Neofascismo, la fase superior del neoliberalismo
por Redacción de Atrio (España)
8 años atrás 5 min lectura
23-enero-2017
Las promesas de Trump se van a romper en mil pedazos cuando sus votantes descubran a qué se refiere la oligarquía económica con hacer América “grande” otra vez.
Son promesas que suenan bien para quienes se oponen a los efectos del neoliberalismo. El nuevo patriarca promete ponerle freno a la deslocalización de las empresas, devolver el poder a la “gente”, acabar con el enriquecimiento de los políticos, ocuparse de lo nacional/local primero, llevarse bien con otros países, y sobre todo generar riqueza para todos.
Es un discurso que coincide con muchos de los objetivos de la izquierda, especialmente en sus vertientes patriotas-populistas, por su apelación a la “patria” y a la “gente”. Por otro lado, hay que reconocer que quien escribe el guión de la vida política de Trump es un genio diseñando discursos seductores, transversales y potentes.
El truco es muy sencillo: sus promesas son falsas. Cualquiera de sus medidas servirá para incrementar la desigualdad generada por las políticas neoliberales, no para revertirla. Sus promesas recuerdan a esas historias en las que un demonio te concede un deseo y, pidas lo que pidas, siempre se las arregla para volver el deseo en tu contra.
Cuando habla de devolver las fábricas a EEUU, no se refiere a la creación de un sistema productivo más justo y sostenible, sino a generar dentro de su propio país las condiciones de vida pauperrimas que existen en los países “en desarrollo”. A simple vista, esto puede parecer positivo: “así los americanos probarán las condiciones de explotación a las que sometían a otros países”.
Sin embargo, la estrategia supone una degradación del régimen de protección social y laboral de EEUU, y por lo tanto del “estándar internacional” de lo que es aceptable hacer. En el orden neoliberal la desigualdad se exporta a terceros países, y se oculta la explotación de unos países por otros detrás del sistema de comercio internacional. En el neofascismo, las condiciones de explotación se generalizan y se justifican culturalmente.
Además, en términos macroeconómicos, la deslocalización de las empresas a los países en desarrollo genera un excedente que poco a poco da lugar a ciertos derechos laborales. A través de la explotación masiva de su población, estos países construyen su “desarrollo” económico. Éticamente, esto es inaceptable, pero lo cierto es que con esta estrategia países como China han mejorado su posición geopolítica y se han convertido en agentes centrales del mercado internacional.
Para corregir estos efectos no deseados (por la élite económica) del neoliberalismo, el sistema tiene que evolucionar hacia el neofascismo, como vía para seguir favoreciendo los proceso de acumulación de poder y capital. Del mismo modo, en el siglo XIX el capitalismo industrial de dimensión nacional tuvo que expandirse por medio del imperialismo, tal como explicaron las famosas tesis de Lenin y Rosa Luxemburgo, descritas brillantemente en la actualidad por David Harvey.
La vía de Obama y Clinton consistía en equilibrismos geoestratégicos y financieros para mantener viva la ilusión de que el capitalismo es compatible con la igualdad, los derechos civiles y la justicia internacional. Una versión cada vez menos creíble. En cambio, el proyecto neoliberal ha logrado que el deseo de crecimiento económico no se cuestione como objetivo social prioritario. Así, al descubrir que la igualdad y la justicia social no son compatibles con la economía de mercado, parecerá lógico dejarlos atrás para “ser grandes otra vez”.
En definitiva, aunque Trump ponga fin a algunos tratados de libre comercio, su victoria no representa un retroceso del neoliberalismo, sino su evolución hacia un estadio superior en el que se intensifican las relaciones de dominación y degradación de los lazos sociales.
Su plan incluye incrementar el gasto militar, que es el único gasto público que los conservadores consideran aceptable. Esto propiciará nuevas aventuras bélicas, que puede que no se limiten a amedrentar a países débiles con los que se atrevía Obama, y que vayan más allá.
También ha anunciado medidas contra la agencia de protección ambiental (EPA) para favorecer el desarrollo industrial, lo que inevitablemente implicará más desastres ecológicos, más cambio climático y mayor contaminación de los océanos.
Ha prometido desmantelar todo vestigio de protección social, empezando por la sanidad para aumentar la indefensión de las clases bajas; y siguiendo con la educación que quieren hacer “grande otra vez” por medio de la financiación pública de escuelas privadas.
Muchas de estas políticas se oponen al legado de Obama, pero en el fondo no son más que la expresión desnuda de la misma tendencia económica hacia la polarización social. Lo que se destruyen son los parachoques con los que se pretendía hacer la transición más llevadera. Después de todo, es posible que no hagan falta, cuando el neofascismo logra instalarse sobre una nueva cultura basada en la mentira, las noticias falsas y los prejuicios xenófobos. Es decir, cuando el empleo de la fuerza y la opresión se justifican por la promesa de bienestar económico.
Los neoliberales solo tenían que convencernos de que la “libertad del mercado” es la base de una sociedad mejor; se limitaban a mantener una mentira—muy grande—sobre la que justificar un sistema de opresión. Los neofascistas en cambio van a por todo el pastel: que no quede germen de verdad, para que toda la fuerza del pensamiento manipulado y asustado de la población se implique en la intensificación de la dominación social.
Ante este cambio, es importante valorar adecuadamente la situación para evitar que, en la comparación con Trump, los neoliberales de la globalización se presenten como adalides de la libertad y la justicia social. Ambos sistemas responden a un mismo impulso, por lo que la respuesta debe ser la misma: luchar por el desarrollo de una mayor conciencia social y mantener vivas las iniciativas de resistencia.
*Fuente: Atrio
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