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La crisis del sistema representativo

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En 1990, la salida de Augusto Pinochet del gobierno chileno cierra el ciclo de las dictaduras militares que en los años setenta dominaron el escenario político de América Latina, incluidas las más longevas de Haití, Paraguay y Brasil. Desde entonces, la alternancia de gobiernos se ha dado mediante procesos electorales, lo que ha llevado a afirmar, en los círculos oficiales, que "la democracia se ha consolidado". Sin embargo, la participación de la ciudadanía en estos comicios es cada vez menor, con un promedio latinoamericano de un 50% de abstencionismo, al finalizar el decenio, lo muestra la incredulidad de la población sobre la utilidad del sistema representativo en la resolución de sus acuciantes problemas económicos y sociales. Hay, evidentemente, una crisis de credibilidad del sistema representativo.

"Consolidación de la democracia" y "crisis del sistema representativo", aparecen como enunciados contradictorios, que sólo se dilucidan si se discute qué se entiende por democracia y el lugar en ella de la representación.

De la confianza en el voto a la abstención
Desde mediados de los ochenta, las transiciones de regímenes políticos entre dictadura y democracia hicieron de las elecciones el camino para la recuperación de las libertades públicas y privadas, tan caras a poblaciones asoladas por el terror de Estado. La nueva institucionalidad tuvo entonces la mayor legitimidad social, pero en esa misma década (la "perdida"), amplios sectores sociales esperaban que la apertura de los espacios de organización, expresión y negociación social y política permitiera superar el agudo empobrecimiento y la creciente exclusión social, que la reestructuración capitalista había generado, impunemente, por más de un decenio y que, naturalmente, se asociaba con el autoritarismo.

Las aperturas políticas movilizaron luchas y demandas sociales para hacer de la democracia un medio destinado a mejorar las condiciones de vida. Sin embargo, pronto la derrota del trabajo frente al capital se descubrió como un fenómeno estructural, que siguió reproduciéndose, en la democracia, con una notable inflexibilidad de parte de los sectores propietarios, apoyados por los gobiernos que los representaban. La atomización de los trabajadores por las nuevas formas de producción, la eliminación progresiva de las normas jurídicas que protegen al trabajo, los decretos de congelamiento de salarios, el desempleo en aumento y la subsunción de las relaciones laborales a un mercado dominado por el capital, debilitaron a los sindicatos y a otros mecanismos de organización colectiva como vehículos de defensa de intereses y, después de luchas, desgastes y fracasos, amplios sectores de asalariados y desempleados sintieron que en ese terreno la batalla estaría perdida. Al inicio de los noventa, en plena democracia, se dieron violentos shocks económicos, con lo que comenzó la segunda etapa de la reestructuración conservadora del capitalismo latinoamericano. Al ocluirse las soluciones se llegó a actos desesperados tales como asaltos a supermercados y hasta a zoológicos, y el sentimiento de marginación fue desembocando en la espiral de violencia, asaltos y robos que hoy conocemos en todas partes, la agresión de pobres contra pobres disputando las migajas para la sobrevivencia.  

La anomia, sin embargo, fue estimulada desde las prácticas del poder, de las que cobra notoriedad la corrupción, que fue creciendo a los mismos ritmos con que avanzó la reforma neoliberal del Estado, desde finales de los ochenta. La reforma, cuyo objetivo es cristalizar los cambios en el poder relativo entre las clases, cambia la naturaleza de las funciones estatales al convertir en interés público el financiamiento al gran capital y desplazar de la esfera pública los intereses mayoritarios. Las privatizaciones de las empresas del Estado y también de las políticas públicas representan el campo fértil de la corrupción instalada como un supuesto mal endémico de nuestros países, cuyos protagonistas principales son las cúpulas gubernamentales y los empresarios privados, nacionales y extranjeros. Casi dejó de sorprender la destitución o encarcelamiento de presidentes (como Fernando Collor de Melo en Brasil y Carlos Andrés Pérez en Venezuela) o que la lista de ex ministros encarcelados siga creciendo, cuando la disputa por el poder amerita encarar las investigaciones.

