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El mundo, ni ancho ni ajeno… Buenos Aires, ¿dónde estás?

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Tu pañal lo convertí en pañuelo

"Moriré en Buenos Aires, será de madrugada, sé que en nuestra esquina vos estás toda de tristeza hasta los pies. Por dentro oigo viejas muertes, agraviando lo que amé, alma mía, vamos yendo, llega el día, no llorés”.(Moriré en Buenos Aires, Astor Piazzolla)

Es jueves. Falta poco para las tres y media de la tarde, acelero el paso, no vaya a ser cosa que me pierda o llegue con retraso a la plaza. A esta hora, cada jueves, desde hace 29 años, ellas caminan durante treinta minutos, en círculo, alrededor de esta plaza tan cercana a la Casa Rosada, el palacio presidencial de Argentina. Decidí que a mi llegada a Buenos Aires debía anclar, primero, en la legendaria Plaza de Mayo donde ellas, en absoluto silencio, con el ya mundial pañuelo blanco en sus cabezas, caminan despacito, sin ruidos ni gritos, al paso de la más anciana de todas las mujeres que aquí se dan cita semana tras semana. Sobrepasan los ochenta años la mayoría de ellas, son un puñadito, quizás treinta este jueves. La mayor lleva 93 años en la piel y, al igual que las otras, ha caminado mil trescientos noventa y dos jueves, “puntual como la esperanza”. Me asombra que fume, mientras camina lentamente; ‘debe tener la voz grave’ me digo, recordando el cliché sobre la voz de las mujeres de esta ciudad.

No me arriesgo a acercármelas ni a saludarlas aún, no quiero romper el sagrado silencio de pañuelos blancos que tanto dice todavía, de un país destinado a vivir con la memoria del horror para siempre, como un pensamiento triste que no se baila, que se anda cada jueves de Vallejo, durante 30 minutos multiplicados por 29 años. Apenas llego, me quedo entre el gentío que rodea la plaza, entremezclado con los fotógrafos de tantos lugares del mundo que circundan a estas mujeres, cuya caminata de los jueves rasgó el otro silencio, el del terror, y que volteó a la dictadura militar, cambiando la historia oficial a golpes de terca necedad y cariño a los hijos.

Miro decenas de pañuelos blancos, de todos los tamaños, pintados en el suelo de Plaza de Mayo, huella de algún aniversario, testimonio de que ellas dieron a luz a la Argentina de hoy. Luego debo rectificar: los pañuelos no son pañuelos, fueron -en un principio- los pañales de sus hijos, conservados en sus casas vaciadas, guardados en el primer cajón del recuerdo, que las madres decidieron un lejano día de 1976 recoger y llevarlos de pañuelo en sus necias cabezas para crear una identidad común entre ellas, en un tiempo en que “reunirse en la calle” -como me cuenta una sobreviviente ecuatoriana a quien le mataron su pareja y que se conmueve de nuevo, como si volviera a los 17- “caminar incluso, era distinto: caminábamos cabeza abajo, con miedo, con sospecha de que te vieran el alma”.

Alcanzo a ver a Hebe de Bonafini, la recia y reconocida presidenta de la Asociación de Madres Plaza de Mayo-Línea Histórica y a su inseparable compañera, la ‘Porota’. Estas madres caminan primeras, con otras, portando un lienzo azul que dice: “Redistribuir la riqueza, ahora”, nueva consigna de estas mujeres que fueron hasta 1976 normales y buenas amas de casa y que se radicalizaron maravillosa, dolorosamente, en el vacío que te dejan treinta mil hijos desaparecidos.

Desde entonces, Videla, tan cuerdo como Franco o Pinochet, las llamó, riéndose, “las locas de Mayo”. Tres de sus fundadoras, Azucena Villaflor, María Ponce y Esther Ballestrino, fueron secuestradas, asesinadas y desaparecidas en esa primera etapa en que “no eran buenas esas épocas, malos eran esos aires, y tú ya existías, sin existir todavía…”.

Al dictador la risa le duró en la cara unos años más, y hoy -envejecido, pero no arrepentido- paga condena, como los nazis, pero en su propia casa. La misma tarde en que llego a Buenos Aires, el presidente Kirchner les anuncia a las madres que reformará las leyes que sea necesario reformar para que “los represores”, como se les conoce en público, paguen sus sentencias en celdas comunes.

