El entusiasmo comenzó a diluirse durante la primera presidencia de Dilma Rousseff. Con la complacencia del gobierno, la economía inició un sendero de evitable desaceleración. En 2013, en coincidencia con la celebración de la Copa de las Confederaciones, masivas y hasta ahora inexplicadas manifestaciones, desbordaron las principales ciudades del país. En las calles coincidían aquellos que reclamaban mejoras en infraestructuras y mayores presupuestos para la salud y la educación con quienes pedían moderar la inflación y combatir el gasto público. Durante 2014 se desató el segundo gran escándalo de corrupción de la era PT, el Lava Jato, en coincidencia con las elecciones presidenciales. Las esperanzas de inclusión pacífica habían llegado a su fin.
Desde entonces los brasileños viven años de locura, odio, paranoia y alucinaciones colectivas. El Lava Jato paralizó empresas públicas y privadas diseminando acusaciones y detenciones entre sus principales directivos y desató una crisis sin precedentes en un Parlamento salpicado por las denuncias. El gobierno del PT, quizás atemorizado por el clima destituyente y las movilizaciones, contribuyó al desconcierto y desencanto popular haciendo propio el diagnóstico de la oposición. Había que frenar la economía y generar desempleo –esto se llegó a decir explícitamente– mediante un severo ajuste fiscal llamando en auxilio a tecnócratas neoliberales para renovar la legitimidad del ejecutivo frente al poder económico. Las consecuencias fueron catastróficas. Brasil entró en la peor depresión de su historia, el desempleo se disparó y el derrumbe de la popularidad de la presidenta abonó a la estrategia golpista en marcha. Después de su destitución en un grotesco impeachmenten 2016, el gabinete de transición conducido por el hasta entonces vicepresidente Michel Temer con apoyo mayoritario del Congreso condujo una revancha de clases sin antecedentes en la historia reciente brasileña. Sancionó una ambiciosa reforma laboral e impuso como enmienda constitucional un utópico techo al gasto público por 20 años.
Desde entonces la economía anda a pasos de tortuga, con un crecimiento en torno a 1% en 2017 y 2018. El PBI per cápita es 9% inferior al de 2013. Contra lo que se esperaba, la debacle no favoreció a los partidos de derecha tradicional, como el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB) del ex presidente Fernando Henrique Cardoso o el Partido del Movimiento democrático Brasileño (PMDM) de Temer.
Con Luiz Inácio Lula Da Silva preso, la frustración, el odio, la inseguridad crecientes, el tsunami antisistema y el fervor religioso instigado por iglesias evangélicas, consagraron a Jair Messias Bolsonaro, un ex capitán del ejército y ex diputado ubicado en la extrema derecha. La campaña electoral estuvo plagada de mensajes exaltados. Modernas técnicas de manipulación instalaron fantasmagóricas conspiraciones, como el espectro de un temible complot comunista regional al acecho para asaltar la propiedad privada, la cultura y hasta la sexualidad de los brasileños.
El gobierno de Bolsonaro no tiene otro plan más que alimentar estos fantasmas entre sus seguidores más exaltados, pagar deudas de campaña y reducir salarios, derechos y poder de negociación de trabajadores. Para esto último designó como ministro de Economía a Paulo Guedes, representante del sector financiero diplomado en Chicago y cercano a la dictadura de Augusto Pinochet en Chile, un fanático de las privatizaciones que busca eliminar todas las partidas presupuestarias posibles y reformar la ley de jubilaciones y pensiones, objetivo prioritario del que depende la continuidad de Bolsonaro en la presidencia. En el caso de que esta ley no sea sancionada, apuntan varios analistas, el gobierno del capitán tendría los meses contados. El aumento previsto de las erogaciones del sistema previsional, sumado al techo constitucional sobre gastos gubernamentales, ya está estrangulando los presupuestos regionales y forzando recortes fiscales descentralizados y caóticos.
¿Por qué Brasil inició este deterioro sin fin? Se pueden sostener dos hipótesis principales. Una polarización sostenida en la lucha de clases y una muy probable intervención estadounidense a través del aparato gubernamental brasileño. La primera tiene elementos fácilmente discernibles. Brasil aún conserva rasgos heredados de la época colonial. Además de contar, como toda sociedad contemporánea, con capitalistas y trabajadores formales, dispone de una abultada población sobrante que ronda el 40% y que sobrevive en actividades precarias y de baja productividad, como venta ambulante, servicios domésticos y diversos tipos de actividades ilegales. Quienes integran este subconjunto, además, son mayoritariamente negros y de origen indígena, muchos nacidos en el nordeste del país. Como las políticas distributivas naturalmente favorecieron a este segmento, no debería sorprender que la reacción encarada desde cámaras empresariales, el sector financiero y los medios de comunicación, haya logrado movilizar a numerosos trabajadores formales que conforman la clase media y habitan los principales centros urbanos.
