«La muerte de todo hombre me disminuye, porque formo parte de la Humanidad…». Es el pensamiento del poeta inglés John Donne y más de una vez lo he insertado en alguno de mis artículos. El gran escritor Ernest Hemingway lo puso como epígrafe de su novela «Por quién doblan las campanas» porque la frase de Donne se completa diciendo «…por eso nunca preguntes por quién doblan las campanas: están doblando por ti».
Hoy, o ayer si usted lee este escrito más tarde, ha muerto otro hombre sumado a los millones que diariamente mueren en todas partes del mundo por una infinidad de causas, enfermedades, accidentes, violencia, suicidios o simplemente completando el ciclo de la vida luego de una existencia longeva y quizás placentera. El hombre al que me refiero murió asesinado, pero no de la manera corriente como se mata a un ser humano, si es que existen formas corrientes para ello. Este individuo murió en un estilo que en las últimas décadas ha ido ocupando los primeros lugares de la moda siempre renovada de matar: un comando de elite, previamente muy bien entrenado física y mentalmente para el crimen, ubica en no importa cuál lugar del mundo, a su víctima. Para eso utiliza los más sofisticados e increíbles adelantos de la ciencia puesto al servicio de los homicidas, rastreo satelital, sistemas de escucha transoceánicos e infinitamente sensibles, detectores de los más mínimos cambios físicos y estructurales de la presa y de su entorno, sin olvidar los viejos métodos que a la postre resultan los más infalibles, como es hacer correr dinero a raudales comprando hasta a la más firme de las conciencias que sucumben cuando la cifra de los dólares adiciona varios ceros.
El método de esta práctica de crímenes, es nuevo solamente en cuanto a la tecnología incorporada aportada por el progreso, porque el arte de eliminar molestos contrincantes es tan viejo como la vida misma, sólo que antes se perpetraba el magnicidio a lo bruto, mazazos con una quijada de burro como le tocó al malogrado Abel, o un diluvio de estocadas de esas que borraron a Cesar del mapa, amén de los balazos a larga distancia que le costaron la vida a los Kennedy, por sólo por nombrar mínimos ejemplos.
En el siglo actual esto se ha perfeccionado. Los monstruosos poseedores de monstruosas tecnologías son omniscientes y omnipresentes como el ojo de Dios. No tienes dónde esconderte en este planeta si ellos han decidido matarte, ni aun debajo de la tierra como Hussein, a menos que ya estés muerto.
La muerte del hombre al que me refiero, difícilmente le va a usted a disminuir como a John Donne le disminuía la muerte de cualquier ser humano. Esto porque usted y gran parte de la humanidad a la cual usted pertenece, ha sido aleccionada sistemáticamente, desde los más altisonantes argumentos hasta los más sutiles mensajes subliminales, en el convencimiento que el hombre asesinado hace pocas horas merecía no sólo la muerte, sino también que su cuerpo fuera lanzado al mar como pasto de los tiburones, que fue lo mismo que arrojárselo a los perros.
Usted ha oído y ha visto en despacho directo por la televisión los «horrores» del terrorismo musulmán. Le mostraron minuto a minuto como se iban desmoronando las torres del corazón financiero de EE.UU. Le mostraron también el espanto de los cuerpos destrozados que quedaran entreverados en los fierros de los vagones en la estación madrileña de Atocha. El 99%, si acaso no el 100% de los habitantes del planeta saben de estos dos crímenes del terrorismo. Y si algún detalle se le pudo olvidar, Hollywood ya se lo ha recordado todos estos años en varias películas generadoras de pingües ganancias para sus productores.
