«Chalecos amarillos», Brexit, ascenso de los populismos de izquierda y derecha… Parece que el signo histórico viene marcado por un doble desprecio, el desprecio del pueblo. Pero, entiéndanme, un desprecio ambivalente. Por un lado, el de un mundo hasta ahora hegemónico hacia lo que califica de «populismo»; por otro, el resentimiento hacia toda forma de mediación o ‘establishment’. Una doble herida que se retroalimenta en dos retóricas: la autosuficiencia condescendiente del adulto -las élites amenazadas y supuestamente asediadas-, cuya ‘madurez’ desprecia a esa realidad adolescente, rebelde, egoísta, incapaz de guardar las buenas formas intelectuales; y el chulesco ‘enfant terrible’, el ‘outsider’ antisistema, no pocas veces macho alfa.
El primer desprecio no puede tratar a su objeto más que como minoría de edad y suele provenir de intelectuales cercanos al poder, que se ven a sí mismos como ajenos al conjunto social. En este sentido hablaba Christopher Lasch en los 90, haciendo un guiño a Ortega, de ‘La rebelión de las élites’. Una actitud paternalista que interpela al pueblo como un maestro indolente. Frente a esto, hoy un nuevo y segundo desprecio aparece como «expresión -en palabras de Angela Nagle- de un ‘ello’ liberado de las ataduras de las convenciones de discurso y la corrección política […] y se relaciona más con el Marqués de Sade que con Edmund Burke». Dos resentimientos antitéticos pero gemelos, el de la ira antipolítica, y el de unas elites poderosas incapaces de respetar el contrato social.
¿Vivimos, pues, tiempos antiintelectualistas? Absolutamente, pero teniendo en cuenta este doble desprecio. Tengamos presente la campaña de la ‘Alt-Right’ contra el «marxismo cultural» o la grosería impúdica de Trump y sus seguidores frente a cualquier ofensa «progre» -lamentablemente a veces imitada por una izquierda que, por simpatizar con el monstruo, vive bajo la obsesión por la autoflagelación-, pero también el desprecio acumulado todas estas décadas de hegemonía neoliberal contra la inteligencia de la gente.
Ya, tras la Revolución Francesa, el viejo Kant nos alertaba de aquellos políticos y analistas que sostenían la necesidad de «tomar a los hombres como son y no, según sueñan los pedantes desconocedores del mundo o los bienintencionados fabuladores, como deben ser«. Kant inmediatamente añadía que ese realismo chato del «tal como son» solo significaba: «a lo que les hemos llevado a ser nosotros mediante coerción injusta, mediante golpes traidores que tuvo en su mano darles el gobierno«.
Las clases dirigentes suelen ser exquisitamente idealistas consigo mismas, pero rudamente materialistas con los otros. El antiintelectualismo tiene hoy un doble signo. Brota tanto de la compulsiva horizontalidad en red que escupe sus ‘likes’ y sus odios a ritmo de tuit, donde todo el mundo busca distinguirse en la levedad de una indiferencia de fondo, como de una verticalidad en crisis, que se justifica como defensa elitista frente a esa inundación democrática llamada despectivamente «masa«.
Pero, ¿qué es la «masa»? Raymond Williams señalaba a finales de los 50 que «en realidad, no hay masas; sólo hay formas de ver a la gente como tales». «Las masas son siempre los otros, aquellos a quienes no conocemos ni podemos conocer«, un punto ciego de nuestra falta de autocrítica. La cultura, como la inteligencia, no es cosa exclusiva de intelectuales, sino de todo el mundo. Para combatir el clima antiintelectualista existente necesitamos menos críticos de la decadencia y más mediadores, menos apocalípticos y más puentes.
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