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Mohamed Ali, el boxeador que desafió al imperio y se negó a ir a la guerra de Vietnam

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Hace unos días, cuando me desperté con la noticia de la muerte de Mohamed Alí[1], el boxeador que desafió al Imperio y se negó a ir a la Guerra de Vietnam, pensé en los estragos que hizo el Parkinson en él y, meditando sobre la fragilidad humana, en este mundo en el que EEUU no deja de exportar el modelo de superman, me dio por escribir unos versos que bien podrían ser los últimos instantes de cualquier persona. Dicen así:
Cuando en el lecho de muerte
el delirio recorte jitanjáforas
los labios que un día besaron
callarán para siempre.
Luego en mi mente repetí lo que dijo Mohamed Ali cuando se negó a ir a la Guerra de Vietnam[2] tras ser llamado a filas a finales de 1967. Su argumento fue lúcido y pronunció un rotundo “No” que le valió el despojo del título de campeón del mundo que obtuvo en 1964, la retirada de la licencia para boxear (en el mejor momento de su carrera) y una condena de cinco años de cárcel. Aunque fue puesto en libertad bajo fianza, su pasaporte fue confiscado y se le prohibió boxear durante tres años y medio.
El joven que se entrenaba corriendo con cuatro kilos de plomo atados en cada tobillo para, una vez quitada la carga, poder volar como una mariposa y picar como una abeja,  se vanagloriaba en su etapa de plenitud de que era “el más grande, el mejor luchador de todos los tiempos”. Aún no le había visitado la enfermedad ni había leído en El Libro de la Vida que “la juventud es locura; la madurez, lucha, y la vejez, lamento”.
Mohamed Ali, que dejó de llamarse Cassius Clay al considerar que era un nombre de esclavos, rechazó convertirse en Rambo-Terminator alegando dos razones que esgrimió con determinación. Primero dijo: “Ningún vietcong me ha llamado nunca ´nigger`” (término despectivo que usan las personas blancas para referirse a los negros), y luego, “¿Cómo voy a viajar diez mil kilómetros para pelear por la supremacía de los blancos?”.
De esa forma dejaba claro que había nacido un hombre libre y que, antes de coger el fusil-ametralladora, prefería dedicarse a luchar contra la discriminación racial. Al parecer, el tricampeón del mundo de los pesos pesados, recibió de pequeño un fuerte impacto que le cambió para siempre: el asesinato de un adolescente afro-americano, de 14 años, llamado Emmet Till, quien cometió el delito de silbar a una joven blanca para celebrar su belleza, hecho que ocurrió en la pequeña población de Money (Misisipi).
En la madrugada del 28 de agosto de 1955, Emmet Till se atrevió a piropear ingenuamente a la joven, de 21 años, y luego se marchó despreocupadamente a casa. Días después, la familia de “la ultrajada” le secuestró y, tras golpearle y mutilarle, le disparó en la cabeza y arrojó su cadáver en un río. El pequeño Cassius Clay,  que por aquel entonces tenía 13 años, sintió aquello –dicen los cronistas- como si aquella paliza y aquel balazo volaran la tapa de los sesos de todos los adolescentes negros que permanecían en el gheto de la esclavitud.
La rebeldía de Mohamed Ali, – quien no quiso sumarse a los bombardeos con Napalm que quemaron vivos a decenas de miles de campesinos y campesinas vietnamitas ni a las incursiones en las aldeas donde se violaba y mataba a las menores-, no era más que otra manifestación del espíritu de Martin Luther King quien dijo, en un discurso pronunciado en Nueva York el 4 de abril de 1967, un año antes de su asesinato, que el gobierno estadounidense “es el mayor proveedor de violencia en el mundo”.
Tal vez la actitud del gran boxeador, -que se negó tres veces a enrolarse en el ejército y fue coherente con lo que pensaba y decía,- tenga algún valor didáctico en esta época de papagayos y espejos. Ahora que en España los políticos y los bufones hablan cada vez más alto y nos meten en los oídos tantos discos rallados, tal vez deberíamos dedicar varias jornadas al silencio. ¿Acaso alguien puede pensar con tanto ruido? Tal vez deberíamos recuperar la esencia  sagrada de la palabra, pues la palabra no debería ser un bolsillo en el que cada uno mete lo que le de la gana corrompiendo su mensaje.
Y vuelve a cantar Quiquiriquí el Noble Gallo Beneventano para recordar al Mohamed Ali que “fue el mejor luchador de todos los tiempos” y al hombre que, golpeado por el Parkinson, prendía la llama en el pebetero de los Juegos Olímpicos de 1996,  (Atlanta, EEUU) con su brazo que fue de hierro y en ese momento no dejaba de temblar. Matayotes matayoteton, ta panta matayotes: Vanidad de vanidades y sólo vanidad.
Javier Cortines
http://www.nilo-homerico.es/
Notas:
[1] Mohamed Alí (17 de de enero de 1942- 3 de junio de 2016).
[2] La Guerra de Vietnam (1955-1975) terminó con la muerte de tres millones de vietnamitas (de ellos dos millones de civiles) y 50.000 bajas en las tropas estadounidenses.

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