En ese cuadro de desintegración social y cerradas otras oportunidades, la búsqueda de cambios se visualizó en la posibilidad de elegir gobiernos con signo político diferente. Votaciones masivas dieron apoyo a los partidos que aparecían representando la crítica al neoliberalismo, y fue esa misma expectativa de cambio y la crítica a la democracia existente la que dio un margen mayor de credibilidad al sistema representativo.

El crecimiento electoral de los partidos de izquierda y centro-izquierda se tradujo en representaciones parlamentarias numerosas e, incluso, en la conquista de varios gobiernos municipales, algunos en capitales nacionales o estatales (Porto Alegre, Sao Paulo, Montevideo, Caracas, Caroní, San Salvador, y más recientemente, la ciudad de México, entre otros). Algunos de estos desempeños electorales expresaron un proceso de más larga data de crecimiento de la fuerza política de tales partidos, pero en muchos, fue el peso del voto de castigo el que definió, coyunturalmente, una mayor participación del electorado.[1]

En general, estas experiencias de gobierno lograron cambios importantes en las condiciones de vida urbana de las poblaciones, en el fortalecimiento de la ciudadanía en una nueva relación entre gobernantes y gobernados, materializada en nuevas formas de participación, decisión y fiscalización, con reformas estatales de signo opuesto a las dominantes, que modificaron los contenidos finalistas de los gobiernos, así como su transparencia, eficacia y eficiencia administrativas. En algunos casos, en los que la percepción de los logros de las nuevas gestiones gubernamentales se combinó con otras fuentes de fuerza y presencia políticas, como en Porto Alegre, Caroní y Montevideo, el desempeño electoral de esos partidos mejoró, con reelecciones en los ámbitos municipal y estatal, y hasta con proyecciones en las disputas por las presidencias nacionales.

Pero en la mayoría de las situaciones de avance electoral de los partidos contrarios al neoliberalismo existe una falta de armonía evidente entre los balances positivos que llega a hacer la población sobre esas experiencias gubernamentales, con la credibilidad que, después de casi un decenio, le asignan a las elecciones como vehículo para producir los cambios esenciales en su vida, que no pasan primordialmente por las condiciones de vida urbana, sino por la agudización del desempleo, la disminución sistemática de los ingresos directos de las franjas sociales mayoritarias y el deterioro o cancelación de servicios sociales fundamentales (salud, educación, vivienda, jubilaciones, etcétera). Y es que a pesar de contar con representaciones parlamentarias numerosas que cuestionan el estado actual de las cosas, se siguen aplicando las políticas económicas que agravan la desigualdad social y el empobrecimiento, que alcanza, a finales de esta década, a más de las dos terceras partes de la población latinoamericana.   

La política, reducida a la participación periódica en las elecciones, ha terminado por resultar un asunto cada vez más ajeno a los intereses de estos sectores desplazados y excluidos, que, a partir de su experiencia, no pueden diferenciar la función social de los distintos profesionales de la representación institucional. La idea muy difundida de que "todos los políticos son iguales" describe la síntesis que se hace de una experiencia social, que repercute en abstencionismo electoral. Lo que algunos han calificado como "apatía" contrasta con la multiplicación de estallidos sociales de diverso orden. En efecto, muchos de ellos ocurren al margen de los partidos y quedan fuera de control del sistema político, como un signo de ingobernabilidad o "debilitamiento de la democracia", como se afirma insistentemente, porque se concibe la democracia como un método de control político y no como un espacio público de expresión y procesamiento de las contradicciones sociales.

La irrepresentatividad de la representación
La dimensión regional del fenómeno excluye, de partida, las explicaciones casuísticas o personalizadas, aunque las conductas específicas de los políticos refuercen o atenúen las tendencias que estamos señalando (matices que no pueden desconocerse en nuestra región). El descrédito del sistema representativo es resultado de un largo proceso de autonomización de lo político respecto de lo económico, que ha perseguido la legitimación de un orden social cuestionado, valiéndose para ello de una forma específica de democracia. 
 
