Al basurero de la historia
por Rafael Luis Gumucio Rivas (Chile)
14 años atrás 6 min lectura
El sistema político chileno muestra signos de crisis, incluso de
agotamiento. La monarquía presidencial, el sistema electoral binominal,
los partidos políticos aislados de la sociedad civil, el matrimonio
entre los negocios y la política, todos estos elementos juntos
constituyen una jaula de hierro, que más temprano que tarde terminará
por explotar. Es cierto que los sistemas políticos, por muy inadecuados
que sean, tienen un poder de supervivencia y capacidad de sortear las
crisis son mucho más persistentes que los individuos – se dice, con
razón, que la muerte no existe en política-. Por condiciones históricas
los sistemas políticos chilenos han pervivido muchos años más a los
anuncios de su propia decadencia. En Chile hay algo de la idolatría del
orden y de pánico al cambio que permite que instituciones agotadas
sobrevivan a las crisis.
Se supone que en una democracia representativa el soberano, la
ciudadanía, delega el poder a sus representantes, que se canalizan a
través de los partidos políticos y de las instituciones republicanas. En
las crisis de representación lo que ocurre es que los representantes
están completamente divorciados de los electores. En el caso actual, la
Democracia Cristiana y el Partido Socialista y todas las nuevas
agrupaciones posteriores se han convertido en mafias, en agencias de
empleo, en propiedad personal de sus presidentes y en grupos de presión,
cuyos personajes principales son los lobbistas. Al socialismo y a los
demócratacristianos les ocurre, como a los viejos, que antes de llegar
con paso de parada al sepulcro, comienzan a revisar las viejas fotos, en
blanco y negro, de sus glorias pasadas.
Tan cierto es que la muerte no existe en política que, en las últimas
elecciones mexicanas el PRI, que parecía definitivamente sepultado,
reaparece. Claro que hay otros casos como la Democracia Cristiana, el
Socialismo y el Partido Comunista italiano, prácticamente muertos, han
inventado la forma para crear un nuevo partido de varias fracciones, que
se llama Democrático. En Colombia, liberales y conservadores han sido
absorbidos por el uribismo; en Venezuela, el COPEI y ADECO hacen parte
de la oposición a Hugo Chávez, con pocas posibilidades de éxito; el APRA
peruano, con Alán García, cueta apenas con en 20% del apoyo ciudadano.
Aun cuando sus dirigentes no lo quieran ver, socialistas y
demócratacristianos tuvieron una magra votación en las elecciones
municipales: los primeros, un 10% y, los segundos, un 15%, que, en el
caso de los segundos, los retrotrae a las elecciones municipales de
1961. En democracia se supone que los partidos políticos tiene por
función canalizar las opiniones existentes de la sociedad civil. En todo
sistema político la legalidad y el monopolio de la coerción legítima se
lleva a cabo en las instituciones democráticas, todas ellas surgidas de
la soberanía popular; el actor central debiera ser, siempre, el cuerpo
electoral y, con mayor amplitud, el pueblo; estas condiciones no ocurren
en las crisis de legitimidad – el representante sólo se representa a sí
mismo y los ciudadanos únicamente magullan su desagrado, convirtiendo
el voto en un rito, cuyo resultado se sabe de antemano.
Es cierto que en Chile los regímenes políticos se han sostenido durante
un largo período histórico: el portaliano, de 1830 a 1891, con dos
etapas diferentes – pelucones y liberales-; el de asamblea, de 1891 a
1925; el presidencial, de 1933 a 1973; el de la alianza
demócratacristiana-socialista, de 1990 hasta ahora, con un turno de 10
años para cada uno de estos partidos. En el fondo, si se revisa bien la
historia de Chile, a partir de 1860, se observa un equilibrio entre el
poder monárquico del presidente y la fronda de los partidos, sea cual
sea la Constitución que la rija – la de 1833 y la de 1925-; sólo en el
régimen de asamblea (1891-1925), desaparece la monarquía presidencial, y
la totalidad del poder reside en la aristo-plutocracia de los partidos –
liberales, nacionales, balmacedistas, radicales, conservadores y
demócratas-. En el presidencialismo, a partir de 1933, el
monarca-presidente siempre dependió de los partidos y combinaciones –
radicales, demócratacristianos, socialistas y comunistas- que, en ese
tiempo, tuvieron la virtud, al menos, de integrar en su seno a algunas
expresiones de la sociedad civil, razón por la cual casi no hubo espacio
para partidos sindicalistas, campesinos, femeninos, de jubilados, u
otros; los pocos casos conocidos sólo confirman la regla.
¿Qué está ocurriendo en la actualidad?
Normalmente, en las crisis de representación el actor principal debiera
ser el ciudadano, que cuestiona las instituciones periclitadas y
carentes de sentido y funcionalidad. El diagnóstico es evidente y
compartido por muchos en la actualidad en que el padrón electoral no
sólo es viejo desde el punto de vista erario, sino también no da cuenta
del universo potencial de trece millones de electores, de los cuales
sólo vota siete millones de ciudadanos. Cuatro personas designan, a
dedo, a los candidatos a diputados y senadores, además de repartir a su
gusto todos los cargos del botín estatal; dicho cínicamente, basta que
se reúnan y concuerden los jefes del partido demócratacristiano,
socialista, PPD, radical, RN y la UDI para conformar el nuevo
parlamento, lo que no sería muy diferente del famoso “congreso termal”
de Carlos Ibáñez del Campo. No faltará quien proponga suprimir las
elecciones y economizarle al Fisco una cantidad de millones de pesos,
que serían muy útiles para combatir el desempleo. En tiempos pasados,
las elecciones constituían una fuente de empleo y un bono extraordinario
de invierno, que era el cohecho – no falta el mal pensado que sostenga
que esto continúa, pero de una forma más sutil-.
Poco importa que el Parlamento, en la actualidad, esté desprestigiado a
tal grado que los medios de comunicación se ríen de los diputados,
jugando con tan respetable corporación como “el gato maula con el mísero
ratón”; cada padre conscripto sabe, muy bien, que tiene su sillón
asegurado y todavía no me explico para qué diablo necesita la
confirmación de los electores. El rito electoral se ha convertido como
territorio de los perros que, con un pipi, asegura que ningún otro
canino vaya a invadirlo.
Para ser parlamentario nada más simple que estar siempre callado el
loro, ser muy buen amigo y servidor del presidente del partido, jamás
protestar por el Distrito que se le designa y asegurarse que por el
binominal será elegido. Por último, si por azar no sale elegido – casos
muy raros en el sistema actual- hay, como en la lotería, premios de
consuelo: puede ser ministro, subsecretario, director de empresas
públicas y, si no es muy brillante, ser gobernador, intendente o seremi;
aun cuando sea muy chico el Estado, hay para todos; por último, está la
empresa privada o convertirse en lobbista con el triunfo de la derecha
solo cambiamos de personal.
Como siempre, las castas parece no tomar en cuenta esta crisis y se
demuestran incapaces de crear nuevas formas de hacer política; como
decía Alberto Edwards, refiriéndose a la República Parlamentaria, “ni
siquiera tienen el egoísmo de Luís XIV, de pensar que después de mí, el
diluvio.
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