Pero, querido lector o lectora, ¿conoce usted la otra cara de la moneda terrorista? Usted que ha sido el espectador en directo de la muerte de más de 3.000 norteamericanos bajos los escombros de las Torres Gemelas y algunos cientos en Atocha, permita preguntarle, ¿ha oído usted hablar de Luis Posada Carriles? ¿Hubo en nuestros canales de TV algún programa especial, un documental, o un mínimo comentario sobre este hecho vergonzoso protagonizado por la justicia norteamericana pocos días antes de matar al líder de Al Qaeda? Nuestro gobierno, que se unió al «júbilo» mundial por la muerte de Bin Laden, ¿ha emitido un juicio público sobre el tema del terrorista Posadas Carriles que hace dos semanas fuera sobreseído por los tribunales norteamericanos dejándolo en libertad, siendo un terrorista neto y sin atenuantes si lo miramos con el mismo prisma con el cual el gobierno yanqui califica a Osama Bin Laden?.
Bueno, pero quién es este individuo, dirá usted. He aquí una mínima muestra del «currículum vitae» de este terrorista. El 6 de octubre de 1976 este sujeto, furibundo anticastrista, declarado ¨héroe del anticomunismo» por sus protectores, puso una bomba en el vuelo comercial 455 de Cubana de Aviación. La nave, tal como lo programó este asesino, exploto en el aire matando a sus casi 100 pasajeros incluida la tripulación, hecho que le habría horrorizado a usted tanto como los crímenes de Bin Laden, de haberlo sabido. Fue también el organizador de varios atentados con bombas perpetrados en hoteles de la capital cubana en 1997, con el fin de boicotear, a costa de la vida de los residentes, el creciente turismo a esa nación que le representaba un alivio económico ante más de 50 años de bloqueo mantenido por EE.UU. Todos estos hechos los reconoció ufanándose públicamente en una entrevista aparecida en The New York Times en el mes de julio de 1998. Agréguele a esto su condición de ex miembro del ejército norteamericano, agente de la CIA, y autor de múltiples asesinatos y torturas ejecutadas todas con su propia mano.
¿Qué ocurrió con él, se pregunta usted, ya que en ningún medio se habla de su historia? Ocurrió con él que ningún comando de elite del ejército norteamericano, tratándose de un terrorista, entró a su casa a saco y le acribilló para luego arrojar su cuerpo a los carroñeros. Nada de eso, amigo mío: como decíamos antes, y frente a la presión de algunas organizaciones dignas dentro de USA y en el exterior, fue llevado a las tribunales para juzgarlo por…¿la muerte de pasajeros de un avión tan inocentes como los de las Torres Gemelas? ¿Por los asesinatos y bombazos en territorio de otro país al estilo como hacen los miembros de Al Qaeda? ¡No, señores! Se le acusó de no cumplir con algunas formalidades de la ley de inmigración al entrar a EE.UU. es decir, le faltaban un par de timbres en su pasaporte. Fue sobreseído, repetimos, de estos «cargos» por el alto tribunal de justicia norteamericano hace pocos días y ahora vive satisfecho de sí mismo en Miami protegido por los mismos que a esta horas matan en Medio Oriente, que torturan en Guantánamo, que derriban gobiernos que no les son afines, pero que ayer fueron los héroes de la operación «antiterrorista» que eliminó al tenebroso cabecilla de Al Qaeda.
Cuestionar la muerte de Bin Laden es, sin duda, difícil sin atraerse el repudio de muchos lectores que, con honestidad, se han visto horrorizados por el accionar de los acólitos del líder árabe. Es más fácil unirse al aplauso de las mayorías que hoy cantan como el coro griego en torno a estos paladines de la lucha contra el terrorismo. Tiene usted toda la razón, querido lector, en unirse al aplauso. Pero déjeme hacer una pequeña salvedad a través de una sabia frase dicha por Miguel de Unamuno cuando los fascistas de Franco invadieron la Universidad de Salamanca de la cual él era Rector:
«Venceréis porque poseéis más fuerza bruta. Más no convenceréis. Para convencer es necesario persuadir y para persuadir es necesario tener lo que os falta: la razón y el derecho en la lucha». ( Venceréis pero no convenceréis: el discurso de Unamuno )
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