Sobre la segunda hipótesis, si bien no se dispone de evidencias concluyentes, hay numerosos indicios de que el aparato de inteligencia estadounidense habría desplegado dispositivos de guerra híbrida sobre el sistema político brasileño. Debe recordarse que el Lava Jato se inició en Estados Unidos y que la presidenta Rousseff era espiada por órganos de defensa de ese país. Las investigaciones contaron con un apoyo logístico inusitado para la precariedad del aparato policial y judicial brasileño. Llama también la atención el re-alineamiento internacional de Brasil con posterioridad al golpe parlamentario.
¿Hasta dónde llegarán los efectos destructivos? Hay tres grandes procesos de descomposición en marcha. Primero, el gobierno promueve un recorte generalizado sobre los gastos de salud y educación. En el caso de las universidades, se bloquearon partidas presupuestarias por más del 40% del total. Hasta se sugiere que la enseñanza básica en establecimientos escolares podría sustituirse por educación en los hogares.
Segundo, el extremismo ideológico revirtió décadas de tradiciones estatales brasileñas. Es el caso de la política exterior multilateral y comprometida con la paz defendida por Itamaraty, sustituida por relaciones «carnales» con Estados Unidos y sus principales aliados, como Israel. Este giro hasta podría incluir la participación de Brasil en intervenciones militares lideradas dirigidas por Washington en la región. Y lo más grave de todo, cumpliendo con promesas de campaña el gobierno se apura para relajar las condiciones de venta y uso de armas en la población. Algunos analistas interpretan que podrían estar orquestando el armado de milicias privadas. Desde los años 80, como «solución» frente al aumento del crimen y la marginalidad, en barrios periféricos de las grandes ciudades ex miembros de las fuerzas de seguridad, con la colaboración de integrantes activos, comenzaron a vender servicios de seguridad privada. Aunque al principio las denominadas milicias contaban con la complacencia de los vecinos, paulatinamente se fueron convirtiendo en organizaciones clandestinas que actúan como grupos de exterminio. Acaparan negocios inmobiliarios ilegales y disputan con los carteles del narcotráfico la venta de drogas y el control de territorios.
La familia Bolsonaro tiene vínculos estrechos con las milicias de Rio de Janeiro. Las representaban en las cámaras legislativas y hasta llegaron a emplear varios integrantes de estas bandas en el gabinete del entonces diputado provincial y hoy senador nacional Flavio Bolsonaro. Uno de los milicianos que asesinó a Marielle Franco vivía en el barrio cerrado donde residía el propio Bolsonaro. De confirmarse esta sospecha se estaría profundizando la descomposición y el desguace del aparato estatal.
Hoy en día, el Estado brasileño no controla amplios territorios urbanos a mano de milicias y narcotraficantes. Las fuerzas de seguridad que aun formalmente responden a los gobiernos están mayoritariamente involucradas con actividades mafiosas. Bolsonaro, así como macabras figuras de la «nueva política», como los gobernadores Wilson Witzel de Río de Janeiro y João Doria de San Pablo, con la legitimidad de los votos fomentan esta transformación de Brasil en una suerte de Estado fallido. Si a este cuadro se suman la persistencia del desempleo y la continuidad del deterioro económico, las consecuencias pueden ser irreversibles. El conflicto distributivo en Brasil puede acabar con los últimos rasgos de una sociabilidad civilizada.
¿Existe capacidad de respuesta en la sociedad Brasileña? ¿La devastación es definitiva? El principal adversario de Bolsonaro no es la oposición sino el propio gobierno. Los principales integrantes de la coalición gobernante no desaprovechan un solo día para sorprender con nuevos escándalos, incluyendo ruidosas peleas verbales. El presidente conserva el tono belicoso de campaña y cosecha enemigos en todas las filas, especialmente en el parlamento. La figura caricaturesca del astrólogo Olavo de Carvalho, ideólogo de la familia Bolsonaro, con la aprobación del presidente mantiene una acida disputa con integrantes del gobierno, especialmente con militares como el vicepresidente Hamilton Mourão. Estas idas y vuelvas debilitan al gobierno y amontonan a sus enemigos. Bolsonaro enfrenta a los principales medios de comunicación, choca con el Parlamento, cosecha resentimiento en las Fuerzas Armadas, pierde aprobación popular. Simultáneamente la economía parece encaminarse a una nueva recesión. No es improbable que Bolsonaro sea despachado por los mismos actores que lo llevaron al poder. Cualquiera sea el desenlace político, si no se revierte el rumbo económico la descomposición seguirá su curso con o sin el «Mito», como sus seguidores llaman al presidente brasileño, que lleva menos de seis meses en el poder.
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