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Llegaron los díscolos y los molieron a palos

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Nada más absurdo que creer que porque se ha obtenido una mayoría parlamentaria el gobernar es un camino sembrado de rosas: es evidente que el centro de la política es el conflicto y la contradicción, por consiguiente, pretender que por el hecho de ser elegidos los parlamentarios en listas de partidos de gobierno no van a deliberar y, a veces, votar contra proyectos mal elaborados por el poder ejecutivo, es una ilusión en la cual han caído muchos gobiernos en nuestra historia republicana; producto de esta concepción errónea, el gobierno de Michelle Bachelet ha perdido importantes batallas parlamentarias, como el rechazo de la Depreciación Acelerada y, actualmente, el voto en contra respecto a la designación, como Directores del Canal Nacional, de los señores Edmundo Pérez Yoma – un pinochetista de tomo y lomo, y Francisco Aleuy. Idea obtusa y torpe la de colocar, a la vez, el buen y mal bandido, para lograr votos de uno y otro lado; en el caso de Pérez Yoma, con el apoyo de un almirante (r) de ultraderecha,  el senador Jorge Arancibia y, por Aleuy, el voto del izquierdista Alejandro Navarro. Como esta historia nunca ha dado resultado, salvo en la crucifixión de Nuestro Señor Jesucristo, a la larga, terminaron votando contra las dos postulaciones los senadores de la Alianza, además de Adolfo Zaldívar, Fernando Flores y Alejandro Navarro. Al parecer, esta estrategia de un paso a la izquierda y otro a la derecha no le da mayor resultado a la presidenta Michelle Bachelet, que siempre queda a la altura del unto con los juegos maquiavélicos de sus fiorentinos ministros del equipo político.

De la famosa mayoría parlamentaria apenas quedan las sombras del triunfalismo del fenecido “estado de gracia”; actualmente, está claro que el gobierno de Michelle Bachelet es minoritario, al menos, en el senado. Los opinólogos políticos pueden divertirse desarrollando las más locas interpretaciones de tan rápido deterioro del poder. No faltará quien lo achaque al estúpido y sempiterno machismo de nuestros señoritos de la casta, que no pueden aceptar que las mujeres detenten el poder; para otros fulanos, se debe al hecho de que la Presidenta se rodee de un pésimo equipo político que, a pesar del continuo diálogo no logra el éxito, salvo en el triunfo a lo pirro con la consecución de los fondos para el Transantiago. Para menganos, el Parlamento se ha convertido en un grupo de “duques de Venecia” que, como los señores feudales, se reparten su parcela política; sería como la vieja fronda aristocrática, que no está dispuesta a conceder nada a la monarquía presidencial; para sutano, la oposición está dispuesta a negar la sal y el agua al gobierno: ya murieron los tiempos de la democracia de los acuerdos; y para otros, los desprestigiados jefes de partidos de gobierno se ven obligados a aplicar la disciplina conventual a sus senadores y diputados, sosteniendo la peregrina teoría de que  fueron elegidos en primer lugar por sus partidos y no por sus méritos personales.

Personalmente creo que toda esta chimuchina no conduce a nada, salvo a la entretención de los pocos ciudadanos que aún creen en el juego político. Lo que ocurre actualmente es mucho más profundo: hay un colapso del sistema político autoritario, presidencialista, autoritario y cuasi monárquico, heredado de la dictadura de Pinochet. Esta forma de hacer política pudo marchar en la democracia de castas y de los acuerdos entre gobierno y oposición, en las épocas de Aylwin, Frei y Lagos, pero ya llegaba a su ocaso cuando asumió Michelle Bachelet, que, en muchos sentidos, prometía innovar en un gobierno presidido por una mujer, abierto a las aspiraciones ciudadanas.

