Sombrero de mago
Dicen por ahí, con acierto, que las sociedades, a diferencia de los hombres, primero se pudren y después se mueren. De putrefacciones hace años está hediendo y supurando el sistema político colombiano, con sus lacras de vieja data que se multiplican cual cáncer en cada gobierno, en cada elección, tanto ayer como hoy.
En una larga historia de barbaridades, cada día estalla un escándalo distinto conectado con la feria estatal, los desgreños y malversaciones, con sobornos y peculados. En un país que, quizá más que cualquier otro en el orbe, tiene un mayor número de fraudes electorales, las corruptelas —que además se originan en los días oscuros de la colonia— son parte del ejercicio cotidiano para usufructuar de modo ilegal el Estado y ponerlo al servicio de zánganos y parásitos.
Da la impresión, desde hace tiempos, que la corrupción (fenómeno inherente a sistemas en los que la democracia es una caricatura) se instaló como “virtud”, como necesidad de políticos y funcionarios. Más bien, lo extraño, lo subversivo (e irreal, por demás), es la pulcritud, la corrección en los manejos estatales y en el ejercicio del poder en Colombia. El impoluto es un enemigo de aquellos, tan abundosos, que han transmutado el país en una cloaca: desde presidentes hasta magnates de emporios privados.
Parece que ser sucio es la consigna. Y lo que da carácter. Y poder. La condición que conduce a que te elijan, a que seas ministro, fiscal, procurador, director de bandería (y hasta de “lavandería” de mafiosos), etcétera, es que te untés de porquería, que estés adecuado para la coima, para el concubinato con las más bajas expresiones de lo que se ha denominado la política. Cómo gozaría hoy el gran panfletario Vargas Vila ante el espectáculo de alcantarilla de la Colombia contemporánea.
Y el mismo Fernando González, otro crítico de la porquería, estaría rebujando en la historia para darse cuenta que nunca antes hubo tanta pus y gusanera juntas en el país de las desventuras (o de las maravillas, según el color del cristal con que se mire). “¡Qué asquerosa es hoy mi patria! ¡Entre qué gente tan sucia me correspondió existir! Verdad que gente así hay en todas partes pero no son tan descarados”, escribió en el epílogo de Los negroides.
En tiempos de los presidentes gramáticos, los mismos que “violaban a las Musas”, al menos, como lo advirtió el autor de Los Césares de la decadencia, se fusilaba a la gente, en particular a los liberales, cumpliendo con todas las leyes de la retórica y el lexicón. Hoy, los implicados en la escandalera se hacen los pendejos, ponen carita de ternero huérfano y, con su cómica máscara de autistas o de “yo no fui”, se proclaman víctimas.
“Colombia es una tierra de leones”, decía de modo diplomático el poeta nicaragüense Rubén Darío. Y de estos felinos, nos metamorfoseamos en elefante. El proceso 8.000, el de los tiempos en que la mafia del narcotráfico metía billete a granel en las campañas electorales, es, hoy, apenas una poma. El entonces presidente Ernesto Samper dizque ni se enteró de las ingentes cantidades de plata que entraron a su campaña (1994) como “cortesía” de los carteles. El arzobispo de Bogotá, Pedro Rubiano, declaró en su momento: “Es como si un elefante se mete en tu casa y no te enteras”.
Y el elefantico se ha reproducido con creces. A todos los politiqueros se les aparece en el solar, y no se dan cuenta. O cuando les señalan de quién es entonces esa “trompita”, medio modulan: “Apenas me entero”. Y así. ¿Se acuerdan de cuando todos los que delinquían con la mampara del DAS, los que repartían dinero público entre sus votantes, los que condenaban a muerte a algún profesor o un alcalde de pueblo, todos eran puros “buenos muchachos”?
El escándalo Odebrecht puede ser apenas una anécdota entre toda la bazofia. Un tentáculo de los muchos que tiene el pulpo descomunal de la corrupción, que es efecto de la descomposición del sistema, de su decadencia. En medio del lodazal, o del espectáculo grotesco que dan los encartados, el ingenio popular se anima ante la hediondez oficial. Y abunda el chiste y la caricatura. Y aparece el humor negro, quizá la única defensa de la gente ante los desafueros.
Circula en las redes sociales una “versada”, titulada Los hermanos siniestros (Uribe y Santos), que en su última estrofa dice: “Los dos son lo mismo, ¿nos creen pendejos? / Nos roban, nos quitan, ninguno es sincero: / bien decía mi abuelo, ya muerto por cierto: / ‘el corrupto aprovecha la estupidez de los necios’”.
Gracias a: El Espectador
Fuente: http://www.elespectador.com/opinion/una-cloaca-llamada-colombia-columna-685538
Fecha de publicación del artículo original: 20/03/2017
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Mientras haya clientela en mundo, Colombia no será el paraíso que es, si se la ve sin gente.
Muchos viven en ella porque hay dinero por doquier, para todos, con el consabido riesgo implicado.
La corrupción política es la de todos los demás países, que la tienen mas o menos encubierta, y que envidian la forma en que la Gran Mafia hace y deshace las cosas por allá.
Sepa usted que si va a Colombia «el riesgo es…que te quieras quedar». Si pasas desapercibido, por cierto.