Cada recoveco, un recuerdo, del Buen Ayre

"Queréme así, piantao, piantao, piantao, trepáte a esta ternura de locos que hay en mí, ponéte esta peluca de alondras y volá, volá conmigo, vení, volá, vení…"
(Balada para un loco, Piazzolla)

En esta ciudad respiro antiguos e indefinibles dolores y puedo mirar en ciertos ojos esos malos aires y tenebrosos tiempos, nostalgia y tristeza imposibles de definir mientras recorro, más tarde, Corrientes, Palermo, Recoleta, La Boca, San Telmo, Puerto Madero, y todos aquellos barrios y calles en que uno cree que se aparecerá, en la esquina de un café, ese que fue, que es, patrimonio nacional argentino y de la inteligencia humana, el mítico Jorge Luis Borges (“Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar… Me duele una mujer en todo el cuerpo”); o que por segundos miraré a ‘Alejandra’, el personaje de Ernesto Sábato que más amó y temió nuestra ida adolescencia, en medio de algún parque, tras una ventana con las cortinas entrecerradas, o en una casa derruida de tan deshabitada.

Porque, ¿cómo explicarlo?, Santa María del Buen Ayre está en la topografía del pecho, no en la geografía del mapamundi, y aún hay gente, a esta altura de la muerte o de la vida, que provocadoramente insulta el eterno andar de estas madres, difamándolas: “Mirá, che, Hebe es la mejor teatrera del mundo, tiene a sus dos hijos en España ya 30 años, engañando a los giles con eso de los desaparecidos”. La imbecilidad no tiene nacionalidad ni tiempo.

Prefiero recordar el final de “Garage Olimpo”, y vuelvo a verla -¿será el azar?- a las cinco de la madrugada, al retornar al hotel: la escena final espeluzna otra vez, cuando el avión de la Fuerza Aérea Argentina alza el vuelo llevándose decenas de chiquillas narcotizadas y muchachos somnolientos, de 20 y 25 años, en tanto se difumina el cielo con el río de La Plata en el umbral más azul y frío del Atlántico, mientras la silenciosa comunión del agua y del aire es rota por una melodía sobrecogedora, interpretada por una voz de mujer que resume ese jirón de la historia argentina.

Martha Cao, una afable jubilada de origen judío, que nunca se metió en política, como me dice al inicio, y con quien charlé en maratónicas conversaciones de 8 horas seguidas (“vivo sola 16 años ya, y las paredes no tienen orejas, así que cuando viene algún viajero me desquito”), me reafirma, en su manera de recordar: “Aquí hubo miedo, no sabés cuánto. Una generación entera, la que tuvo entre 20 y 30 años de edad, desapareció para siempre y aunque hayan transcurrido 30 años desde el golpe, la huella sigue”. La huella sigue en cualquier esquina, no sólo en la memoria me digo, en ‘el subte’ (el metro), en las casas, los ascensores, los cafés, en las charlas inacabables con gente de todas las edades y condiciones sociales, en estas, las calles más bellas del Sur, continúa parapetada como una tiniebla espesa que no se ve.

Decido que mi recuerdo vuelva a la Plaza: atrás del grupo de Hebe, a una escasa distancia, caminan otras madres, las lidera Nora de Cortiñas, de Madres de Plaza de Mayo-Línea Fundadora. Diferencias a lo largo de los años, las separaron en dos tendencias que yo, hijo pródig
o, no siento irreparables: para mí todas son mis Viejas, mujeres a las que parieron sus hijos -como ellas tan bien lo dicen- hasta socializar la maternidad y apropiarse, en gesto materno indescriptible, de las ideas de sus hijos, de las acciones y sueños de sus treinta mil críos inconclusos. Todas son Madres de Plaza de Mayo, y punto.        

Cerca de que termine la ronda sin fin de cada jueves, alzo la mano, en torpe gesto que intenta ser saludo, pañuelo, SOS, declaración de amor, vergüenza íntima, abrazo quizá. Nos miran Hebe y ‘Porota’, se sonríen y nos invitan a caminar con ellas, luego a dirigir unas palabras a sus hermanas, compañeros y curiosos. Como siempre, no atino qué decir, que hable el alma, no sé qué les dirá…

