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La invasión de Palestina, desde mi aldea

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La comunidad internacional es incapaz de presionar para que cese el bombardeo indiscriminado. Hace vista gorda frente a un nuevo genocidio. ¿Y si un día volviéramos a ser nosotros los enemigos?

Es una hipótesis válida frente al nuevo fundamentalismo pretoriano que practica las guerras preventivas y articula globalmente sus maniobras de dominación.

Lo que cuento es trivial, es la historia de mi país que ha transitado del horror a la paz. Por largos años nos esforzamos en criar nuestros hijos, creyendo en la familia, en la doctrina del esfuerzo. De jóvenes, el terror de un golpe de estado había pasado por encima de nuestras cabezas, circundando nuestros inicios como matrimonio.

Sobrevivimos a una etapa de terrorismo de estado y felonía, vimos en cruciales momentos que nuestro mundo se derrumbaba, la maldad imperaba, pero no claudicamos, persistimos en nuestro amor y enfrentamos como uno solo las adversidades. Salimos adelante. Llegaron los hijos. Los formamos como personas buenas, que aprendieron a amar, a estremecerse ante el dolor de los más desposeídos, a trabajar duro, sin caer en vicios, aspirando a formar sus propias familias, como Dios – el único y de todos- manda.

Vi correr a los chicos por su barrio, saludar y ser saludados por los vecinos, aprendiendo a sentir su Patria en las celebraciones, en los desfiles, en los juegos populares de ensacados, palo encebado y volantines. En nuestro barrio ellos vieron a sus padres organizarse, protestar tocando cacerolas por la vuelta a la democracia. Estuvimos con ellos en las fiestas cívicas y las concentraciones masivas. Hemos logrado como célula familiar, consolidar un proyecto de vida, con hijos que ahora son profesionales y sueñan con seguir creciendo como personas. Así, Valparaíso vive sus problemas, pero en paz. Así transita la vida por nuestro barrio, América, con problemas, pero en paz.

Como un bien que a veces no atesoramos debidamente, la paz es esa capacidad de salir de nuestras casas cada día con un nuevo afán, trabajando para pagar nuestras deudas, para comprar las frutas en el mercado, para educar nuestros hijos, disfrutar de algún café de risas y sueños en algún recodo de amistad, y volver por la tarde al regazo de los seres queridos y encontrarlos vivos, alegres. Es la vida en paz, una situación de simplicidad que se parece al amor. Esa paz que anhelan muchos pueblos destrozados por la guerra y por quienes se estremece hoy la conciencia humana.

Es lo que le han arrebatado siquiera como sueño, al pueblo palestino, que aspira en justicia a contar con un Estado soberano y que está hoy sufriendo los pasos metálicos de la muerte sobre sus barriadas modestas, en la dialéctica perversa de la guerra preventiva.

Para entender la profundidad del dolor que sufren los civiles del Líbano y Palestina, he mirado mi ciudad, Valparaíso, con su carácter patrimonial, con sus habitantes entusiasmados pintando sus casas en un gigantesco mosaico, con ese amigo árabe que me regalaba sus fotografías de la ciudad, y me la imaginé de pronto ardiendo, con grandes columnas de humo, bombardeada su catedral, sus colegios, sin energía, sin agua, envuelta en una enorme catástrofe, con sus fábricas y su puerto destruidos, con soldados invasores asesinando a hombres, mujeres y niños por ser potenciales enemigos. Cerré los ojos y me trasladé al horror de la ciudad del Líbano, a las casas demolidas de Gaza y sentí, más que entendí, la dialéctica perversa de la guerra preventiva, esa agresión unilateral, sin declaraciones diplomáticas previas, que implica y legaliza el genocidio temprano, para que los pueblos tildados como enemigos, algún día, eventualmente, no puedan levantarse en armas y agredir a la potencia dominante.

Frente a nuestros ojos va transcurriendo otro conflicto y sólo breves segundos del noticiero central nos hablan de esta escalada. La guerra va asolando esperanzas, llega con sus vicios, con violaciones a niñas y mujeres, con ejecuciones sumarias, con torturas, con hambrunas colectivas, pestes y gigantescos desplazamientos de población.

Los mercenarios lucran de la logística bélica, si es necesario usar drogas para incentivar la barbarie, la disponen. La guerra contra un enemigo uniformado, sin una declaración formal de guerra, es una simple carnicería contra la población civil, donde todos pasan a ser peligrosos, con la lógica asesina de prevenir males mayores. No valen los Convenios de Ginebra para los prisioneros de guerra, no habrá Corte Internacional de Justicia para los invasores, el Derecho se arrumba entre montones de cadáveres, que son costos asociados de las maniobras de bombardeo y tierra arrasada. La guerra de hoy es peor que lo imaginable. La guerra está imbricada al lucro, a las ambiciones de dominación de los recursos estratégicos. Dirán que siempre fue igual, pero no. Cuando se luchaba contra un enemigo declarado, éste llevaba uniforme, se le distinguía de la civilidad, pero acá no, cualquier habitante con determinados rasgos étnicos es peligroso y debe ser eliminado, por las dudas.

Frente a la escalada de horror en medio Oriente, tal como se votó en contra de la invasión de Irak, nuestro país ha cumplido un acto efectivo de humanidad, al ir al rescate de compatriotas y latinoamericanos sorprendidos en medio de los bombardeos. Chile debe mantener una voz activa por la paz ya que el Derecho Internacional es nuestra única protección frente a la ley de la selva imperante.

Desde Valparaíso, esta reflexión apunta a que apreciemos y atesoremos la paz, que potenciemos la cooperación y rechacemos desde la civilidad planetaria el imperio de la fuerza que ha impuesto la peligrosa mentira de las guerras preventivas.

Visite el blog del autor  http://www.escritorhnv.blogspot.com/

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