Y mientras actuaban así -ya fuera en el sureste asiático, Centroamérica y Suramérica o áfrica- fue tomando cuerpo una idea ridícula con la que seguimos cargando hoy. Es una noción muy querida tanto para conservadores como, en mi país, el Reino Unido, para el nuevo laborismo. Una idea que convierte en hermanos siameses a Tony Blair, Margaret Thatcher, Ronald Reagan, Bill Clinton y George W. Bush. Se trata de la convicción de que, hagan lo que hagan las grandes empresas comerciales a corto plazo, en última instancia se mueven por razones éticas y, por consiguiente, su influencia es beneficiosa para el mundo. Y cualquiera que piense lo contrario es un hereje neocomunista.
En nombre de esta teoría contemplamos, aparentemente sin poder hacer nada, cómo desaparecen cada año millones de kilómetros cuadrados de selvas tropicales, las comunidades agrícolas nativas se ven sistemáticamente despojadas de sus formas de vida, desplazadas y sin hogar, se ahorca a los que protestan y se dispara contra ellos, se invaden y profanan los rincones más encantadores del mundo y los paraísos tropicales se convierten en páramos en descomposición, cuyo centro lo ocupan megalópolis desmesuradas e infestadas de enfermedades.
Cuando empezaba a buscar una historia que ilustrase este argumento para mi última novela, me pareció que el ejemplo más elocuente de todos estos crímenes del capitalismo salvaje me lo ofrecía la industria farmacéutica. Podría haber abordado el escándalo del tabaco con aditivos, elaborado por los fabricantes occidentales para producir adicción y, de paso, cáncer en comunidades del Tercer Mundo ya asoladas por el sida, la tuberculosis, la malaria y la pobreza en una medida que pocos de nosotros podemos imaginar.
Podría haberme ocupado de las compañías petroleras y la impunidad con la que Shell, por ejemplo, desencadenó una inmensa catástrofe humana en Nigeria al desplazar a tribus, contaminar su tierra y provocar un levantamiento que desembocó en juicios irregulares y la vergonzosa tortura y ejecución de hombres muy valientes a manos de un régimen totalitario perverso y corrupto.
Sin embargo, el mundo de las multinacionales farmacéuticas me atrapó al entrar en él, y ya no pude dejarlo. El Gran Farma, como se lo conoce, tenía de todo: las esperanzas y los sueños que depositamos en él; su enorme potencial -en parte llevado a la práctica- de hacer el bien, y su lado más oscuro, alimentado por inmensas cantidades de dinero, una hipocresía rampante, corrupción y avaricia.
Cuando llevaba sólo un par de días investigando el Gran Farma oí hablar del frenético reclutamiento de voluntarios del Tercer Mundo como conejillos de Indias baratos. Su papel, aunque quizá nunca lo sepan, es el de experimentar fármacos cuyas pruebas no se han aprobado todavía en Estados Unidos, y que ellos no podrán jamás comprar, incluso aunque las pruebas den -que está por verse- resultados razonablemente seguros. Después, esas personas desaparecen. Los voluntarios, por cierto, resultan caros. En Estados Unidos cuesta una media de 10.000 dólares por paciente realizar una prueba clínica; en Rusia cuesta 3.000 dólares, y en las regiones más pobres del mundo, todavía menos.
el Gran Farma tiene planeado algo más, algo que, a largo plazo, podría ser más catastrófico que todo lo anterior. Está empeñado en la corrupción consciente y sistemática de la profesión médica, país por país, en todo el mundo. Está invirtiendo una fortuna en influir, contratar y comprar las opiniones científicas, hasta el punto de que, de aquí a unos años, si prosigue su camino sin que nadie le controle, será difícil encontrar un juicio médico imparcial.
¿Alguna vez se nos ocurre preguntar a nuestro médico de cabecera -en Gran Bretaña, Estados Unidos, Canadá, Alemania, Italia, Francia, España o Portugal-, cuando nos receta una medicina, si la compañía farmacéutica le paga para que la recete? Por supuesto que no. Estamos pensando en nuestro hijo. En nuestra esposa. En nuestro corazón, o nuestro riñón, o nuestra próstata. Y por ahora, gracias a Dios, la mayoría de los médicos rechazan el cebo. Pero otros no, y la consecuencia es, en los peores casos, que sus opiniones médicas no pertenecen a sus pacientes, sino a sus patrocinadores.
iquest;Siguen los Gobiernos al frente de los países? ¿Siguen los presidentes al frente de los Gobiernos? En la guerra fría corría una frase en Berlín: ‘Perdieron los buenos, pero ganaron los malos’. Durante un instante, a principios de los noventa, pudo suceder algo maravilloso: un plan Marshall, una reconciliación generosa de viejos enemigos, una reconstrucción de alianzas y, para el Tercer Mundo y el Cuarto, un compromiso de enfrentarse a los verdaderos enemigos de la humanidad: el hambre, las enfermedades, la pobreza, la destrucción ambiental, el despotismo y el colonialismo, bajo todas sus acepciones.
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Un refugiado es un refugiado
Un niño es un niño y el miedo es el miedo
Destierro es destierro
Y una hipocresía es una hipocresía
No hay signo, no hay bando
No hay ideología ni misterio
No hay un solo fin
Que justifique cualquier medio
Un daño es un daño, del verbo dañar
Todos los daños son daños centrales
Un niño es un niño
No existen los daños colaterales
No hay meta, no hay causa
Ningún motivo, ningún premio
No hay un solo fin
Que justifique cualquier medio
El fin es un punto por siempre distante
Una cambiante ficción
Un ciclón a merced de una hoja
Una paradoja como la de Zenón
Donde algo parece que se va acercando
Y siempre se escapa, siempre se esconde
Siempre a la misma exacta distancia
De un mismo horizonte (mismo horizonte)
El dedo que aprieta el gatillo
Debería saber esto
No hay tuyos ni suyos ni míos
Si son niños, son nuestros (todos los niños son nuestros)
Ni patria ni credo hay
Ni diferencias de criterio
No hay un solo fin
Que justifique cualquier medio
No hay un solo fin
Que justifique cualquier medio
No hay un solo fin
Que justifique cualquier medio
No hay un solo fin
Que justifique cualquier medio