Es una forma de organización de las relaciones políticas que excluye la representación de los intereses contrarios a la reproducción neoliberal del capitalismo, con el fin de vacunar al sistema contra los efectos disruptivos de la conflictividad social, generada por él mismo, dándole estabilidad a los mecanismos de dominación, es decir, gobernabilidad, [2] que sobre la base del consenso respecto a la necesidad de preservar los espacios institucionales de representación de intereses -que después de las dictaduras y el autoritarismo existe naturalmente- lo transforma en la representación de unos intereses exclusivos, los dominantes.

Se trata del modelo de democracia, promovido por el liberalismo conservador desde las primeras décadas del siglo XX, que autores como Sartori[3] lo presentan como el modelo universal de democracia, pero que Macpherson[4] lo circunscribe históricamente al pluralista elitista de equilibrio. Este modelo está concebido como un mecanismo de control de conflictos, en el que las cúpulas dirigentes, en cooperación entre sí, operan como un filtro de las demandas sociales con el fin de disminuirlas hasta el punto en que puedan ser aceptadas por los grupos de poder y satisfechas por el Estado como políticas públicas. Para esta concepción, la política debe ser funcional respecto a la acumulación de capital, que se considera la variable independiente.  

Esta idea de democracia surgió como reacción al peligro que entrañaba para el capitalismo la ampliación del sufragio universal, que desde finales del siglo XIX permitió que los grandes partidos obreros, como el Laborista inglés y el Socialdemócrata alemán, con sus representaciones parlamentarias, presionaran por reformas sociales. Atrás quedaba aquella democracia liberal sin riesgos, la censitaria, que sólo representaba los intereses de los propietarios. Los conservadores encararon una fuerte crítica contra las visiones universalistas del liberalismo, lo que tradujeron en la reivindicación de las élites, como lo hicieron Mosca y Pareto (Michels describió críticamente la oligarquización de los partidos, cuando era todavía miembro del Partido Socialdemócrata alemán). [5] Y en los años cuarenta, cuando el socialismo soviético y el Estado benefactor influían en la ideología burguesa, tanto empresarial como en sus intelectuales y hasta en sus gobiernos, en cuanto a aceptar que la distribución de la riqueza debía actuar como un factor social de mediación y legitimación política, llevando a autores como Lipset y Dahl[6] a plantear, algunos años después, que la mayor igualdad social es condición necesaria -aunque no suficiente- para estabilizar el sistema, conservadores como Joseph Schumpeter[7] advertían sobre los riesgos de esas concepciones para escenarios en que no existiera una expansión del capitalismo, porque en esos años su reproducción estaba asociada a la producción y al consumo en masa, lo que hacía compatible la distribución del ingreso (y la representación política de intereses subalternos) con la acumulación capitalista, pero se harían excluyentes en ciclos de crisis. El modelo de democracia elaborado por Schumpeter busca que la política no interfiera con la economía, para lo cual es necesario un consenso básico entre las élites sobre las cuestiones estructurales fundamentales, de tal manera que la democracia se reduzca, finalmente, a los procedimientos de la elección de las élites por parte de la ciudadanía (única función que se le reconoce), para que aquéllas decidan de acuerdo mutuo, por ésta.

Si esta concepción de democracia no se impuso durante algunos decenios, fue porque todavía no era el tiempo de los conservadores, y las demandas sociales se reflejaban en el sistema político. Pero el centro del sistema capitalista nunca fue igual que su periferia. En América Latina, la democracia representativa -donde se desarrolló- no lo fue tanto por el Estado benefactor, que tuvo una existencia limitada en la mayoría de los países, sino por las luchas sociales y políticas que permitieron a los sectores populares representar sus intereses en el ámbito institucional.

La crisis capitalista de 1968-1973 pone de relieve las concepciones conservadoras, que ven en la democracia un riesgo para el capitalismo, su fuente de "ingobernabilidad".[8] Para conjurarla, en el centro del sistema se debilitará al Estado benefactor, "origen" de la "sobrecarga de demandas". En América Latina, las dictaduras destruirán los sistemas representativos existentes, para imponer sin resistencias la derrota al trabajo.  

