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El tanguero fusilado por Franco

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La olvidada historia de Antonio Seoane,  a 70 años de la guerra civil española

A las ocho y media de la noche del 10 de julio de 1948, Eduardo Alfonso Cruz, jefe el Servicio de Información de la 140 Comandancia de la Guardia Civil, se sentó como un parroquiano cualquiera en una de las mesas del Barlovento, el bar más concurrido de La Coruña. Tenía la esperanza de ser quien atrapara a “Julián”, el jefe de la guerrilla gallega o, como escribió en el parte, de las “partidas de bandoleros que actúan en esta región”. Al cabo de un rato, una pareja se aproximó al local. El hombre respondía a las características físicas de “Julián”. En un abrir y cerrar de ojos, los efectivos de la “benemérita” que vigilaban en las inmediaciones rodearon a los dos clandestinos. Comenzaba así un proceso absurdo que iba a culminar en las primeras horas del 6 de noviembre, cuando en el Campo de las Dormideras “Julián” fue colocado frente al pelotón de fusilamiento. “Julián” era en realidad Antonio Seoane Sánchez, un español llegado a los cinco años a la Argentina, trabajador del diario La Prensa, directivo de la Federación de Sociedades Gallegas, bailarín de tango, habitué de un café de Defensa y Estados Unidos, vecino de San Telmo. Tenía 43 años. Las firmas, las movilizaciones realizadas en Buenos Aires pidiendo la conmutación de la pena no habían servido de nada.
No fue la única condena a muerte: con él murió José Gómez Gayoso, alias “López”, ex comisario político de los ejércitos republicanos y regresado para asumir la secretaría general del ilegalizado Partido Comunista de Galicia, dirección política de la guerrilla. La joven apresada con “Julián” en el Barlovento era su nuevo amor, Josefina González Cudeiro, Fina para sus familiares. Ella permaneció quince años detenida en las cárceles de Alcalá de Henares, Burgos y Segovia. Antes, igual que su amante, había sido brutalmente torturada, colgada de las manos y quemada con ácido en los genitales, quizá porque así castigaba la España de la cruz y la espada a la muchacha de izquierdas que acababa de hacerse un aborto con una comadrona de Madrid y practicaba el amor libre.
Fue la hermana de Fina la que a su pedido mandó una carta a la madre de Antonio, a Buenos Aires, avisándole de su detención. También le recomendaba que golpeara todas las puertas, que movilizara todo lo movilizable porque el final del proceso se avecinaba y quedaban pocas esperanzas. Asunción, la madre de Antonio, una gallega que se había afincado en San Telmo y alquilaba habitaciones para ayudar a los escuálidos ingresos del marido, carpintero y dueño de una carbonería que estaba frente al cine Cecil, siguió al pie de la letra las indicaciones que le llegaron del otro lado del mar. “Pidió incluso una audiencia con Eva Perón para rogarle que intercediera, pero la señora no la recibió –recuerda ahora Jorge, el hijo de Antonio–. Mi abuela era una vieja heroica, que a pesar de su pobreza les dio de comer a muchos compañeros que llegaban de España muertos de hambre.”
Jorge cree que la única depositaria del secreto que rodeó el viaje de Antonio a España fue su abuela Anunciación. De él, en cambio, se despidió un día que no alcanza a determinar, con un abrazo y la promesa de mandarlo a buscar muy pronto; tal vez no fuera una mentira, puede que Antonio Seoane pensara, como muchos republicanos entonces, que el final de la Segunda Guerra iba a ser también el fin de la dictadura franquista.
Lo cierto es que Jorge no imaginó que ése sería el último contacto entre ambos. Tenía ideas imprecisas acerca de la causa que impulsaba a su padre y a los hombres y mujeres con quienes Antonio se reunía en el local de la Federación de Sociedades Gallegas. Y le llevaría un tiempo descubrir que había sido recién en 1939 cuando resolvió afiliarse al Partido Comunista de España, una decisión tardía pero no inesperada: estaba inscripta en la atmósfera familiar y en el contacto con los exiliados republicanos.
El expediente que hace unos años le enviaron desde Galicia le permitió reconstruir un tramo de aquel viaje: tras fallarles los contactos establecidos en Pamplona y en Barcelona, Antonio pidió instrucciones a Buenos Aires y le ordenaron dirigirse a Madrid. Desde entonces utilizó un documento extendido a nombre de Aureliano Barral, ciudadano argentino; su seudónimo en el Ejército Guerrillero de Galicia, adonde arribó en el ’45, fue “Julián”. La comunicación con la familia se cortó. El silencio estaba impuesto por la cerrada clandestinidad y por los aires políticos gubernamentales que, en la Argentina de los ’30, los ’40 y los ’50 no soplaban en favor de la República. La prosa fascista del atestado instruido por la Guardia Civil describiría el periplo de manera diferente: “El procesado, que vivía en la Argentina, se afilió al Partido Comunista Español al llegar a la Nación hermana los refugiados huidos de la zona roja”.

