10.05.2016
Santiago se llenó de apellidos ilustres. Sí, apellidos. Porque ese (el apellido que te tocó en suerte) era el único requisito para ser parte la semana pasada de la más exclusiva cumbre latinoamericana en la capital de Chile: el «XVI Encuentro Empresarial Padres e Hijos».
Luksic, Said, Saieh, Solari y Paulmann fueron los apellidos convocantes, junto al magnate mexicano Carlos Slim y otros dueños de los grandes imperios económicos del continente, acompañados de sus herederos (en su abrumadora mayoría, hombres. Ni la cercanía del Día de la Madre ayudó a que este fuera un encuentro de padres y madres con sus hijos e hijas).
Una de las pocas mujeres presentes fue la Presidenta Michelle Bachelet (sin su hijo, claro está). Junto al ex mandatario francés Nicolas Sarkozy, bendijeron con una pátina republicana un encuentro que escenificó en toda su majestad la realidad hereditaria del poder económico en América Latina.
Entre esos herederos habrá, sin duda, algunos talentosos, esforzados y capaces. Los habrá también mediocres, remolones y torpes. Hay que reiterarlo: no son sus eventuales aptitudes los que los hicieron merecedores de un asiento en el banquete de bienvenida en el Museo Histórico Militar, sino simplemente su apellido. Y, como lo revela la historia de cualquier dinastía, eso no es garantía de nada. El talento está igualmente distribuido en la sociedad… y la falta de él, también.
Esta cumbre pone de relieve una verdad incómoda para el modelo chileno.
En «Sapiens. A Brief History of Humankind», el historiador israelí Yuval Noah Harari nota cómo nos escandalizamos con los sistemas que dividen la sociedad según razas, como el Apartheid de Sudáfrica, o las castas tradicionales en India. Sin embargo, aceptamos que la jerarquía de ricos y pobres defina quiénes acceden a educación de calidad y quiénes no; o quiénes tienen tratamientos médicos efectivos y quiénes no. Esto, pese a que «es un hecho probado que la mayoría de los ricos lo son simplemente porque nacieron en una familia rica, mientras la mayoría de los pobres permanecen como tales toda su vida simplemente porque nacieron en una familia pobre», dice Harari.
¿Por qué nuestro sistema social nos parece más aceptable que el Apartheid o el régimen de castas? Por la promesa de la meritocracia. El trato implícito que sostiene nuestro pacto social es que, aunque las desigualdades sean enormes, al menos una proporción de jóvenes brillantes podrá ascender, a punta de mérito y esfuerzo, hasta el tope de la pirámide. Sin esa esperanza, el modelo pierde gran parte de su legitimidad, para quedar desnudo como un sistema de castas: la perpetuación de una élite cerrada.
¿Es la élite chilena una meritocracia, o es un sistema cerrado de castas? En 2013, el economista de Yale, Seth D. Zimmerman, publicó un estudio relacionando tres factores en Chile: la asistencia a colegios de élite, a programas universitarios exclusivos y la obtención de altos cargos en empresas.
Sabemos que el sistema escolar chileno es altamente segregado y, por lo tanto, no sorprende constatar que el alumno de un colegio privado de la élite tendrá muchas más opciones de entrar a una carrera universitaria selectiva. Pero este estudio prueba otra forma de discriminación: que aun quienes logren superar esa primera barrera, por ejemplo, entrando a un colegio público de excelencia, luego tendrán opciones muchísimo menores de obtener un alto puesto laboral.
El estudio de Zimmerman consideró nueve colegios privados de élite: Saint George, Verbo Divino, Grange, Sagrados Corazones de Manquehue, Tabancura, San Ignacio, Alianza Francesa, Craighouse y Scuola Italiana. Y comparó su trayectoria con los alumnos de un colegio público de excelencia (el Instituto Nacional), y con el resto de la población.
Con el 0,3% de los alumnos totales del sistema, los egresados del Instituto Nacional coparon el 10% de los programas universitarios de élite, pero luego obtuvieron sólo el 7% de las posiciones de liderazgo (gerencias y directorios) en las principales empresas chilenas.
Los egresados de colegios privados de élite representaron el 0,5% del total de estudiantes y se llevaron el 19% de los cupos universitarios de excelencia. La gran diferencia vino después: ellos acapararon ¡el 53%! de los 3.759 altos puestos directivos considerados.
Todo el resto del país (el 99,2% de los estudiantes chilenos) se llevó el 72% de los cupos universitarios y apenas el 40% de los altos puestos directivos.
Reflexionemos por un minuto lo que significan estos datos. Pensemos en el brillante alumno de una familia modesta de Puente Alto o La Granja que, contra todas las probabilidades, logra un cupo en el Instituto Nacional, obtiene un alto puntaje en la prueba de selección, y luego ingresa a Ingeniería Civil, Derecho o Ingeniería Comercial en la Universidad de Chile o Católica.
Un talento como ese debería ser objeto del deseo de cualquier gran empresa que quisiera reclutar a los mejores profesionales. Pero la realidad de las compañías chilenas es muy distinta: ese alumno excepcional tiene cuatro veces menos probabilidades de obtener ese puesto que su compañero de generación que hizo el camino con la cancha despejada: que viene de un hogar de altos recursos, y que gracias al ingreso familiar (no a su talento personal) fue seleccionado en un colegio privado de élite.
Como concluye Zimmerman, «la admisión en universidades de élite juega un rol central en la producción de altos ejecutivos, pero sólo para estudiantes que antes asistieron a colegios privados de élite».
Otro estudio, «Classism, Discrimination and Meritocracy in the Labor Market: The Case of Chile», de Javier Núñez y Roberto Gutiérrez, demuestra que el origen socioeconómico genera brechas de entre 25% y 35% entre los sueldos de compañeros de universidad.
Este sistema de castas, que privilegia el origen familiar por sobre el talento personal, es contradictorio con el capitalismo. En un sistema de libre competencia, las grandes empresas deberían estar ávidas por reclutar a los más talentosos, sin importar su origen, colegio o apellido. Sin embargo, es aquí donde la promesa de meritocracia se revela vacía. ¿Cómo explicar de otro modo la irritante costumbre chilena de encabezar los currículum con el establecimiento en que se cursó la educación primaria y secundaria? (una costumbre tan omnipresente que en el gobierno anterior, las biografías oficiales de los ministros estaban encabezadas por ese dato).
El académico del MIT, Ben Ross Schneider, define a nuestro sistema como «capitalismo familiar». Un modelo jerárquico, basado en grandes empresas familiares más habituadas a los monopolios u oligopolios que a la auténtica competencia. Un modelo que, dice Schneider, «difícilmente puede ser defendido por los partidarios del libre mercado» (ver entrevista en CIPER).
Y esa jerarquía hereditaria sigue incólume en la gran empresa chilena. Las juntas de accionistas de fines de abril vieron más y más herederos tomando posiciones de poder en los principales grupos económicos: las segundas, terceras o enésimas generaciones de los Luksic, los Angelini, los Guilisasti, los Yarur, los Matte…
Este «capitalismo familiar», tan lejano a las lógicas de meritocracia y movilidad social, campea en Chile. Y deslegitima con cada golpe de apellido las bases de un sistema que proclama el valor de la competencia, pero en verdad tiene muchas más semejanzas con un sistema de castas, con apellidos predestinados y otros «intocables».
*Fuente: CiperChile
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