Desgastada la capacidad de control social y político de las dictaduras, la reconstrucción del régimen representativo para administrar políticamente la reproducción y hasta la profundización del "modelo", se enfrenta a economías en crisis y sociedades polarizadas, con presiones sobre el sistema político mucho mayores que lo que éste acepta "conceder". Y debe recordarse que el propio Schumpeter reconocía que "…el método democrático no funciona nunca del modo más favorable cuando las naciones están muy divididas por los problemas fundamentales de estructura social".[9]

Además, el mayor peso electoral de la izquierda y la centroizquierda obliga a sobredimensionar los mecanismos de control del modelo político. Construir un consenso cupular pro sistema, y una dosificación de la respuesta clientelística como modo de impermeabilizar al sistema político contra las demandas sociales, requería, en primer lugar, transformar a esos líderes políticos en élites; es decir, integrar los a esos pequeños grupos endogámicos, que deciden en función de sus propios intereses, por sí y ante sí, que se sienten más obligados a los acuerdos con los otros partidos que a representar los intereses y la voluntad de sus representados. Se compartieron prebendas y privilegios, pero además se ejerció una presión constante contra los que no se sometieran a las reglas del juego; se les acusó de bloquear el sistema, de generar ingobernabilidad y algunos, incluso, fueron desaforados. Después de muchos años de exclusión del ámbito institucional, las condiciones para ser aceptados como "pares" en él hicieron, en muchos casos, efectivas las presiones, y la potencialidad electoral de la izquierda también condujo a varios partidos a subordinarse a las lógicas del mercado político, con una "oferta" desperfilada de manera programática, para llegar a mayor número de consumidores (electores).

Pero la eficacia de estas estrategias de neutralización de los opositores al orden económico-social se debe también a que la circulación libre del gran capital financiero, es decir, la globalización, aliena al Estado buena parte de las decisiones en política económica, con mecanismos de presión y desestabilización internacionales que llegan a imponerse sobre las decisiones de los actores políticos nacionales. Con una dosis importante de soporte empírico, sin embargo, también ha operado una ofensiva ideológica constante para generar una visión fatalista frente a la imposibilidad de cambiar los rumbos de la economía, reforzada, además, con la construcción de una hegemonía teórica de las concepciones neoliberales en los ámbitos académicos.

La idea de que, independientemente del signo político, ningún gobierno podrá salirse de las reglas que el sistema capitalista mundial le impone a las regiones periféricas, [10] lleva a los actores políticos a renunciar a decidir sobre esas materias, lo que delegan, finalmente, en la tecnocracia. Aunque cabe señalar que existen algunas experiencias, pocas en verdad, en las que la voluntad ciudadana incidió en cambios a las políticas dominantes, [11] corroborando que la globalización no es un asunto metafísico, sino que es la expresión de relaciones de poder muy concretas, que se gestan, todavía, desde lo nacional.  

Una crisis reconocida como tal
El progresivo alejamiento de la ciudadanía respecto a los asuntos electorales y el aumento de la conflictividad social fueron reconocidos como un signo de crisis por sectores importantes de la clase política latinoamericana. Después de las expresiones de júbilo que caracterizaron a varias de las Cumbres Iberoamericanas de Presidentes y Jefes de Estado (que comenzaron a realizarse en 1990 como un reencuentro de la "familia democrática iberoamericana"), en la VI Cumbre de 1996 en Viña del Mar (Chile) y en la VII de 1997 en la isla Margarita (Venezuela), los documentos finales[12] manifestaron preocupación por el deterioro de los mecanismos de mediación política en América Latina. La necesidad de devolver al Estado un espacio de acción, reservado hasta entonces sólo al mercado; de recuperar la credibilidad de la política y los políticos, y de renovar el prestigio moral de la democracia, fueron algunos de los centros de esos debates, planteados por profesionales de la mediación, que estaban perdiendo las condiciones de su propia reproducción como élites políticas bajo la sombra de las tecnocracias. Más allá de los esfuerzos por adoptar discursos novedosamente críticos al neoliberalismo -mas no al capitalismo- o de manifestar simpatías ocasionales con propuestas del tipo de la Tercera Vía,[13] el desprestigio de la clase política no ha cesado ante los embates sistemáticos de las estrategias económicas que agravan la desigualdad social y la pobreza, y que resultan más ofensivas frente a la corrupción.