Como la promesa de un gobierno ciudadano se ha incumplido, ya sea por la voluntad de la Presidenta o el mando de sus asesores y consejeros, no queda más que seguir gobernando al día, es decir, tratar de conquistar sea el voto de la derecha, de senadores independientes o de los llamados díscolos, para lograr aprobar, uno a uno, los proyectos de ley presentados por el Ejecutivo, lo que equivaldría  a colocar vinos nuevos en odres viejos.

Es cierto que el colapso en historia no significa derrumbe, desolación y muerte: se puede pensar que el Imperio Romano colapsó cinco siglos antes de su caída definitiva, como lo sostiene Gibbon, quien afirma que no hay que asombrarse de la caída del Imperio Romano, si no por qué duró tantos siglos en llegar al ocaso; lo mismo ocurrió con la cultura egipcia y la griega, en consecuencia, el colapso de un sistema político no tiene ninguna equivalencia con la muerte biológica de los seres humanos. Pienso que en comedia y en pequeño, algo similar ocurre con nuestra política chilena; a pesar de su decadencia, los partidos, instituciones y gobiernos sobreviven, sin embargo, paulatinamente van perdiendo sentido y saga ética.

El sistema bicameral sólo tiene explicación en el presidencialismo norteamericano, en el cual el senado tiene un enorme poder: en la actualidad, el voto de la Cámara y del Senado, por ejemplo, en el sentido de exigir un calendario para la salida de las tropas norteamericanas de Irak, logra poner en cuestión al gobierno de Bush; en el caso de los regímenes parlamentarios y semipresidenciales, los senados y cámara de los Lores son meramente figurativos, pues lo que importa, políticamente, los Comunes y la Cámara de Representantes.

Como en Chile somos pésimos imitadores, pretendimos emular a los norteamericanos, con resultados bastante catastróficos; en la mayoría de los casos históricos, ocurridos en Chile, el senado no coincide con el Presidente de la República, elegido por la ciudadanía; así ocurrió con Juan Antonio Ríos, quien tuvo que recurrir a la formación de gabinetes ministeriales, dirigidos por militares, cada vez que tenía una contradicción con su partido, el Radical;  esta historia se repitió con Gabriel González Videla al formar Gabinetes con todos los partidos del arco político: primero, con liberales, radicales y comunistas, posteriormente, con radicales, conservadores y liberales y, por último, con conservadores, socialcristianos y falangistas. Esta tendencia se radicalizó, al máximo, con Carlos Ibáñez del Campo, que contó entre sus ministros, con socialistas populares, agrario-laboristas y derechistas nacionalistas fascistoides, como Jorge Prat. Sólo Frei Montalva tuvo mayoría en la Cámara, con ochenta  Diputados, sin embargo, fue minoritaria en el Senado. Salvador Allende no logró ser hegemónico en ninguna de las dos Cámaras.

Todos los Presidentes de la República peroraron contra el Congreso; aún recuerdo el famoso dicho “a cerrar el Congreso Nacional”, coreado por las masas cuando el Senado negó a  Frei el permiso para una misión oficial en Estados Unidos, o cuando en el caso de Allende, un grupo de militares facciosos intentó un golpe de Estado, el 29 de julio de 1973.

El sistema bicameral chileno es bastante extemporáneo: los senadores son elegidos para un período de ocho años, por mitades; además, representan a las regiones, al igual que la Cámara de Diputados, cuando lo lógico sería que se eligieran senadores nacionales que, al menos, expresaran las grandes corrientes de opinión, aunque en el Chile neoliberal no existen. Si agregamos al bicameralismo el viciado sistema electoral – de todos conocido – y la falta de sentido y de ética de los partidos políticos, podemos comprender, claramente, que nuestra sistema político e institucional está colapsado. Por cierto que ante la anomia ambiente, puede sobrevivir por muchos años, aun habiendo perdido el alma y la vitalidad. Ante este marasmo sólo queda, para usar los términos de Toynbee, “responder adecuadamente al desafío”, que no es más que plebiscitar una nueva Constitución política que cambie el régimen y represente, adecuadamente, los anhelos del ciudadano.
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