros  seis de dejado el cargo; la de 1925 permitió que el primer mandatario fuera acusado por la Cámara de Diputados durante el ejercicio del poder. Las causales de acusación son todas extremas: “comprometer gravemente el honor y la seguridad de la nación e infringir abiertamente la constitución y las leyes;  a los ministros se le agrega, además, haberlas dejado sin ejecución y también los delitos de traición, concusión, malversación de fondos públicos y soborno”. Para acusar al presidente de la república es necesario el voto conforme de dos tercios de la Cámara de Diputados, que sólo fue posible en el caso de Carlos Ibáñez, en 1931.

En la Constitución de 1925 los ministros y altos funcionarios son de confianza del presidente de la república: sólo el primer mandatario puede nombrarlos o destituirlos. Arturo Alessandri Palma tuvo que luchar contra la oposición de radicales, conservadores y comunistas con respecto al régimen político presidencial, pues proponían un parlamentarismo reformado, en el cual el presidente de la república nombrara los ministros en acuerdo con la cámara de diputados, por consiguiente, los secretarios de Estado eran responsables ante ambos poderes del Estado. El centro de la Constitución de 1925 es la irresponsabilidad política del presidente de la república y la dependencia de los ministros de Estado respecto al primer mandatario. Alessandri eliminó las interpelaciones, las censuras y, sobre todo, las leyes periódicas, mediante las cuales dejaban al presidente sin presupuesto y sin Fuerzas Armadas, es decir, sin dinero, ni coerción.

En sus Recuerdos de gobierno, Nac., 1967, t.2, el León de Tarapacá trata de demostrar que la Constitución de 1925 es una creación original, diferente del parlamentarismo inglés y del presidencialismo de Estados Unidos; esta Carta Fundamental garantiza, según su gestor, don Arturo Alessadri, el más perfecto equilibrio de poderes: el Ejecutivo gobierna y el Congreso legisla y fiscaliza. Estas facultades residen, especialmente, en la cámara de diputados. El senado es un órgano más pausado, integrado por senadores representantes de provincia y un tercio que surjan de las fuerzas vivas de la nación  -de ahí surge la idea de los senadores designados -. Don Arturo tiene que responder a las críticas de los partidos políticos respecto a que la nueva Constitución consagra la tiranía del Ejecutivo, razón por la cual presenta la acusación constitucional como una forma de fiscalización frente al abuso de poder del presidente, de los ministros, generales y almirantes, jueces, intendentes y gobernadores. Según Alessandri, el trámite de la acusación es bastante simple y rápido: la presentan diez diputados y para aprobarla basta mayoría de los miembros presentes en la Sala de la Cámara de Diputados; el Senado actúa como jurado y se necesita, para su aprobación, la mitad más uno de los miembros en ejercicio.

Si nos atenemos al texto de la Constitución, las causales son muy graves, pero las exigencias de quórum no son muy altas –sólo dos tercios en el caso del presidente de la república. En el período 1925-1973, tres presidentes fueron elegidos por mayoría absoluta: Pedro Aguirre Cerda, Juan Antonio Ríos y Eduardo Frei Montalvo; cuatro fueron elegidos por mayoría relativa: Gabriel González Videla, Carlos Ibáñez del Campo, Jorge Alessandri y Salvador Allende. Posteriormente, esta última anomalía fue solucionada   con la segunda vuelta.

Los gobiernos minoritarios pueden funcionar relativamente bien si poseen, al menos, un tercio de los diputados, por medio de los vetos, pero en el caso de la acusación constitucional el no tener o perder la mayoría en la Cámara pone al gobierno en manos de la mayoría, que puede iniciar diversos libelos constitucionales contra los ministros de Estado. Así ocurrió, por ejemplo, en la última etapa del segundo período de Carlos Ibáñez  del Campo: fueron destituidos por el senado Darío Saint Marie, ministro de Relaciones Exteriores y Arturo Zúñiga, de Justicia, dando lugar a una asociación conspirativa militar, llamada “la línea recta”, que quería forzar al general a cerrar el Parlamento; afortunadamente no lo hizo, por el contrario, terminó firmando la derogación de la Ley de Defensa de la Democracia y la Ley Electoral que terminó con el cohecho.

Eduardo Frei Montalvo tuvo mayoría en la Cámara de Diputados, por consiguiente, ninguna acusación constitucional pudo prosperar; durante el gobierno de Salvador Allende se presentaron 18 libelos y fueron destituidos dos ministros y varios intendentes.