Por ello, no debería sorprender el proceso político venezolano abierto con la elección de Hugo Chávez como presidente, en diciembre de 1998. Antes de su triunfo arrollador se le llamaba "ex golpista", explotando la sensibilidad latinoamericana ante las experiencias dictatoriales, lo que no ocurrió en los casos del coronel argentino Bussi y el general Hugo Bánzer, gobernador de la Provincia de Tucumán y presidente de Bolivia, respectivamente. [14] El balance de lo vivido en Venezuela en los últimos 15 años, un país que a fines de los setenta tuvo el ingreso per capita más alto de la región y que hoy mantiene a más de un 60% de su población en condiciones de pobreza, no parece colocar la dicotomía civil-militar como eje de las decisiones políticas de los venezolanos.

El carácter interpelante del programa electoral de Chávez hacia el modelo económico, al sistema político tradicional y la institucionalidad fuertemente corrompida movilizó alrededor de 80% del electorado frente a una participación habitual del 55. Actores de distinto signo político han reconocido que el "insólito" pero "limpio y abrumador" triunfo de Chávez -en palabras del ex presidente Carlos Andrés Pérez-[15] expresa la voluntad de transitar a un nuevo sistema político que represente con claridad los diversos intereses sociales, especialmente los populares. 

Dada la heterogénea composición social y política del Polo Patriótico[16] que impulsa a Chávez, aún es prematuro saber si este proceso pudiera derivar en los derroteros peruanos con Alberto Fujimori (un civil), que en 1990 emergió como un personaje desconocido en la escena política, que arrasó electoralmente como alternativa a la vieja clase política oligárquica representada por Mario Vargas Llosa, y que echó mano del autoritarismo para administrar el mismo modelo económico. Incertidumbres que no le restan significación a la experiencia venezolana actual, como respuesta política a la crisis de las instituciones democráticas.

Varias campañas que disputan las presidencias en estos últimos meses de 1999 (Argentina, Uruguay y Chile) parecen confirmar las hipótesis: el bombardeo de un marketing electoral vacuo no convoca a una población exhausta por la sobrevivencia cotidiana, que solamente reacciona si las ofertas de cambio son creíbles (sólo en ello puede haber sorpresas).

Es previsible que el ingreso político de América Latina al nuevo siglo esté cargado de insospechados conflictos sociales. Como método de control político, la democracia elitista actual está dejando de funcionar, lo que podría inducir, de nuevo, a que la vigencia de la dominación pase a sustituir el método electoral en la formación de gobiernos. Y en este nuevo milenio, América Latina sigue teniendo pendiente un desarrollo democrático inclusivo de las mayorías sociales.  

– Beatriz Stolowicz (Montevideo, Uruguay, 1955). Socióloga, candidata a doctora en estudios latinoamericanos. Es profesora-investigadora Titular C de tiempo completo en el área de América Latina del Departamento de Política y Cultura de la Universidad Autónoma – Metropolitana – Xochimilco.

* Fuente: Revista de la UAM

Notas
1 Se discuten estas experiencias en Beatriz Stolowicz (coord.), Gobiernos de izquierda en América Latina. El desafío del cambio, México, Plaza y Valdés/UAM-X, en prensa.

2 Para un análisis más exhaustivo sobre el problema de la gobernabilidad, véase, por ejemplo, mi artículo "Gobernabilidad o democracia: los usos conservadores de la política", en Política y Cultura, núm. 8, Departamento de Política y Cultura, UAM-X, primavera 1997.

3 Sartori, Giovannii, Teoría de la democracia (1987) Madrid, 1991, Alianza Editorial.

4 Macpherson, C.B., La democracia liberal y su época (1982) Madrid, 1991, Alianza Editorial.

5 Mosca, Gaetano, La clase política (1896, 1923), México, 1984, Fondo de Cultura Económica. Vilfredo Pareto, Escritos sociológicos, Madrid, 1987, Alianza. Robert Michels, Los partidos políticos. Un estudio sociológico de las tendencias oligárquicas de la democracia moderna (1911, 1925), Buenos Aires, 1996, Amorrortu.

