Hablar de Salvador Allende requiere partir desentrañando aquel acto que marca su sitio en la memoria colectiva. Ese gesto, a través del cual necesariamente se interpreta toda su existencia, fue morir por sus ideas.
Por esa donación de su vida, Allende siempre tendrá dos significados diferentes. Uno es el político-conceptual, descifrable por el análisis de su actividad política, de sus posiciones en el curso de los años o en el período crítico de la Unidad Popular. Pero siempre, sobreponiéndose a aquél, existirá otro significado, el simbólico. Este último sentido está más allá de sus discursos y de sus posiciones; incluso trasciende, en muchos aspectos, lo que efectivamente hizo y fue.
Por ello, cualesquiera sean los esfuerzos que la dictadura despliegue para enlodar el nombre de Allende o para silenciarlo, sofocándolo bajo el peso del olvido público, siempre resurgirá como un héroe, siempre vivirá por el gesto de morir. Esta tesis no proviene como algunos quisieran pensarlo, de la pasión política. Mas bien se trata de una fría observación sociológica. Allende estará presente en la memoria por lo que hizo o dijo en sus largos años de lucha. Pero, con mayor fuerza, estará presente por su último gesto, por su donación.
Es inevitable que así sea, que aquel acto definitivo se transforme en la síntesis de su vida, que la purifique de todas sus contradicciones y debilidades. La existencia concreta de Allende político no podía estar exenta ni de ambigüedades ni de errores ni de flaquezas, en la medida misma que fue la expresión de una izquierda contradictoria y desgarrada. Pero en la memoria simbólica nada de eso será importante. En ella la vida entera de Allende aparece y aparecerá sublimada por su inmolación.
Puede ser un contrasentido usar esa palabra, cargada de contenido religioso, para describir un acto que fue, finalmente, político. Pero la actitud de Allende, tanto en sus palabras como en sus acciones, estuvo traspasada por una lógica sacrificial, expresada, además, en la forma más pura de los actos inmolatorios. Allende ni siquiera trató de hacer un gesto de incitación. En sus palabras finales no llamó al pueblo a hacer lo que él estaba haciendo. Fue una despedida, el anuncio de que ofrecía su vida, arriesgando la muerte, para que otros pudieran sobrevivir.
Quizás uno de los sentidos de esa donación de la vida fue preparar nuestro futuro, recrear por [medio de] ella la posibilidad de la esperanza despues de un fracaso y de una derrota. Allende tomó sobre sus hombros las culpas colectivas, así como la esperanza que el proceso había catalizado, asumiendo en sí y para sí las consecuencias desgarradoras de la experiencia histórica. Al proceder de esa manera nos permite rescatar ese pasado en toda su complejidad, asumiendo sus errores y también las verdades que representó.
Unidad Popular: Historia múltiple
Como ninguna otra experiencia en la historia política chilena, la Unidad Popular representó simultáneamente muchas realidades contradictorias. Para algunos significó justicia, esperanza, camino hacia el mañana: para otros fue un tiempo de miedo, de amenaza, de expoliación arbitraria, de dudas. Es importante aceptar que fue vivida así, que fue así. En ese tiempo denso y multiforme convivieron la voluntad de borrar para siempre la injusticia y la humillación de los pobres con la ingenuidad y el fanatismo de quienes creyeron a la mano el "reino (revolucionario) de este mundo". Convivieron la lucha de quienes veían en la Unidad Popular un peligro anti-democrático con la conspiración totalitaria que no trepidó ante nada.
En todo caso, ningún disfraz propagandístico puede hacer olvidar que aquél fue un momento alto de democratización, no solamente por las medidas redistributivas o de acceso a oportunidades o por la creación de ámbitos nuevos de participación. También lo fue porque la politización apasionada de la sociedad significó la involucración de las masas en la política. Muchos ciudadanos, hasta entonces privatizados o corporativizados, se asumieron como sujetos políticos, a favor o en contra de la experiencia. Pero también fue un momento de crisis, de polarización y de aumento de la violencia política, de desajuste total de la economía y de entorpecimiento de la vida cotidiana. Tiempo contradictorio y ambivalente en [el] que la esperanza y la crisis se combinaban.
