El casi empate entre Pedro Castillo y Keiko Fujimori y el sueño de un Pongo
por Redacción de piensaChile
4 años atrás 8 min lectura
El casi empate entre Pedro Castillo y Keiko Fujimori nos hace recordar un relato magistral de José María Arguedas, el escritor peruano, hijo de madre quechua y padre blanco, hacendado, que vino al mundo como fiel mezcla de esas dos realidades que vive Perú desde siglos.
En 1957, en sus «Canciones quechuas» escribe Arguedas:
«Yo no tuve necesidad –decía- de hablar el castellano hasta los siete años de edad. En la vastísima región en
que pasé mi niñez y adolescencia no era imprescindible. El setenta por ciento de los cinco millones de
habitantes de esa zona inmensa -¡un mundo!- habla únicamente el quechua y el treinta por ciento es
bilingüe. No es posible desarrollar un ahora (1957) ninguna actividad importante en la sierra central y del
sur si no se domina el quechua.»
Y habiendo nacido y crecido en ese mundo quechua, recogió e hizo suyo el idioma, la cosmogonía, los dolores y los sueños de ese pueblo reprimido, expoliado y masacrado, que se ha negado a morir y que desde hace tiempo viene saliendo, paso a paso, de «largo sueño embrutecedor a que lo sometieron». Como parte de ese proceso, Arguedas recogió un relato, que no puede sino revivir en nuestras mentes, ahora, al ver lo que está ocurriendo en la historia del Perú, porque este triunfo de Pedro Castillo, independientemente de su desenlace, será un hito en la historia de nuestro hermano país del Perú.
La Redacción de piensaChile
El sueño del Pongo
Humillándose, el pongo no contestó. Atemorizado, con los ojos helados, se quedó de pie.
Como éramos hombres muertos, señor mío, aparecimos desnudos. Los dos juntos; desnudos ante nuestro gran Padre San Francisco.
Viéndonos muertos, desnudos, juntos, nuestro gran Padre San Francisco nos examinó con sus ojos que alcanzan y miden no sabemos hasta qué distancia. A ti y a mí nos examinaba, pensando, creo, el corazón de cada uno y lo que éramos y lo que somos. Como hombre rico y grande, tú enfrentabas esos ojos, padre mío.
No puedo saber cómo estuve, gran señor. Yo no puedo saber lo que valgo.
Bueno, sigue contando.
Dueño mío: apenas nuestro gran Padre San Francisco dio la orden, apareció un ángel, brillando, alto como el sol; vino hasta llegar delante de nuestro Padre, caminando despacio. Detrás del ángel mayor marchaba otro pequeño, bello, de luz suave como el resplandor de las flores. Traía en las manos una copa de oro.
¿Y a ti?
Un ángel que ya no valía, viejo, de patas escamosas, al que no le alcanzaban las fuerzas para mantener las alas en su sitio, llegó ante nuestro gran Padre; llegó bien cansado, con las alas chorreadas, trayendo en las manos un tarro grande. «Oye viejo – ordenó nuestro gran Padre a ese pobre ángel -, embadurna el cuerpo de este hombrecito con el excremento que hay en esa lata que has traído; todo el cuerpo, de cualquier manera; cúbrelo como puedas. ¡Rápido!«. Entonces, con sus manos nudosas, el ángel viejo, sacando el excremento de la lata, me cubrió, desigual, el cuerpo, así como se echa barro en la pared de una casa ordinaria, sin cuidado. Y aparecí avergonzado, en la luz del cielo, apestando…
Así mismo tenía que ser – afirmó el patrón. – ¡Continúa! ¿O todo concluye allí?
Notas:
[1] Pongo: termino que se utiliza en los Andes peruanos para denominar a la servidumbre en condiciones casi de esclavos.
[2] Indio que pertenece a la hacienda.
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