Todo ocurre tan de prisa, un joven me aborda: “mirá, soy de radio La Tribu, del programa de las madres, veníte esta noche”; otra muchacha me saluda: “me dicen ‘la Negra’, coordino ‘Pariendo sueños’, el programa de Hebe, en la AM 530, la Radio de las Madres. Te esperamos el lunes a las ocho”. Quedo en ir a ambos lugares, mientras busco con la mirada a Nora, ‘no vaya a ser cosa que se ponga celosa por quedarme más tiempo con Hebe’, me dice alguien dentro de mi voz. Alcanzo a enviarle un mensaje: “Bueno, decíle que le esperamos en La Embajada del Café, a una cuadra, y que no demore, eh, que solo tomamos un café como cada jueves y nos vamos”, me manda a decir Nora, implacable en sus amores de mamá. En la cafetería están ella y otras madres más, que toman café, conversan, preguntan, planifican, ríen, alzan la voz, celebran el reencuentro, esta vez en su ciudad, o inquieren si alguien más quiere otro café.

Con Mirta, una de las madres, recordamos la mutua experiencia, tan fuertemente vivida meses atrás, cuando la exhumación de varias tumbas en Apartadó, Colombia. Ella tendrá unos ochenta, y la madera de la que están hechas las Madres de Plaza de Mayo, lo demuestra el recuerdo de su trajinar en mula por algo más de doce horas cuesta arriba y cuesta abajo, en ida y vuelta, en las tierras del Urabá colombiano. ¿Cómo será sentir esos cuerpos exhumados, de campesinos de otro mundo, desde el vientre corazonal que a lo mejor espera, que sigue esperando, 29 años, otros restos, otro cuerpo, del hijo o la hija que no está?

Entre Kusturica y la enorme ‘bronca’

‘Todo debe pasar por mi sangre, por mis huesos, por mi respiración, por el corazón de mi sangre’, anoto de una pared esquinera de Plaza de Mayo, al despedirme de las madres y salir volado a la siguiente cita.

A la noche me reúno con Analía, una excelente escritora y, además, defensora de derechos humanos. “Ya no soy defensora, me aclara, problemas con las organizaciones me hicieron perder la fe en ellas, pero no en la vida”, me dice, dando rienda suelta a un soliloquio pertinaz en la ansiada cita que concertamos en uno de los tantos hermosos cafés del Buen Ayre, éste de nombre felino: “El Gato Negro”, en plena calle Corrientes.

Está “en bronca”, muy enojada, con el gobierno, con las organizaciones de DDHH, con el país; sintetiza su bronca en que no cambia la estructura económica y social que permitió la instauración de la dictadura. “Pero Kirchner ha hecho cambios políticos importantes” le digo, con voz apagada como para evitar que se ‘bronquee’ conmigo, pero de inmediato me suelta, con su tono porteño, “pura mierda, no ha cambiado nada, los corruptos siguen libres, la mayoría de asesinos también, este es un país individualista, esta es una ciudad maravillosa pero puede matarte de soledad, los piqueteros, limosneros y barrios marginales crecen, es la otra Buenos Aires, no sabés cómo la juventud olvidó lo que pasó un día y la falta de referencias en el presente”.

Prefiero que me cuente de la célebremente enorme actividad cultural de Buenos Aires. Hacía poco llegaron Emir Kusturica y su contagiosa banda, “No Smoking”, que se presentaron en un “Luna Park” lleno hasta el techo. “Imagináte, superamos a París en número de actividades culturales, más de 200 por semana, es una locura”. Le confieso mi debilidad por el director de “Underground” y “La vida es un milagro”, y la imposibilidad de verlo un día en mi ciudad, minimalista hasta la tristeza en cuanto a actividades culturales del peso musical de “No Smoking”.

Saca de su cartera un disco, la banda musical de la película “Tiempo de gitanos” del querido cineasta yugoslavo. Se sonríe y, haciendo las paces con los demonios que guarda, me dice: “Esto es para vos”. Recuerdo, de pronto, a Kusturica, en La marcha de los pueblos en Mar del Plata, meses atrás, junto a Maradona, Chávez, Silvio Rodríguez, Evo Morales y Hebe… “No estoy en nada de eso, por ahora, pero adoro la literatura, el cine y la música”. Cuando nos despedimos, tan al apuro, me quedo en la calle, mirando una pareja que baila tango, rodeada de decenas de curiosos que, más que ver, se hallan en trance sagrado; y, luego, gozo con un cuarteto de jóvenes violinistas que sugieren nostálgicas canciones judías. Les aplaudo hasta dolerme.