Algunos suponen que esa dualidad se explica por el diseño estratégico de la Unidad Popular: producir cambios profundos y decisivos en el desarrollo capitalista de la sociedad, utilizando el marco institucional pre-existente y sin usar contra los adversarios ni la represión política ni las armas de una dictadura. Sería el drama de un poder ambicioso, que intentaba refundar la sociedad chilena, pero que estaba limitado por las condiciones de funcionamiento de una democracia pluralista.
El desarrollo posterior a 1973 parece darle la razón a esos fatalistas: un gran cambio social, sea éste regresivo o progresivo, solamente es posible por y con la violencia. El período de la Unidad Popular representaría la derrota de la ingenuidad , la crisis del "liberalismo de izquierda" que creyó en la posibilidad de cambios profundos desde y con la democracia política.
Aquí está diseñada una primera pregunta importante. ¿Cuál fue el proyecto derrotado? ¿Qué estrategia condujo a la Unidad Popular al fracaso? Después de contestar estas preguntas preliminares podremos hablar con propiedad del papel de Allende, de sus virtudes y también de sus flaquezas.
El Proyecto posible
En realidad el fracaso de la Unidad Popular no fue debido al intento de cambiar profundamente la sociedad chilena conservando el marco de la democracia política. Al contrario, fue la consecuencia de insuficiencias y ambigüedades en la realización de ese diseño. Por tanto el drama de 1973 no demuestra la inviabilidad de avanzar hacia formas nuevas de sociedad desde dentro de la democracia, no es el fracaso de lo que Allende denominó la "vía chilena al socialismo". Más bien significó el fracaso de una política que fue incapaz de crear las condiciones políticas para que aquel proyecto originario se cumpliera.
Las condiciones principales que requería el éxito de un proyecto de cambios profundos en y desde la democracia fueron dos: a) la unidad política de las fuerzas gobernantes, y b) la capacidad de construir una amplia mayoría político-social, que permitiera superar la estrechez del frente de partidos de izquierda, a través de la constitución de un "bloque por los cambios".
Ninguna de esas condiciones se cumplieron. Entre 1972 y 1973, es decir, cuando la crisis nacional se desplegó en medio de una lucha política cada vez más polarizada, resurgieron en la Unidad Popular las antiguas divergencias estratégicas, que estuvieron escondidas en los primeros años. Desde octubre de 1972 la Unidad Popular se dividió en dos campos antagónicos. Uno encabezado por los comunistas y por Allende, buscaba una consolidación del proceso a través de la negociación política con el centro o con los militares. El otro, encabezado por la dirección socialista, buscaba una rápida solución del problema del poder, se negaba a la negociación, criticándola como "conciliación centrista" y favorecía la creación de un "poder popular", alternativo al del Estado. Esa línea se situaba objetivamente en una perspectiva insurreccional, cuya semejanza con el modelo bolchevique originario era nítida y explícita.
Ese desgarramiento progresivo de la izquierda después de la crisis de octubre fue el efecto de un error estratégico previo. No bastaba que la Unidad Popular hubiese mantenido su cohesión. Sin duda, al superarse el empate catastrófico (1) entre diseños opuestos, se hubiera evitado lo peor, vivir los últimos meses en la parálisis política. Pero ya entonces restaurar la unidad perdida no bastaba para asegurar la estabilidad ni la capacidad productiva (de acción y dirección) del gobierno. Ya entonces, y en eso octubre de 1972 marcó un punto de ruptura, se había completado el ciclo fatal de la polarización. El centro, que había tratado de implementar una estrategia de neutralización de la Unidad Popular a través de la legalización de las iniciativas de reforma, se vió obligado a abandonar la posición centrista y a perfeccionar sus vínculos políticos con la derecha, en un frente opositor cada vez más unificado.
El Bloque democratizador
El problema de fondo, aquel cuya ausencia explica más comprensivamente el fracaso de la Unidad Popular, fue la imposibilidad de formar un "bloque por los cambios". No se construyó una coalición que superara la división entre los diferentes segmentos del mundo popular y movilizara, detrás de un programa de cambios, a aquellos sectores de las capas medias políticamente representados por la Democracia Cristiana.
Un bloque de este tipo había existido, entre la izquierda y el centro, en la década de los cuarenta. Esa coalición democratizadora, pese a todas sus insuficiencias, había sido capaz de fortalecer un orden político pluralista, de acelerar la industrialización, de modernizar la sociedad, de promover los derechos sociales de importantes sectores de trabajadores y de capas medias. Al contrario, los dos proyectos de transformación de la década de los sesenta, fueron promovidos, el primero por un centro aislado, el segundo por una izquierda aislada.
