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La derrota  es más  fea que la vieja bruja: nadie se atreve a mirarla a la cara

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18/12/2017
En el año 2009 la Concertación de Partidos por la Democracia perdía en la  primera, con el 29% de los votos y,  segunda vuelta electoral, Frei Ruiz-Tagle fue derrotado por Sebastián Piñera.

Entre la primera y la segunda vueltas los dirigentes de la Concertación eran pifiados por sus militantes, pues se  había demostrado, además de llevar un mal candidato, una conducción personalista y muy deficiente.

En ese tiempo, el lobista Eugenio Tironi lanzó un libro sobre la crónica de esta derrota, (obra que le valió el desprecio de Marta Larraechea, esposa del candidato Frei).

No siempre se aprende de las derrotas: en el caso de las elecciones presidenciales de 2013, la Nueva Mayoría asesinó a la Concertación creyendo que bastaba ampliar la alianza al Partido Comunista para superar las deficiencias notorias de la difunta combinación.

A diferencia de hoy, en 2009 los partidos políticos que conformaban el bloque concertacionista tenían “un seguro de vida” en el prestigio del cual gozaba Michelle Bachelet ante la opinión pública – 80% de apoyo en las encuestas al finalizar su mandato – hecho que les permitía pasar “abrigados” el invierno de la soledad de la derrota: sólo tenían que aguantar cuatro años para que Bachelet asegurara el triunfo y volvieran al poder, lo que en realidad sucedió.

En el intertanto de los cuatro años de gobierno de Piñera, los estudiantes tomaron el relevo: aparecieron nuevos  líderes – Camila Vallejo, Karol Cariola, Giorgio Jackson, Gabriel Boric y otros más –  sumado a los movimientos regionales de Magallanes, Aysén, Freirina, Copiapó, organizaciones que mantuvieron por las cuerdas al gobierno de Sebastián Piñera – la gente suele olvidar que, a mediados de su gobierno, el apoyo ciudadano, expresado en las encuestas, no superaba el 30% y, a duras penas, terminó con un 50% -. Durante el período de gobierno de Piñera no fue necesaria  la autocrítica, tampoco el análisis de la derrota de Eduardo Frei Ruiz-Tagle: mal que mal, se visualizaba que el gobierno de la  derecha sería un paréntesis plagado de fracasos y, en cambio, había despertado un poderoso movimiento social, cuyas tres reformas – educacional, tributaria y laboral – serían absorbidas por el programa de Michelle Bachelet, (texto  que nunca leyó el entonces presidente de la Democracia Cristiana, Ignacio Walker).

Ahora, miremos a la cara a la vieja bruja de la derrota: Piñera ganó por más 600 mil votos de ventaja y 9% de diferencia sobre Alejandro Guillier; Piñera obtuvo el 54,57%, (ligeramente inferior al obtenido por Frei Ruiz-Tagle, en 1994). Guillier perdió en todas las regiones de Chile, salvo Aysén y Magallanes, y Piñera sacó más del 60% en la Araucanía. Lo mínimo que pudiéramos decir es que asistimos a una debacle de proporciones de la llamada “centro-izquierda”.

La victoria conlleva muchos amigos y en derrota quedan muy pocos. En su discurso de reconocimiento de su derrota Guillier proponía aprender de los fracasos políticos, pero este pedagógico consejo no es muy seguido por los  políticos, que usan la palabra autocrítica como algunos católicos la confesión, pues siempre caen en las mismas faltas y siguen explotando a sus trabajadores. (Sólo en casos extremos, como el estalinismo, la autocrítica puede ser un ritual que puede conducir a la muerte).

Hay que reconocer, aun cuando no nos agrade el personaje, que Sebastián Piñera aprendió mejor de sus errores cometidos en la campaña para  la primera vuelta y los corrigió inteligentemente: no tuvo ningún asco en pactar con su rival, Manuel José Ossandón, y acceder  la inclusión en su programa de gobierno la gratuidad en educación técnico-profesional, así  como la derogación de la Ley de Pesca, (Ossandón se jacta de haberle traspasado a Piñera un millón de votos).

La forma más fácil de justificar una derrota es buscar un “chivo expiatorio”, por ejemplo, culpar al Frente Amplio de la tardanza en manifestarse en su apoyo a Guillier y de su incapacidad para traspasar el millón 300 mil votos obtenidos por Beatriz Sánchez al candidato de la Fuerza de la Mayoría. Se ha puesto de moda entre los analistas políticos el término del “voto líquido”, es decir, que corresponde a electores que no obedecen a ninguna directiva política y que votan cruzado, (es posible que muchos de los votantes de Beatriz Sánchez lo hubieran  hecho, en el balotaje, por Sebastián Piñera, lo que prueba que ningún candidato pueda traspasar sus votos a otro candidato).

La segunda vuelta tiene muy poco que ver con la primera: la sumatoria de votas de cada uno de los ocho candidatos de la primera vuelta no guardan relación alguna con la actitud del votante en la segunda vuelta y, como resultados de encuestas a la vista del público, ahora se eligieron como “chivos emisarios” a los comentaristas políticos, que anunciaban mayor abstención que en la primera vuelta, además, que el resultado sería voto a voto – igual que en la primera vuelta, entre Lagos y Lavín -, pero ocurrió todo lo contrario: hubo más de 7 millones de votos válidamente emitidos, y la abstención disminuyó en 300 mil votos; todos aquellos que opinábamos que mientras más ciudadanos votaran en la segunda vuelta, más posibilidades de ganar tenía el candidato Alejandro Guillier.

En mi opinión, una autocrítica ritual sirve de muy poco, por consiguiente,  se hace imprescindible un análisis radical, una renovación de liderazgos y una adecuación a ideas y comportamientos acordes con el siglo XXI, y romper, definitivamente,  el muro que separa a los dirigentes de la sociedad civil.

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