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Argentina: La sigilosa y terrorífica ley antiterrorista

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La reciente ley antiterrorista, leída con algún cuidado, causa terror.
Ha sido sancionada en la turbiedad de la polvareda eleccionaria, y con el sigilo propio de una mayoría legislativa consciente de los reparos gravísimos que la opinión pública advertida hubiera opuesto.

Mientras politólogos y sesudos periodistas deshojaban metafóricas margaritas ideológicas y escrutaban las crípticas virtudes de los tres candidatos y sus antecedentes poco atractivos, el poder real, el poder en las sombras disponía de las mayoría de senadores y diputados para producir, con robótica diligencia, el hecho consumado.

Mientras se desentrañaba cuál de los candidatos obtendría el cargo “municipal y espeso”, como hubiera dicho Rubén Darío, tarima desde la que cualquiera de ellos, al igual que sus predecesores, exhibiría más o menos las mismas inepcias y cometería más o menos los mismos desafueros, el país se encontró con la ley antiterrorista.

Como todo documento, una ley no puede ser juzgada sino en el contexto político social en el que se va a aplicar. En el caso, no puede ocultarse que estas normas terroristas van a ser aplicadas por una judicatura federal, parcialmente integrada todavía por los famosos jueces de la “servilleta”, y que en su totalidad ha perdido independencia desde la modificación del Consejo de la Magistratura en el orden nacional, ya que el Poder Ejecutivo, con su notoria propensión a influir en la justicia, domina ese cuerpo, el referido consejo paradójicamente creado para asegurar aquella independencia, y del que dependen los nombramientos y las destituciones judiciales.

Tampoco se puede omitir que no son normas dictadas desde el interés nacional ni aportan soluciones a problemas de la Argentina contemporánea. Hace más de diez años que no hay un atentado con características terroristas en nuestro país. Ninguna institución, ningún agrupamiento cívico, social, político o protector de los derechos fundamentales de las personas, ha reclamado la creación de este texto ominoso. Se sabe bien que los problemas de la Argentina son otros: la pobreza desproporcionada, la injusta distribución de la riqueza, la depredación y el deficit educativo, la continuada falta de control soberano sobre los recursos naturales, la inseguridad ciudadana y otros conexos. A ninguno de ellos se refieren estas normas. En cambio, aparecen en un momento de alarmante endurecimiento coercitivo, como el que vivieron los maestros y profesores en Santa Cruz, lo cual crea un clima de significación peculiar para toda nueva legislación represiva.

Estas prescripciones provienen no de adentro sino de afuera. Un afuera que sería ingenuo ignorar está ocupado casi enteramente por la potencia hegemónica. En este sentido, la ley ha sido un “deber”, como se decía antes, una “tarea”, como se dice ahora, destinados al aprecio y la satisfacción de esa hegemonía monitora.

No será la primera vez que el terrorismo sea utilizado como cobertura para otros intereses y otras finalidades. Esto es bien notorio en la siempre repetida mención de la Triple Frontera como una cueva del terrorismo internacional. Tan cierto como que la policía y los servicios de seguridad de tres países custodian y controlan ese enclave, es que nunca se ha podido probar nada que ni remotamente se aproxime al terrorismo. Pero es una aserción retórica, susceptible de ser repetida mil veces más. Es un rótulo que ha permitido poner bases militares en el Paraguay y que permite una custodia cercana del Acuífero Guaraní. Recuérdese que el convenio con el Banco Mundial para “la preservación ecológica” de dicho sistema, está signado por la Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay, cuatro naciones cuyos gobernantes han permitido que una quinta también lo firme y sea parte del convenio, como si fuera uno de los ribereños de los grandes ríos que terminan en el Plata: los Estados Unidos.