Esa carencia de un "bloque por los cambios" fue mucho más significativa en el caso de la Unidad Popular. La razón principal era el carácter más radical del proyecto y la presencia en el gobierno de fuerzas que, por su discurso obrerista, anti-capitalista y su propuesta de superación de la 'democracia burguesa', generaban una imagen de amenaza. El proyecto de la Unidad Popular introdujo tendencias de polarización mucho mayores que el de la Democracia Cristiana. El programa de cambios de ésta, pese a que atacó el latifundio, fue básicamente un programa de reformas sociales y de modernización capitalista.
La otra razón por la cual el proyecto de la Unidad Popular requería un "bloque por los cambios" era la escisión existente en el mundo popular. Una de las características más [sobre]salientes de la Democracia Cristiana ha sido su capacidad de representar políticamente a una parte de ese mundo popular. Ese segmento era caracterizado (o caricaturizado) por la categoría típica de conciencia de clase atrasada. Pero, en realidad, la Democracia Cristiana estaba implantada tanto entre campesinos y marginales urbanos como en sectores industriales modernos o de las empresas cupríferas.
Por lo tanto la separación política entre los dos mundos populares impedía a la izquierda hablar legítimamente por la totalidad. Ese mismo hecho la impulsaba a diferenciarse de la parte "contaminada" y la obligaba a combatirla en nombre de la "buena conciencia de clase". Cuando se intentan transformaciones revolucionarias en nombre del pueblo, ese divorcio no solamente tiene efectos sobre la correlación de fuerzas, también debilita el principio de legitimación del proyecto. En verdad, no era posible una auténtica hegemonía popular sin reconstituir la unidad escindida. Por lo tanto, en la situación chilena, por las formas históricas de representación popular, la constitución de un "bloque por los cambios" era más que una necesidad política para dar estabilidad a una experiencia democratizadora. Además, era un requisito para que los sectores populares fueran un sujeto protagónico, mediante la superación de su fragmentación en dos mundos competitivos.
La causa principal del fracaso de la Unidad Popular residió en la imposibilidad de constituir ese tipo de bloque democratizador. Conseguirlo hubiera significado resolver, simultáneamente, dos grandes problemas: la unificación de los dos segmentos del mundo popular y la movilización de una parte importante de las capas medias tras un programa de cambios profundos. Permitía articular una sólida mayoría político-social que hubiera evitado un empate catastrófico.
Nueva síntesis programática
Evidentemente que la formación de un bloque de este tipo requería un programa común, diferente del de la Unidad Popular, pero también distinto de las propuestas tradicionales del centro reformador. Para la Unidad Popular ello hubiera exigido reformular la vinculación entre "gobierno popular" y "transición al socialismo". Esa temática de la simultaneidad de tareas, por la cual se definía el "gobierno popular" como el momento inicial de una fase ininterrumpida de construcción socialista, solamente había aparecido en el discurso de la izquierda a mediados de la década de los sesenta. Ella reflejaba las características ideológicas de esa izquierda: la obsesión anti-reformista, la creencia de que el socialismo resolvía los problemas del desarrollo económico, la oscura culpabilidad con que participaba en la política parlamentaria y electoral, tan lejana del heroísmo revolucionario. Para estar en condiciones de buscar un nuevo consenso programático con el centro reformador, la izquierda hubiese necesitado tener mucho más clara la perspectiva gradualista de su política y la idea de que el socialismo que se quería construir surgía por la profundización de la democracia.
Pero tampoco la Democracia Cristiana de la época estaba en condiciones de contribuir a crear una nueva síntesis programática. Para ello hubiese sido necesaria una más real demarcación entre las diferentes corrientes internas. Las tendencias reformadoras más avanzadas del partido tenían una visión doctrinaria, utopista y "alternativista" de la realización del contenido anti-capitalista de su política. Eso las llevaba a enfatizar el "camino propio" más que la colaboración con la izquierda o bien las llevaba al otro extremo, a resolver sus contradicciones a través de la ruptura. Además esas tendencias estaban contrabalanceadas por la fuerza de las corrientes moderadas, que conformaban un programa puramente modernizador.