Cuestión de honor
Hoy, Jorge admite que el matrimonio de sus padres estaba roto desde hacía mucho, pero que pese a todo Saladina Cruz, su madre, comprendía y apoyaba el sacrificio del marido. Era una obrera esclarecida, delegada de la Fábrica Argentina de Alpargatas, “en la época en que iban a trabajar con sombrero”. Y gallega. Fue a ella a quien Antonio le dirigió las cartas fechadas en la “Prisión Provincial, Primera Galería, Celda 6”. En una de ellas, le advirtió: “Fui detenido el 10 de julio, acusado de ser el jefe guerrillero de Galicia. Ya te puedes imaginar lo que esto supone en un Consejo de Guerra sumarísimo. Tenía noticias de que este Consejo se llevaría a cabo el 7 del corriente, pero hace unos días nos enteramos de que había sido aplazado para mediados de este mes. No sé a qué obedece este aplazamiento. De todas formas, para mí esto significa unos días más de vida. Aunque sobre esto no tengo seguridad ninguna. Perdóname la crudeza, pero es que debemos ser realistas. En cuanto a mi estado de ánimo, es perfectamente normal, porque esto no me ha tomado de sorpresa y en los últimos momentos, no te quepa duda alguna, sabré comportarme como lo que siempre creo haber sido. No digo más…”
.
En la siguiente, casi en capilla, Antonio explicaba a su mujer: “Los tres (él, Gómez Gayoso y un tercer combatiente, José Bartrina) estamos ya aislados, en régimen de condenados a muerte, salimos una hora al patio, bajo la vigilancia de un oficial; no permiten que nos envíen comida de la calle y nos han retirado el papel, pluma, lápiz, etc. El desenlace no es posible preverlo, ya que pudieran existir determinados factores que modifiquen la sentencia. No nos hacemos ilusiones y sin infundados pesimismos prevemos que habrá ejecuciones. ¿Cuántas? Lo que está claro es que los altos jefes de la Guardia Civil presionan ferozmente y que han hecho de nuestra ejecución cuestión de honor. La presión del exterior puede decidir el desenlace de una forma u otra. Sobre esto no creo necesario insistiros. La Argentina, por las relaciones que mantiene con el régimen de Franco, puede decidir muchísimo. Tenemos confianza absoluta en lo que nuestro P. (partido) y los P. hermanos hagan para movilizar a la opinión democrática mundial en nuestro favor. Aunque aislados, conocemos el volumen de la campaña de solidaridad”.
La muerte, sin embargo, no conseguía hegemonizar el texto; el condenado la ponía a raya con una vuelta sistemática a la vida cotidiana: “Y ahora algo de lo nuestro &
ndash;escribía–. Estoy asombrado con las fotos que me mandáis. Francamente te confieso que al verlas me sentí viejo y hasta ahora presumía de no serlo. ¿Pero es posible que ya tenga nuera? ¡Vamos, esto sí que es para caerse de espaldas! ¡Y qué guapa Elsita! Cuando me contestes dime de qué barrio es y cuál es su apellido”. La correspondencia, el único vínculo del reo Antonio Seoane con el mundo exterior, era el producto de un balance solitario. Lo dice de manera explícita en la nota que le dirige a Roberto Gastelú, su jefe en la sección distribución de La Prensa: “Usted sabe que aunque me he criado en la Argentina, a la que amo como mi segunda patria, en la que reposan los restos de mi padre y residen mi anciana madre, mi esposa y mi hijo, yo he nacido en España (…). Al hacer mentalmente un recuento de los seres por quienes he tenido siempre gran cariño y respeto no podía olvidarme de usted, que me ha conocido siendo casi un pibe”.
A fines de octubre, el Consejo de Guerra presidido por el teniente coronel de Ingenieros Ramón Rivas Martínez dictó para Seoane y Gómez Gayoso (a) “López” la pena capital por el delito de “actividades comunistas”. El defensor militar, más piadoso o más realista, no había solicitado el sobreseimiento sino 30 años de prisión mayor.
