16-junio-2018
Visto lo visto y lo vislumbrado en Chile y en Australia, pero sobre todo en el primer país creo que es obligado preguntarse por las responsabilidades eclesiásticas, y eclesiales, en lo que ha ocurrido y lo que está ocurriendo.
Los abusadores, violadores de niños y adolescentes son los criminales responsables en primer lugar, sin duda. Los que conocían y no denunciaron, u ocultaron, como encubridores, consentidores y protectores de aquellos, en segundo.
El Papa –este Papa et non aliud– que en un primer momento apoyó al episcopado chileno y a algún prelado de modo excesivo, ha tenido la hombría y la dignidad de rectificar en público. Solicitó la renuncia a todos los obispos residenciales y ha hecho que tres, hasta ahora, dejen definitivamente sus sedes, sin encomendarles otras. ¿Por qué? Porque los obispos en general han mirado a otra parte ante las denuncias contra su clero por abusos sexuales a jóvenes y niños a quienes tenían que proteger. Y en casos, concretos pero conocidos, obispos han sido los ocultadores conscientes de tales crímenes alguno de los cuales habían presenciado personalmente.
¿Cómo ha podido ocurrir semejante aberración en la Iglesia católica? ¿Por que? Porque dichos obispos y clérigos habían sido seleccionados siguiendo un diseñado plan concreto y preciso para disponer de funcionarios ministeriales que garantizarán el control de la institución eclesiástica al servicio ovejero del poder papal, de la curia papal, del nuncio papal y de los poderosos de este mundo en Chile. Estaban seleccionados, elegidos y nominados para darse al César, político, militar, papal. Pero al César. Dios no ve, no habla, no interviene. Lo sabían bien quienes los eligieron, nombraron y mantuvieron en sus cátedras. Solo el grito de algunas víctimas, su tenacidad, constancia y entereza ha hecho caer parte del tinglado. Si no hubiera sido por ellos no se hubiera venido abajo la antigua farsa.
“Si en un territorio ves al pobre oprimido y violados el derecho y la justicia, no te extrañes de ello. Se te dirá que una autoridad está por encima de otra, y otras más dignas sobre ambas. Se invocará el bien del país y la labor del rey”. Eclesiastés 4, 1-5, 8. Sustituyamos territorio por Chile, por ejemplo; al pobre oprimido por niños y adolescentes sometidos; violados el derecho y la justicia por burlas feroces del mensaje de Jesús; una autoridad por obispo diocesano; otra encima de él por cardenal o por nuncio; y otras más dignas sobre ambas por sumo pontífice y estaremos narrando lo ocurrido en Chile –no solo en Chile– durante el pontificado de Juan Pablo II.
Los episcopados que encontró Juan Pablo II debieron ser sometidos al férreo control de la curia papal y del propio Papa. Los nuncios buscaron edulcorados inocuos liturgos –vestidos cual modelos de Armani y cual ellos amanerados y obsequiosos en su pasarelas– capaces de transmitir consignas, domeñar estructuras diocesanas y conferencias episcopales y aherrojar a los fieles con la visión única de Roma. Esa es la impresión de quienes hemos vivido tal transformación y destrucción del Concilio Vaticano II con las melifluas mentiras públicas de la adopción de la doctrina integrada en la tradición. Untuosos monseñores de divertidos colorines y hábitos se dedicaron a cercenar la libertad en el interior de la Iglesia y, donde podían, también fuera de ella apoyando dictadores y cerrando los ojos y los labios al horror de las torturas y las muertes de izquierdistas, de fieles discrepantes de sacerdotes ahítos del hedor episcopal anhelantes del fragante olor de la Divinidad que amaban.
Yo no me engaño, ni he dejado que me engañen. Cuando Juan Pablo II despidió soberbio e inmisericorde, de su despacho al venerable cardenal de Sevilla, Bueno Monreal, por no estar conforme con su criterio, supe qué clase de seguidor del Cristo humillado se escondía bajo la blanca sotana papal. Cuando dio la comunión a Pinochet sin que se le paralizara la mano derecha, mientras Alsina, un cura catalán se pudría en tierra chilena asesinado por las hordas del dictador, comprendí qué entendía el pontífice cuando recitaba el non sum dignus ut intres sub tectum meum. Le daba igual lo que escondía el tectum de un asesino. Comulgaba el poder. “Vi llorar a los oprimidos, sin que nadie los consolase; la violencia de sus opresores, sin que nadie los vengase”. Lo aviso Qohelet.
Cuando el nuncio Sodano se dedicó a buscar los obispos que han llevado a la iglesia chilena al estado de miseria moral en que se encuentran sus estructuras de acogida y gobierno y a proponerlos al pontífice para que los nombrara, no estaba improvisando. Los cardenales no improvisan. Por eso son cardenales. Los nuncios papales no actúan sin instrucciones precisas. En la Iglesia, como en la vida civil, nada, o casi nada, ocurre sin poder analizar y saber por qué. Sodano, nuncio en Chile, creado cardenal por Juan Pablo II, fue designado decano del Colegio cardenalicio. ¿Casualidad? Treinta monedas de plata. Viejas monedas.
Juan Pablo II se dejó ver y fotografiar acariciando el rostro de Marcel uno de los mayores pederastras del clero católico, arropado por obispos y cardenales y el propio pontífice. Es imposible de todo punto que tales jerarquías ignorarán lo que era público y publicado. En Méjico y fuera de Méjico. La curia papal y el pontífice correspondiente se apresuró a declarar santo a Juan Pablo II.
La reparación de las víctimas de este tenebroso periodo del gobierno de la Iglesia en Chile, en Méjico, en Australia, en Irlanda, en Estados Unidos y en otros lares, no puede saldarse con abrazos a las víctimas y lacrimógenas peticiones de perdón sin consecuencias. Habrá que explicar a los fieles porque ha pasado lo que ha ocurrido. Quien y porque ha elegido a semejantes lobos vestidos de morado rojo o blanco. Habrá que cambiar la forma de buscar obispos, de elegirlos, de seleccionarlos, de controlarlos. Habrá que dejar de ordenar presbíteros y diáconos a estultos repetidores de lo que les dice el mitrado de turno a los que oyéndoles hablar da la impresión de que si piensan pueden saltarles chispas en el cerebelo.
De lo contrario no deberemos olvidar al Qohelet (3, 16): “Mas cosas todavía he visto bajo el Sol: en la sede del derecho, el delito; en la sede de la justicia, el delincuente”.
-El autor, Alberto Revueltas, es un cura español, que ha servido por años en humildes y pobres parroquias de España
*Fuente: Atrio
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