La estrategia de cambios no negociados
La ausencia de este "bloque por los cambios", que era la principal condición política de viabilidad del proyecto de la Unidad Popular, condujo a la izquierda a una estrategia de reformas que favoreció objetivamente las tendencias a la polarización. En las elecciones municipales de abril de 1971 la Unidad Popular superó largamente la performance de la elección presidencial de 1970. esos resultados aumentaron su legitimidad pero no su poder parlamentario. Siguió siendo una fuerza minoritaria en el Congreso, que era el ámbito decisivo para la legalización de las reformas. Es verdad que la correlación de fuerzas en el parlamento ya no reflejaba adecuadamente las nuevas tendencias existentes en la sociedad. Pero este reclamo carecía de efectos prácticos, no resolvía la situación política. En parte la Unidad Popular fue una víctima de las fallas de representatividad del sistema político que dificultaba la constitución de mayorías sólidas.
Todo eso es verdad. Pero la existencia de una densa red de casamatas defensivas era un dato de la situación, no un hecho nuevo. Justamente la habilidad de la política reformadora se probaba por la capacidad de sortear aquellos obstáculos. En ese terreno la Unidad Popular eligió un camino peligroso. En el corto plazo la formula usada permitía avanzar, con más rapidez que ninguna, en la realización de los cambios. Pero en el largo plazo generaba una polarización catastrófica del sistema político.
A comienzos la Unidad Popular se enfrentó con la imposibilidad de establecer una gran coalición por los cambios y con el dato de que, por las astucias de la institucionalidad, el éxito electoral de comienzos de 1971 no mejoraba sus posiciones de poder en el Parlamento. ¿Qué hizo la Unidad Popular frente a estas restricciones de su fuerza estatal? No recurrió a una estrategia moderada que, a falta del "bloque por los cambios" buscara acuerdos parlamentarios puntuales con el centro. En vez de eso recurrió a una estrategia de ofensiva, consistente en implementar las reformas prescindiendo de la negociación parlamentaria.
La argumentación legalista usada por la izquierda demostró fehacientemente la existencia de normas residuales que permitían promover los cambios económicos por simple iniciativa del Ejecutivo. Pero esa argumentación formal dejaba de lado los problemas principales. El asunto central era que la estrategia de reformas no negociadas negaba en la práctica principios constitutivos de la organización estatal, entre los cuales figuraban el carácter transicional de todo proceso de elaboración legislativa y, por supuesto, de la definición de cambios o reformas. Esa garantía había sido decisiva en la legitimación del sistema de relaciones políticas.
La Unidad Popular al usar esa estrategia de reformas no negociadas, favoreció objetivamente la línea de derrocamiento propugnada por la derecha. Aquella táctica requería la polarización y, por tanto, la destrucción de la política moderada del centro. Como esa fuerza no pudo ser 'físicamente" destruida, a través de la erosión de su peso electoral, la derecha buscó afanosamente obligarla a abandonar sus posiciones céntricas. Para ello era básico favorecer los enfrentamientos entre las Democracia Cristiana, que intentaba la negociación de los programas de cambio, y una izquierda "fundamentalista", que impulsaba sus iniciativas contra viento y marea y que, además, no demostraba ninguna voluntad de acotarse dentro del sistema de poderes contrabalanceados.
La línea de cambios no negociados, combinada con la crisis política y el deterioro económico, produjeron una radicalización de las capas medias. Ese proceso de base permite explicar fácilmente el desplazamiento final del centro hacia la derecha. Cuando ese ciclo se completó ya estaba escrito el final del drama. Entonces cada actor ya tenía su papel, para subir al escenario, solamente faltaba que se maquillaran y vistieran. Pero el desenlace de la obra no estuvo escrito desde el comienzo. La Unidad Popular hubiese podido intentar una experiencia fructífera de cambios, quizás menos profundos pero mucho más consolidados, a través de la formación de un bloque democratizador.
Dos visiones de la democracia
La búsqueda consecuente de una "vía chilena al socialismo", que implicaba intentar transformar la sociedad en y desde la democracia, exigía ciertos métodos políticos cuyos principales elementos eran dos: promover la articulación y aceptar las reglas y condiciones de la competencia política pluralista.
La aplicación de ese diseño requería una izquierda sin complejos ni culpabilidades, que asumía la construcción del socialismo a través de un camino de reformas. Pero la izquierda de esa época estaba tensionada entre dos mundos. Por una parte aceptaba que en Chile solamente con la democracia podía avanzarse hacia el socialismo, lo que implicaba realizar una política que convocara a la mayoría.