A la medianoche, luego de pasar por la Radio de las Madres, donde Hebe me recibe y entrevista, sin pañuelo, y me conmueve mirar a esta otra Hebe, dando recetas de cocina a los oyentes y opinando sobre diversos temas de actualidad, como sencilla ama de casa, me voy a Palermo, a mirar una de las innumerables obras de teatro del fin de semana. En la entrada convidan al  público una copa de vino y al ocupar mi silla, el “corazón de cocinera” me late como nunca: el único actor, y director de su propia obra, interpreta una soberbia sobreactuación de clown fracasado, inaugurando su monólogo, “Cancionero negro”, con una canción ecuatorianísima, “Sombras”, cantada con hermosa voz de mujer-hombre: “Cuando tú te hayas ido, me envolverán las sombras, Cuando tú te hayas ido, con mi dolor a solas…”.     

"Volveré… y seré millones" (Evita Perón)

La Argentina de hoy resume la terca voluntad de un país por dejar atrás el fracaso del modelo económico, las privatizaciones salvajes y la política de ajuste estructural del que, otrora, fuese calificado como ‘país modelo’ del recetario liberal en boga durante la década de los noventa en América Latina.

El fracaso de la elite argentina se demostró en que pudo concentrar riqueza insultante en un país colapsado, ligada a una gerontocracia partidista corrupta que no supo ‘administrar la crisis’ ni ‘estabilizar la macroeconomía’ pero sí aprovecharse de una democracia desgastada.

El estrepitoso fracaso del FMI y del Banco Mundial, autores intelectuales de privatizaciones, feriados bancarios y convertibilidad, parió la conmoción social argentina, dos de cuyos grandes responsables, ahora en bajo perfil, salieron impunemente indemnes: Domingo Cavallo, odiado por todos, especialmente los jubilados y taxistas, y Carlos Menem, “el boludo que privatizó hasta la catarata del Iguazú”.

Buenos Aires suma, una década después, su desesperado y verdadero rostro al espejo continental y su querido acento rioplatense golpea con dureza la puerta de las elites lat
inoamericanas: el estallido social argentino exigía respuestas que fueron más allá de la renuncia de De La Rúa y la orgía del libre mercado. Sólo así puede explicarse el fenómeno Kirchner, originalmente nuevo, cuyo slogan de reelección es un símbolo de tránsito, la flecha a la derecha con una raya grande en la mitad: “Prohibido girar a la derecha en la Argentina”.

Este país no tuvo -como recitan los intelectuales del quebrado modelo en Latinoamérica- una simple “crisis de gobernabilidad”; por ello es que hoy ‘asombra’ a los despistados la radical ruptura del anecdótico cordón umbilical que ató a la anterior Casa Rosada con la Casa Blanca.

Esos previos sucesos, registrados en el 2001, y los que hoy se viven, marcan la entrada -desesperante, conmovedora- de la Argentina, que todos suponíamos más europea que latina, a la historia del continente, en tanto que en la imagen mediática contemporánea, desfilan por vez primera, millones de pobres, piqueteros, desocupados, jubilados, damnificados del “corralito”, los más feos, los más hambrientos, los más saqueadores, esos que -con los desaparecidos- son hoy, fueron siempre, el otro rostro que, de la hermosa Argentina, nunca nos presentaron en la pantalla chica, ‘Vídeo-Match’, el ‘gordo’ Porcel, la Susana Jiménez…

Epílogo

El monstruo vuelve si no hay operación quirúrgica profunda: a pesar del gobierno y la sociedad civil, a pesar de las Madres y las poderosas organizaciones sociales, Julio López, de 76 años, único testigo vivo en el juicio contra uno de los genocidas, que debía presentarse a declarar, desaparece: es el primer desaparecido en democracia en Argentina.

Días antes, otro de los represores, demanda en un comunicado público a la nueva generación militar: “Culminen la patriótica tarea que no pudimos concluirla”; y días después, a pesar de las advertencias gubernamentales a los grupos de extrema-derecha y de las multitudinarias marchas en Plaza de Mayo para que reaparezca el desaparecido, se da inicio a una campaña masiva de amenazas de muerte contra todas las organizaciones y personalidades que exigen su aparición con vida.

En el aeropuerto Ezeiza oigo y me llevo “La revancha del tango”, de Gotan Project, casi como una despedida sin derecho al presagio: “No eran buenas esas épocas, malos eran esos aires, pero la vida renace, aquí la vida siempre renace…”

El autor es vocero de la Asamblea Permanente de Derechos Humanos, APDH del Ecuador.

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