El diputado ultraconservador José Antonio Kast, exigió censurar a la diputada comunista, Camila Vallejos, por no iniciar la sesión de la Comisión de Ciencia y Tecnología de la Cámara de Diputados “en el nombre de Dios”. La bella diputada lo hizo “en el nombre del pueblo”. Al parecer, al diputado Kast no se le pasó por la mente el viejo aserto: “La voz del Pueblo es la voz de Dios”. Para él y los suyos, Dios es el Pater Maximum, al que siguen en escala de mando el Patriarca y el Patrón, en jerarquía por completo masculina. Los tres asignan –sea por gracia o por la fuerza–, consagran y defienden la propiedad privada, patrimonio que en el caso de los Kast se viera considerablemente acrecentado bajo el régimen del dictador Pinochet, también conspicuo creyente, quien, en el nombre de Dios (y de la Patria), hizo exterminar a miles de chilenos.
En el nombre de Dios fueron llevados a la hoguera, entre otras ilustres figuras de la Humanidad: Hypatia, primera matemática de la Historia; Jacques de Molay, gran maestro de la Orden del Temple; Miguel Servet, célebre científico español; Giordano Bruno, astrónomo italiano; Juana de Arco, heroína liberadora de Francia; Jan Hus, teólogo checo; William Tyndale, protestante inglés, traductor del Nuevo Testamento. La lista completa cabría en una docena de grandes volúmenes e incluiría a miles de mujeres quemadas por brujas, luego de invocar para su muerte la bendición del Altísimo.
En el nombre de Dios, los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, por una parte, y el rey Juan II de Portugal, por la otra, suscribieron –con la anuencia bendita del Papa de turno– el Tratado de Tordesillas (07 de junio de 1494), que establecía las coordenadas de reparto de las zonas de navegación y conquista del océano Atlántico y del Nuevo Mundo, a fin de conciliar los intereses económicos entre los incipientes capitalistas españoles y portugueses. Las motivaciones espirituales entre ambos coincidían: imponer la cruz por la espada a todos los pueblos sometidos; y el idioma, claro, único y oficial.
En el nombre de Dios (Allah), setecientos años antes, las huestes de Mahoma habían invadido la Península Ibérica. Por cuenta del Dios de los cristianos, fueron expulsados los musulmanes, en 1492, junto a los judíos. Ochenta años más tarde ocurriría, con semejante invocación, la matanza de los hugonotes (protestantes franceses calvinistas) en San Bartolomé. Por su parte, y en aras de establecer al Dios verdadero, los protestantes hicieron gala, durante el siglo XVII, de sus propias instituciones inquisitoriales y exterminadoras.
En el nombre de Dios (Allah) prosélitos de Al Qaeda derribaron las torres gemelas. La respuesta del gobierno estadounidense no se hizo esperar, desatándose un demoledor contraataque fuera de sus fronteras, invocando como lema la “justicia divina”. Hoy, Isis lucha, desesperada y despiadadamente, por imponer al mundo a su Dios inspirador del Corán, el único libro sagrado y verdadero, bajo cuyos preceptos debe regirse por entero la vida del ser humano.
¿Habrá pensado José Antonio Kast en hacerse musulmán? Si lo hiciere, exigiría a Camila Vallejos vestirse con el burka y el jiyab, lo que sería una pena para todos sus admiradores, entre los que me cuento. Aunque considero un error suyo (de Camila), invocar el Éxodo para rehusarse a la apertura de la sesión “en el nombre de Dios”; es casi tan extemporáneo como si Kast adujese las reflexiones del materialismo dialéctico para nominar a esa utilitaria creación de la superestructura del poder llamada “Dios”.
Este Dios, y no la divinidad sabia y omnipresente que suponemos, fue declarado muerto por Nietzsche en su libro La Gaya Ciencia, con estas palabras: Dios ha muerto. Dios sigue muerto. Y nosotros lo hemos matado. ¿Cómo podríamos reconfortarnos, los asesinos de todos los asesinos? El más santo y el más poderoso que el mundo ha poseído se ha desangrado bajo nuestros cuchillos: ¿quién limpiará esta sangre de nosotros? ¿Qué agua nos limpiará? ¿Qué rito expiatorio, qué juegos sagrados deberíamos inventar? ¿No es la grandeza de este hecho demasiado grande para nosotros? ¿Debemos aparecer dignos de ella?
Me viene a la memoria, querido y creyente lector, una dulce exhortación de mi piadosa abuela Fresia, cuando me hacía beber aguas de hierba para mis dolores estomacales, diciéndome: -“En nombre sea de Dios”. Debo reconocer que con aquellas palabras se iniciaba mi mejoría, incluso antes del efecto benefactor de la pócima naturista.
Quizá habría que colegir, con otro sabio aserto popular, que “a nadie le falta Dios”. De Camila Vallejos, ni hablar; en cuanto a José Antonio Kast, esperemos que la misericordia de Dios sea infinita.
Amén.
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