Pero esa visión chocaba contra otra, absolutamente contradictoria. Era la concepción tradicional de la revolución como asalto al Palacio de Invierno o como guerra popular. En los dos casos lo principal era la resolución militar del problema del poder, cuya gran ventaja era que permitía disponer del Estado sin compartirlo, sin necesidad de aceptar contrabalances.
Se trataba [de] mucho más que de dos teorías sistemáticas, de dos universos culturales que se estructuraban en torno al eje de la democracia. Había una izquierda que valoraba, que veía ligada su propia historia al desarrollo estable de la competencia política. Esa izquierda había llegado a apreciar los grados de libertad y de dignidad que el sistema democrático permitía, aún siendo tan imperfecto como era en Chile.
La otra izquierda soñaba con la revolución, partera de una nueva sociedad: con la violencia que otorgaba el poder total, dejando a la burguesía sin capacidad de represión y sin recursos de dominación. Esa izquierda veía en la democracia chilena solamente lo que ella tenía de neutralizadora, sus astucias para regular la energía popular, para digerir hasta volver insulsos los discursos revolucionarios.
Cada una de estas visiones reposaba sobre diversos conceptos de la política. La concepción revolucionaria, que confundía la hegemonía popular con la "dictadura del proletariado", tenía una visión "fundamentalista". Para ella la fuente de legitimidad no era la voluntad popular (con sus ambigüedades y vacilaciones), sino el partido, quien administraba el marxismo, esa construcción intelectual donde se definían y sistematizaban los intereses objetivos de la clase obrera.
La difusión de estas teorías y universos culturales de carácter integrista dificultaron la aplicación de la "vía chilena al socialismo". Para impulsar esta línea estratégica era necesario asumir sin ambages el hecho que las mayorías parlamentarias eran expresivas de la voluntad popular, por lo menos permitían formas operacionales de verificación. Era necesario afirmar, sin culpabilidades, que no se aspiraba a sustituir la competencia política pluralista, porque ninguna dictadura representaba una superación de las imperfecciones de la democracia. Sin embargo, una parte de la izquierda no se atrevía a realizar esas afirmaciones, veía en ellas una renuncia a la tradición revolucionaria.
Éramos herederos de las tensiones y dilemas con que el movimiento socialista internacional había vivido sus relaciones con la democracia. Hay que recordar que todavía no se había desarrollado el eurocomunismo ni se había puesto tan evidente la naturaleza de las sociedades socialistas. Tampoco nosotros habíamos vivido la experiencia crucial que nos impide aceptar toda tolerancia hacia cualquier dictadura, por muy nobles que sean sus palabras.
Era entonces muy difícil escapar de la fascinación de algunos: la violencia proletaria como purificadora, el poder total como condición de una verdadera libertad. La década del setenta había proporcionado a esas visiones de la política los contornos épico-heroicos de la lucha contra Batista y de la guerra contra el imperialismo.
Todo esto tiene muchas explicaciones. Una de ellas era que el partido Comunista, en ese entonces la fuerza de izquierda que mejor supo comprender las exigencias políticas del proceso, no se expresaba en un discurso que diera cuenta plenamente de su práctica democratizadora. Atrapado dentro de la matriz leninista realizaba un discurso instrumental sobre la democracia, justificándola sólo en cuanto medio para llegar al socialismo. En el interior de ese paradigma los comunistas chilenos habían elaborado el mejor análisis posible. En la práctica eran uno de los principales factores de estabilidad del régimen político, puesto que contribuían a canalizar las demandas populares y a combatir el "izquierdismo". En el período de la Unidad Popular tenían una visión mucho más realista y moderada que otros grupos. Pero no fueron capaces de realizar el salto teórico que se necesitaba para pensar el proceso chileno.
El significado de Allende
Allende fue quien estuvo más cerca de jugar ese rol. Su principal legado fue haber sabido comprender, con más lucidez que nadie, las características del proceso chileno.
Quizás la gran virtud de Allende como político era la primacía de los aspectos histórico-prácticos por sobre los aspectos librescos, a los que era tan aficionada la izquierda marxista o marxistizada. En Allende había intuiciones que se basaban en la vivencia histórica más que en las elaboraciones intelectuales; en el conocimiento desde dentro del sistema político y de sus complejas dinámicas más que en conceptualizaciones abstractas sobre el carácter del Estado.