El 5 de noviembre, el ministro de Ejército confirmó las sentencias; el 6 se dispuso el envío de un médico que constatara las muertes, dos ataúdes, los permisos del cementerio para el entierro, requiriéndose, además, la presencia del defensor militar, capitán de artillería José Lago Vizoso. Se ordenó, asimismo, que los condenados fuesen entregados a la Guardia Civil, que se haría cargo de ejecutar la sentencia. A las cuatro de la mañana, luego de leérseles la resolución, “Julián” y “López” fueron colocados en capilla. Ambos se habían negado a firmar la notificación. Una nueva cédula dejó constancia de que “a las ocho del día de hoy ha sido ejecutada por fusilamiento la pena de muerte en las personas de los reos José Gómez Gayoso y Antonio Seoane Sánchez en el Campo de Dormideras de esta Plaza”.
El 8 de febrero de 1949, el defensor militar hizo entrega de las pertenencias de Antonio Seoane que, por todo concepto, consistían en una pluma estilográfica “Parker”, un mechero de metal blanco, un reloj de caballero “Omega” con su pulsera, un alfiler de corbata de oro con tres perlas y un sujetador de cuello dorado. Como se ve, ni las medidas excepcionales ni la pena capital estaban reñidas con la burocracia.
El ejército había dejado un registro formalmente perfecto de cada uno de los pasos cumplidos, incluso de las parcelas del camposanto en que serían depositados los cuerpos. Un pequeño olvido les hizo omitir que Seoane tenía los pies y las manos destrozados y había adelgazado veinte kilos; que a Gómez Gayoso le habían vaciado un ojo y su cuerpo había sufrido innumerables ultrajes. Fina le comunicó a Asunción la muerte de su hijo, Antonio Seoane. En la breve esquela y con enorme dignidad le pedía que la perdonara si la confesión de la “intimidad” que la había unido al jefe guerrillero la molestaba y le aseguraba que a través de “Julián” había aprendido a quererlos a todos. Con los años, Fina le entregaría en propia mano a Jorge la estilográfica y el encendedor que habían pertenecido a su padre. También le legó el retrato que, a lápiz, le había dibujado uno de sus camaradas en la prisión. “Ella y los suyos son nuestra familia ahora”, dice Jorge Seoane a Página/12.
La figura del tanguero Antonio Seoane, jefe máximo del Ejército Guerrillero Gallego, quintaesencia del sacrificio militante, fue olvidada por los argentinos. No se mencionan siquiera los versos que le dedicó Rafael Alberti:
“¿A quién nombraré primero?
Nadie es segundo en mi lengua/
cuando es de acero el acero
Si uno es glorioso, en glorioso
al otro no hay quien le gane
Si digo Gómez Ganoso,
ya estoy diciendo Seoane
(…)
¡Sangre de Gómez Ganoso
sangre pura, sangre brava
sangre de Antonio Seoane
(…)
¡Mar de sangre derramada!”.
Y si se prefiere un homenaje más porteño, están los versos de Raúl González Tuñón:

“Le prendieron al alba de la lucha
junto a Seoane, el frente de su pueblo,
hijos de la esperanza, honor de España
camaradas del día. Guerrilleros (…)
Si cae Gayoso, si Seoane cae,
sus compañeros y sus compañeras,
no doblarán a muerte las campañas
ni le pondremos luto a la bandera”.

En su departamento de Almagro, Jorge Seoane, el hijo que hoy tiene 75 años, no reclama homenajes. Su deseo es tan modesto como incumplible: “No me perdono no haber estado con él durante el Consejo de Guerra”. Quizá, por esas cosas, no haya reparado en que Antonio Seoane, además de “Julián” y “Aureliano Barral”, se había rebautizado con un tercer nombre, “Jorge”, el suyo.
Martes 25 de julio de 2006
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