Una noche llegaron los primos a la casa. No los vi, pues estaba durmiendo. El mayor se asomó a la pieza que compartía con mi hermano menor y comentó que yo parecía una niñita. Años después lo supe. Era 1976 y ellos venían de Argentina, donde los militares habían encarcelado a sus padres bajo la acción represiva que más tarde conoceríamos como Operación Cóndor.
Sé que al volver de la escuela los primos encontraron la casa destripada y revuelta, y que por suerte estaban con su abuelo materno, pues de lo contrario se habrían quedado solos en Buenos Aires, un niño de ocho años y otro de seis.
Cuando mi padre fue a hablar con un primo suyo relacionado con los militares de acá, éste le dijo que a su hermano iban a matarlo y que a él lo vendrían a buscar y se lo llevarían para interrogarlo. Le dijo que no soltara su nombre enseguida, que se dejara golpear un rato –o torturar un rato, por qué no– y luego les hiciera saber que era primo suyo.
De eso me enteré muchos años después. Cuando uno es niño se entera de pocas cosas y a su manera, de una forma muy diferente a cuando es grande. Ni siquiera iba al colegio; me llevaban a pie hasta un jardín infantil a unas cinco cuadras de la casa. Y como mis primos ya no iban a la escuela, a la espera de que sus padres salieran de la cárcel (sin imaginar, creo, la alta probabilidad de que les ocurriera lo peor), casi todos los días me acompañaban esas cuadras de ida y vuelta.
Me acuerdo. En esos tiempos me había hecho de un extraño compañero: una cuenta de plástico con dos “patitas” por cada extremo para encajarse con otras cuentas iguales y formar un collar o una pulsera. Para mí eran los brazos y piernas de un personaje en pleno vuelo. Creo que era de color celeste. Creo que lo llamaba la “hormiga atómica”, por un superhéroe de los dibujos animados. Y en esas cuadras entre la casa y el jardín infantil lo hacía volar entre las hojas y ramas o sobre los setos de ligustrinas y otras plantas.
No me gustaba ese jardín, creo. Los niños eran mayores que yo. Uno de ellos dijo una vez en la sala de clases que cuando grande tendría muchos perros policiales y nos echaría los perros encima para que nos mordieran. Me lo creí a pie juntillas. No me acuerdo de muchas cosas más.
Con los primos jugábamos dentro y fuera de la casa. Recuerdo días nublados. Una vez el menor me dijo que del otro lado del patio había una araña muy grande. Fuimos a ver y encontramos una araña de patas negras y gruesas en los ladrillos del muro. Quedé asombrado de su clarividencia. De día era así, un juego tras otro. Y de noche, todas las noches, mi primo mayor lloraba en la cama. Tampoco lo supe entonces, pues a esa hora ya estaba durmiendo.
Un día llegó ese abuelo que había estado con ellos en Argentina. Instalaron otra cama en la pieza donde dormían, un catre de aluminio con las esquinas redondeadas y un cobertor a cuadritos blancos, rojos y azules. Me acuerdo de esos detalles y a cambio de ello he olvidado todo el fluir de la vida cotidiana.
Pero bueno. En el jardín tuvimos que preparar un regalo para nuestros abuelos y anduve varios días muy complicado; mi único abuelo había muerto el año anterior; o sea, hacía una eternidad. No se me ocurrió decir a la parvularia que ya no me quedaban abuelos. Creo que me daba vergüenza. Vergüenza de que se te mueran los seres queridos, podría ser.
Fabriqué alguna clase de personaje con el tubo de cartón del papel higiénico y se lo regalé al abuelo de mis primos, que lo recibió con un entusiasmo apagado que recuerdo hasta hoy. Eso me pasaba por no tener abuelos y sobre todo porque su hija estaba presa en Villa Devoto, Argentina.
Esos tres o cuatro meses del setenta y seis pasaron finalmente. Mis tíos fueron liberados y partieron al exilio en Inglaterra. Y mis primos viajaron a reunirse con ellos. Me acuerdo de la aerolínea, como me acuerdo del cobertor a cuadritos: British Caledonian. El día previo a su partida, acostado en la cama, les dibujé un Mercedes Benz como recuerdo de nuestros días juntos. Entonces ni siquiera teníamos auto, pero me conocía de memoria varias marcas y modelos. Ese interés se me extinguió con el tiempo.
Al día siguiente, debió ser al regreso del jardín infantil, deteniéndose en una esquina mi madre levantó la vista hacia el cielo nublado, miró su reloj y comentó, a mi hermano y a mí, que a esa hora el avión de los primos ya había despegado y se elevaba por el aire con destino a Inglaterra; y aquí yo debería agregar: para reunir a padres con hijos y para separar a primos de primos, por muchos años.
*Fuente: Politika
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