Menos atrapado que los comunistas dentro de una matriz conceptual fue capaz de construir una visión más integral que la de ellos. Percibió la necesidad de promover una efectiva alianza entre la clase obrera y las capas medias, captando mejor que nadie el papel crucial de la Democracia Cristiana como representante de ese mundo cultural. Percibió la urgencia de promover condiciones de estabilidad, buscó la negociación y los acuerdos, combatió con fuerza las tendencias "izquierdistas". Sus análisis sobre la estructura de clases y sobre la naturaleza del Estado superaban la tendencia prevaleciente a las clasificaciones binarias.
La riqueza de Allende como político dentro de la izquierda chilena se basaba en su valoración de la democracia. Estaba más allá del puro enfoque instrumental y de los análisis conspirativos que ven en la democracia sólo un recurso de la dominación burguesa. Tenía la intuición que una crisis del régimen político, facilitada por la polarización, significaba encaminarse hacia el abismo.
La gran ventaja de Allende sobre otros fue que no se dejaba influir por ortodoxias ni sacralizaciones, que no pensaba siguiendo una lógica del modelo. Era un político de principios pero realista, cuyo principal instrumento cognitivo siempre era la evaluación de la experiencia histórica.
Por eso fue quien mejor percibió las exigencias del proceso y sus condiciones teóricas. Con menos ambigüedades que otros, sin dejarse confundir por mitos y complejos de culpabilidad, percibió la importancia del bloque democratizador, de respetar las reglas del juego democrático, de representar la defensa de la legalidad constitucional. No pudo imponer sus tesis dentro de la izquierda. Su muerte representa una forma de enfrentarse con ese fracazo, de asumir, con una consecuencia extrema, la responsabilidad de la catástrofe a la que habíamos conducido al movimiento popular.
Las debilidades de Allende
Como no se pretende construir una visión edificante, deben señalarse también las flaquezas de Allende como político. Siempre he creído que vivió esos últimos momentos alucinantes con la desesperación de no haber impuesto sus intuiciones centrales con más vigor y fuerza.
La política de Allende durante la Unidad Popular tuvo dos defectos. Ellos fueron la renuncia a ejercer el liderazgo presidencial, y el papel asignado a la unidad de la izquierda. La situación de crisis nacional y de empate catastrófico (entre gobierno/oposición y dentro de la propia Unidad Popular) requería que el Presidente, figura central del sistema político, jugara un rol de dirección más que un rol de arbitraje y conciliación. No bastaba tener, como la tenía Allende, una visión clara. Era necesario estar dispuesto a usar, hasta el límite, los recursos de poder de que disponía. El ejercicio de un rol presidencial, autónomo de las decisiones de los partidos, hubiese significado la ruptura de la coalición gobernante. Mantenerla exigía realizar políticas ambiguas, zigzagueantes o simplemente contradictorias. No basta una función de arbitraje cuando existen diferencias radicales. Pero Allende no era un caudillo. Se había socializado en el estilo, si se quiere en la ética, de la representación.
Su lucidez sin pretensiones y su realismo concreto se estrellaron, una y mil veces, contra las brillantes especulaciones abstractas y el optimismo irresponsable de los profetas del "polo revolucionario". Diez años después todos se reconocen en la línea de Allende. Pero en ese entonces muchos se dejaron encandilar por las esperanzas insurreccionales, por el fervor de las masas cuya capacidad combatiente parecía no reconocer límite. Allende, viejo conocedor del pueblo cuyas luchas había compartido, tenía la intuición del Chile real. ¿Cuántas veces no nos pareció un político prosaico, demasiado realista, con su fervor mellado por los hábitos parlamentarios? Allende estaba en las antípodas del romanticismo revolucionario quizás porque tenía un enorme sentido de la responsabilidad. En estos momentos es imposible no pensar en su ejemplo y en su destino. (2)
(*) Publicado originalmente en la edición especial, Septiembre de 1983, de la desaparecida revista Análisis, que fuera editada bajo el título de: ALLENDE.10 AÑOS DESPUES. Transcripción y notas de H.H.B.
Notas:
1. Para un desarrollo de este concepto y sus implicaciones, véase: Tomás Moulian, CONVERSACION INTERRUMPIDA CON ALLENDE, Santiago, LOM Ediciones s/f , especialmente capítulo V, sección 4.
2. Puede verse, también: Tomás Moulian, "Compañero Presidente Salvador Allende", piensaChile.com, miércoles, 18 de junio de 2008.
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