Hay que considerar el ambiente histórico en el cual se desarrollan las acusaciones constitucionales; desde 1925, la opinión pública desprecia al Congreso Nacional, visualizándolos como una cueva de ladrones. No puedo, ni siquiera, enumerar las veces en que el pueblo gritaba: “a cerrar, a cerrar, el congreso nacional”; la última fue el día del “Tancazo” , afortunadamente, ni Ibáñez, ni Frei, ni Allende han cerrado el Congreso, salvo el tirano innombrable, apoyado por la derecha, que hoy hace uso, hipócritamente, de las instituciones parlamentarias. Si consideramos el desprecio popular al parlamento, los destituidos serían unos verdaderos Galileos o Gordano Bruno.

En la democracia protegida todos los gobiernos, salvo el de Michelle Bachelet, contaron con mayoría en la Cámara de Diputados, por consiguiente, los libelos no podían avanzar, sin embargo, con los votos de la derecha, Sebastián Piñera y Clemente Pérez Walter, se pudo destituir a Hernán Cereceda de la Corte Suprema y estuvo a punto de pasar lo mismo con el presidente de la Corte, Servando Jordán, si no hubiera sido por la inexplicable abstención de Camilo Escalona. Ni hablar de los traidores- 11 diputados demócrata cristianos- que salvaron a Pinochet de una merecida acusación constitucional.

El gobierno actual ha perdido, torpemente, la mayoría en ambas Cámaras, fruta de la descomposición de la Democracia Cristiana y del PPD; los primeros al senador Adolfo Zaldívar y cinco diputados colorines; los segundo, a Esteban Valenzuela y al senador Fernando Flores; a la anterior situación de ambos partidos agregamos la más completa indisciplina: Pablo Lorenzini y Gabriel Ascensio se abstuvieron y René Alinco, no sólo renunció a la Comisión, sino que también se abstuvo. Se podría decir que sus propios camaradas prendieron la hoguera en que se consume nuestra “Juana de Arco Diaguita”.

Como es tan mal visto el Parlamento por la opinión pública la acusada, Yasna Provoste, se está convirtiendo en una líder popular, algo así como la Tirana, una  reina indígena, una matrona en los desfiles de la vendimia, una especie de “Doña Bárbara”, una Santa Teresita de Los Andes, y cuanta heroína se nos pueda ocurrir. No sería raro que en cada sala de clase, de los distintos centros educacionales fiscales, incluyeran retrato de Yasna Provoste, junto a O`Higgins y Balmaceda. A lo mejor, se le aparece la Virgen del Carmen y le entrega uno de esos crípticos mensajes que siempre resultan verídicos porque se conocen después de los hechos. En su estúpida victoria a lo Pirro, la Alianza por Chile le regaló, en bandeja, una gran líder a la decadente Democracia Cristiana, que poco tenía que hacer con Soledad Alvear o con Ximena  Rincón. Hasta de las cuevas aparece el conejo de la suerte, Jaime Ravinet.

En la segunda etapa de la acusación constitucional contra la ministra se puede complicar más la posibilidad de éxito de la derecha, pues se hacen necesarios 20 votos a favor para destituirla; basta la ausencia de un senador para que la acusación fracase; el senador independiente Carlos Bianchi aún no ha definido su voto y parece no estar muy de acuerdo en seguir a la patota de la derecha y del colorín; no sería nada de raro que se salvara Yasna en el último segundo. No creo en los milagros, “pero que los hay, los hay”, – se han visto cojos  corriendo la maratón -; si yo fuera gobierno le regalaría una playa tropical a Magallanes; claro que Michelle Bachelet y sus ministros obran siempre con transparencia y probidad y son, además, personas muy serias y responsables para presionar a senadores que actúan como jurado en el caso.

La acusación es una victoria a lo Pirro: primero, la Alianza entre los colorines y la derecha, está pegada con moco –en la apariencia piensan muy distinto unos y otros-; lo del arco iris aliancista es una soberana estupidez –son demasiado totalitarios para ser pluralistas y demasiado individualistas para emprender una acción colectiva- siempre terminan dividiéndose por personalismos, no se soportan los unos a los otros; ara intentar ganar en las próximas elecciones presidenciales, Sebastián Piñera necesita dividir a la Democracia Cristiana, halagándola con preciados regalos, y no uniéndola en el resentimiento contra la estrategia del desarrollo. Nada peor que quemar viva a la heroína de moda de la Democracia Cristiana.             

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