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El campo chileno: La explotación se viste de progreso

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El campo chileno ha cambiado de manera radical en las últimas dos décadas. La transformación que ha experimentado este sector a partir del desarrollo de la agroindustria y el fomento del modelo agroexportador, constituye uno de los mejores ejemplos de la incorporación en Chile de las lógicas económicas del “neocapitalismo” que se impone en el mundo global.

Los llamados “temporeros” representan un icono de esta nueva economía en Chile, y en tanto grupo de trabajadores vivencian de manera radical sus cambios estructurales a partir de la industrialización agrícola y su propuesta de producción orientada casi exclusivamente a la exportación; al mismo tiempo que experimentan las consecuencias de sus cambios en la gestión del trabajo, a partir de la supremacía de los contratos por faena, obra o servicio en la pujante industria agrícola chilena. Esto último se hace evidente cuando constatamos que en la actualidad el número de trabajadores estacionales en el agro fluctúa entre los 300 mil y los 400 mil, representando cerca del 80% de los 500 mil asalariados agrícolas de nuestro país.

Desde una perspectiva legal, el reconocimiento de la condición laboral del temporero agrícola es reciente, ya que sólo a partir de los cambios introducidos al Código del Trabajo en 1993, específicamente en su Art. 93, se incluyó la definición explícita de los trabajadores agrícolas de temporada, diciendo que son “todos aquellos que desempeñen faenas transitorias o de temporada en actividades de cultivo de la tierra, comerciales o industriales derivadas de la agricultura y en aserraderos y plantas de explotación de madera y otras afines”. Este reconocimiento tardío de los temporeros, representa una muestra más de que la institucionalidad legal llega casi siempre tarde cuando se trata de reconocer y proteger derechos laborales.

Pero los trabajadores de temporada, más allá de su reconocimiento legal o no, están ahí desde hace mucho tiempo habitando los márgenes del sistema hegemónico. No constituyen una nueva forma de peonaje, pero tampoco un renacimiento del inquilinaje. Son algo así como una síntesis “posmoderna” de lo peor de ambos imaginarios: la precariedad de los primeros, con el disciplinamiento de los segundos, ambas características magistralmente suturadas por el discurso de la modernización “hiperkinética” que ha vivido el agro.

El temporero es un asalariado que proviene en un 50% de los sectores urbanos o rural-urbanos, que vive graves problemas de protección sociolaboral y que en las últimas décadas se ha feminizado masivamente, al punto que, una medición a mujeres inactivas en el año 2004, realizada mediante una encuesta suplementaria a una encuesta de empleo de la Dirección del Trabajo, encontró 873.514 mujeres que trabajaron en algún período del año anterior, y de ellas, el 21.3% lo había realizado en la actividad agrícola (especialmente en labores en los packings). Obviamente que no hablamos de sujetos homogéneos, pero sí de un tipo de sujeto que habita con mayor frecuencia algunas categorías sociales que los vinculan fuertemente con procesos de precarización y abuso laboral.

Según los programas de fiscalización realizados por la Dirección del Trabajo en los últimos años, se ha podido establecer que en nuestro agro existe un incumplimiento recurrente de varios derechos laborales. Durante el año 2002, de un total de 2.021 empresas fiscalizadas, el 41% incumplía respecto de jornada de trabajo (exceso de jornada semanal, horas extraordinarias, registro de asistencia, descanso semanal); un 15.5% lo hacía en relación con materias de higiene y seguridad (saneamiento básico, protección a los trabajadores, instrumentos de prevención de riesgos y elementos de protección personal); un 11.2% sobre aspectos de remuneraciones; un 10.4% en las declaración de cotizaciones provisionales y un 9.2% en materias referidas al contrato de trabajo. Es decir, los asalariados agrícolas, hombres y mujeres, viven claramente los abusos de un sistema laboral que incumple las reglas mínimas, las cuales ya siendo insuficientes, son además transgredidas, imponiendo un clima subjetivo de temor y precariedad en los trabajadores temporeros.

La precarización de los trabajadores temporales se expresa de manera especial en la labor de los invernaderos. En la V región se produce la mayor utilización de esta tecnología por la producción de tomates y flores; y como muestran varios estudios, en tanto espacio cotidiano para los trabajadores presenta condiciones ambientales y de trabajo que son adversas para ellos, tales como la exposición a altas temperaturas durante los meses de verano, la exposición a humedad, la realización de esfuerzos físicos, la adopción y el mantenimiento por largas horas de posturas en cuclillas, agachado o de pie, la realización de un trabajo manual de tipo repetitivo y, lo que resulta más grave, la exposición a altas concentraciones ambientales de plaguicidas, lo que constituye una amenaza gravísima para la salud de las personas que trabajan al interior de las naves. Estas condiciones de trabajo son especialmente graves en la producción de flores, al ser estos invernaderos un ámbito donde la aplicación de plaguicidas está más desregulado por constituir una actividad de producción no alimentaria.

Sin embargo, la utilización de elementos peligrosos para la salud de los trabajadores no se circunscribe exclusivamente a los invernaderos y se generaliza a la producción agrícola en general. Por ejemplo, un estudio realizado a temporeras de la uva, en las regiones de Valparaíso, Metropolitana y de O’Higgins, indicó que de un total de 300 entrevistadas, un 61.6% de las que trabajan en huertos y un 42.3% en los packings dijeron estar en contacto con pesticidas durante su jornada laboral. Con relación a los malestares que éstos les provocan, las entrevistadas mencionaron en un 47,8%: malestares generales (dolor de cabeza, estómago, vómitos, mareos nauseas, etc.); en un 22,7%: problemas a la piel (dermatitis); un 19,3% dificultades visuales, y finalmente, un 10,8% declaro problemas respiratorios.

De este modo, podemos constatar como la gran revolución agrícola de nuestro campo se sostiene sobre altos niveles de incumplimiento de las leyes laborales, al imponer a los trabajadores condiciones que los precarizan, les impiden organizarse y amenazan gravemente su salud. Así es como cerca de 400 mil trabajadores hoy en día habitan los márgenes de este desarrollo agroexportador: “muriendo” cada día un poco más, experimentando la incertidumbre, respirando los hedores de la trastienda, pasando calor, deseando cosas que ni con todas las horas extras pueden alcanzar. Los temporeros representan la explotación constitutiva de nuestro modelo de desarrollo: del mismo modo como los trabajadores de las grandes tiendas sostienen con su sobretrabajo el crecimiento compulsivo del comercio, los temporeros absorben con su silencio y disciplina las peores sombras de la revolución de la industria agrícola chilena.

Es rara la sensación que deja constatar que después de más de cien años, y luego de despertar violentamente de una pequeña borrachera entre la década de los sesenta y setenta, el campo chileno sigue siendo sin lugar a dudas ese espacio donde la explotación se viste de otra cosa: antes fue de tradición y paternalismo, hoy es de progreso y desarrollo.
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