Lo más grave en esta ley, curiosamente, no está en las amenazantes reglas sancionatorias, que aparejan prisión o reclusión de 10 a 20 años. Hay algunas, en todo caso, que muestran cuán arbitrariamente se pueden utilizar algunas descripciones delictuales, como la que dispone esas penas para la acción de “perturbar los servicios del aeropuerto, si ese acto pone en peligro su seguridad”. Está claro que invita al riesgo de que una encendida protesta sindical, o un igualmente áspero reclamo de los usuarios de los servicios del transporte aéreo, como ha ocurrido recientemente, sean objeto de acusación si se alega que esos reclamos desvían al personal de seguridad de sus tareas ordinarias y crean peligro de inseguridad en el aeropuerto. Una resbaladiza disposición, como se ve, que puede terminar con personas inocentes detenidas por “terroristas”, a través de la acción de fiscales y jueces demasiado atentos a no contrariar al Poder Ejecutivo.

Pero lo peor está en las normas procedimentales.
El art. 12 de la ley autoriza al P.E. a compartir con otros países información e inteligencia, aun la que posea clasificación de seguridad. Como dice el juego de palabras francés: ce pluriel c’est bien singulier. Sería por demás ingenuo creer que esos “países” serán el Uruguay o el Paraguay. Sin un gran esfuerzo de imaginación es fácil saber que esa disposición está allí para nutrir al país que mantiene la prisión de Guantanamo, universalmente denostada por violación flagrante de los principios y preceptos humanitarios y jurídicos más elementales, las audaces cárceles secretas de Europa Oriental, y que confesadamente ha torturado en Irak. La información e inteligencia será secreta para el pueblo argentino, no para los beneficiarios externos de ese ‘compartir‘.

Como si la Secretaría de Informaciones del Estado (SIDE), dotada hoy de un presupuesto descomunal, no fuera suficiente, y no lo fuera también su lamentable ejecutoria como arma del gobernante de turno para espiar a los ciudadanos a quienes sospecha como adversarios o disconformes, hay en la ley un curioso capítulo denominado con la palabra “Herramientas”, término extraño a nuestro lenguaje jurídico, obviamente traducción de “Tools” en inglés, lengua en la que vino escrita verosímilmente la pauta a seguir. Se trata de la creación de una frondosa burocracia secreta, nocturnal e incontrolable de: a) informantes, b) agentes encubiertos, y c) arrepentidos. Es algo ajeno a nuestras tradiciones jurídicas, en las que el principio de la publicidad de los actos estatales es la regla, muy especialmente en el proceso penal. Corresponden a un resabio de la guerra fría, que se recrea y se nos infiere a los que nunca participamos de ella. Y recuerda aquello que decía Kant en “La Paz Perpetua:’…esos actos infernales (asesinos, envenenadores, el uso de la traición, el espionaje) ya viles en si mismos, al ser puestos en circulación, no quedan confinados a la esfera de la guerra…vicios tales, una vez estimulados, no está en la naturaleza de las cosas que se los pueda detener y son llevados al estado de paz, donde su presencia es enteramente destructiva del propósito del Estado en cuestión”.

Por la experiencia que tenemos los argentinos, y por la experiencia universal de los actos definidamente ilegales y delictuales cometidos por la CIA, según explícita confesión, ¿qué podemos esperar de los caballeros, y también de las damas, para no discriminar, que se postulen a informantes, agentes encubiertos y arrepentidos, y qué infinitesimal expectativa de rectitud y veracidad podemos esperar? La ley es, además, un factor adicional de corrupción, en un país en la que brilla con fulgor estelar, al declarar no punibles una vasta serie de delitos que los agentes encubiertos pueden cometer sin ser punidos (art.30) entre ellos todos los ilícitos penales contra la propiedad:¡Miel sobre ojuelas!

¡Que no dejen de resonar en nuestro interior las palabras de Kant!

No cabe duda alguna. Esta ley, oscuramente sancionada, concebida a espaldas de la opinión pública y del debate leal y sincero, es una amenaza al derecho de defensa y al debido proceso legal, y es creadora de un grave peligro potencial para todos los ciudadanos.

Pasa a ser ahora un importante objetivo cívico y republicano su derogación lisa y llana, y una tacha de ignominia para quienes la han promovido y votado.

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