6 Lipset, Seymour Martin, El hombre político. Las bases sociales de la política (1959), México, 1993, Red Editorial Iberoamericana. Robert Dahl, La poliarquía. Participación y oposición (1971), México, 1993, Red Editorial Iberoamericana.

7 Joseph, Schumpeter, Capitalismo, saocialismo y democracia (1942, con un capítulo añadido en 1946), Buenos Aires, 1978, Editorial Folios.

8 Véase La gobernabilidad de la democracia (1975), Informe de la Comisión Trilateral, redactado por Michael Croizier, Samuel P. Huntington y Joji Watanki, México, 1977-1978, Cuadernos Semestrales del CIDE, núm. 2-3.

9 Op. cit., p. 378.

10 Michel Camdessus, director del FMI, expresa esta idea de imposibilidad de alternativas: "cualquiera que sea el color político de un gobierno tiene que encarar la realidad y buscar los mejores métodos para optimizar el crecimiento y la prosperidad colectiva. Me parece que en todos los países del mundo, para los dirigentes de izquierda, de derecha o del centro, las opciones no pueden ser muy numerosas. Pueden introducir matices interesantes, pero dentro de una disciplina de respeto al mercado, de apertura internacional y de equilibrio y disciplina macroeconómicas, sin las cuales las economías van al abismo". Entrevista en Búsqueda, núm. 860, Montevideo, 12 de septiembre de 1996, p. 60.

11 Un ejemplo es el referéndum de 1992 en Uruguay, que rechazó con más de un 70% la ley de privatización de la compañía telefónica. Finalmente, los gobiernos sucedidos desde entonces decidieron invertir en la empresa, convirtiéndola en una fuente importante de ingresos para el Estado, con una modernización tecnológica reconocida internacionalmente, y con tarifas más bajas que en otros países latinoamericanos.

12 Versiones oficiales preliminares y definitivas, de noviembre de 1996 y 1997, respectivamente. Copias.

13 Véase la perspectiva anglo-norteamericana de reconstitución de los consensos sistémicos que ofrece Anthony Giddens en La Tercera Vía, Madrid, 1999, Taurus.

14 El coronel Bussi es acusado de violación a los derechos humanos como gobernador de facto. Al general Bánzer se le asocia con la Operación Cóndor y con el asesinato del general Juan José Torres, exiliado en Argentina y depuesto por Bánzer.

15 Véase la entrevista del semanario Búsqueda en Caracas, publicada el 22 de julio de 1999. Después de la elección a la Constituyente, de la que quedó excluido, Carlos Andrés Pérez opina que "La gran responsabilidad está en los partidos políticos, y yo me incluyo … cuando éstos perdieron la confianza nacional, Venezuela entró en una especie de anarquía, donde la insatisfacción y el reclamo tomaron por asalto al país y los medios de comunicación se convirtieron en los grandes voceros de esa realidad. Esto tiene más de una década y los últimos procesos electorales ya marcaron una caída dramática de la confianza del país en los partidos." Entrevista de Aram Ruben Aharonián, en Caracas. Montevideo, Brecha, 13 de agosto de 1999, p. 35. Irene Sáez, contendiente contra Chávez a la presidencia, señala que "… Chávez lo que quería era romper con los partidos políticos, romper completamente con el pasado y crear una nueva Constitución y eso le dio la fuerza. En ese momento se veía como un golpista … los hechos han demostrado que no es así, que él quiere las transformaciones dentro de la democracia." Véase entrevista en la isla Margarita, publicada por Búsqueda, Montevideo, 29 de julio de 1999, p. 40.

16 Integrado por Patria para Todos (una división de la antigua Causa Radical), sectores del Partido Comunista y del Movimiento al Socialismo, y el Movimiento V República creado por Chávez. Edmundo Chirinos, ex candidato presidencial por la izquierda en 1988 y responsable de los temas de educación y salud en la Asamblea Constituyente, dice que esta "experiencia novedosísima, sociológica y políticamente" se trata de "un maremágnum de intereses, de personalidades y de propósitos muy disímiles; es la masa popular, la masa militar, la masa de clase media descontenta, y ahí hay de todo, lo que explica el arrasamiento electoral" y las incertidumbres. Véase entrevista de Aram Ruben Aharonián, citada, p. 34.

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