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La crisis moral del modelo de la transición

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23 noviembre de 2015

La crisis moral del modelo de la transición

Un supuesto básico para hacer funcionar el remozado régimen de Pinochet en democracia fue sustraer a la sociedad de las decisiones políticas fundamentales en pro del realismo político de «en la medida de lo posible», derivado de pactos tras bambalinas  o de partidos que solo fueron notificados de decisiones que el líder estipendiado avaló afuera y que son fiel reflejo  de una ciudadanía concebida solo para manifestar su adhesión a un candidato.
Las ministras acusan a los parlamentarios de la coalición de “chantajear” sus votos a cambio de instalar operadores en el Estado. El diputado aludido en vez de sonrojarse dice que “es una práctica habitual entre ellos”, pese a que “el tráfico de influencias” está tipificado como delito en el Código Penal (art. 240° bis); en tanto, otros colegas suyos son investigados por platas políticas.
Donde el asunto es más grave aún es en el Senado, en donde un quinto de sus integrantes es requerido por la justicia y más de alguno ya ha sido desaforado. Sobre el hijo de la Presidenta, ya sabemos; a su vez, “nuestra canalla dorada” nos tiene hasta la tusa con sus colusiones, compra de políticos, secuestro de nuestros fondos de pensiones y su endémica falta de emprendimiento que hace que sus privilegios solo se sostengan aferrándose como sanguijuelas a las subvenciones y concesiones fiscales o nuestros ahorros. De Gregorio, parte de esa oligarquía que se instaló con la transición, lo dice sin tapujos: “Es un desastre la legitimidad del sistema político y para qué decir en el mundo de la empresa».
La indignación abunda, aunque en todas ellas hay un denominador común: la ausencia de un Estado vigoroso y los “excesos” de un sistema político cooptado. Rápidamente, como en 2003, o 2007, se legisla para la galería aunque no siempre se quiera atacar la raíz del problema. Y es importante detenerse aquí, pues habiéndose aprobado buenas iniciativas –la pérdida del escaño, por ejemplo, o el fin del binominal– el mal endémico puede resolverse solo parcialmente y regresar pronto con más virulencia a atacar nuestro sistema institucional.
De allí la relevancia de rastrear la genealogía de nuestro sistema político-institucional allá por los albores de la transición, para que no tropecemos de nuevo con la misma piedra. A menos que nos guste.

El gol año decisivo

Corría 1986, el “año decisivo”, como había sido adjetivado por los dos principales partidos de oposición: el PDC y el PC. Se constituyó un arco amplio de oposición al alero de lo que se denominó la Asamblea de la Civilidad, donde se organizan las manifestaciones del 2 y 3 de julio que ponen en jaque al régimen.
Lo sucedido en esos dos días que estremecieron a Chile pone en alerta al Departamento de Estado Norteamericano, que decide enviar emisarios a Chile. Uno de ellos, Gerbard, ya en Chile, se reúne con los partidos de oposición moderada y les manifiesta que “EE.UU. no simpatizaba con la Asamblea de la Civilidad, ni con la movilización social, en la forma como se estaba llevando”.
Según la revista Análisis el enviado “marcaba el inicio de la estrategia norteamericana de influir en la oposición chilena para que se buscara el diálogo a través de hechos más persuasivos que basados en la presión popular” (Análisis, enero de 1987). En todo caso, también les dejó claro a los asistentes que EE.UU. no propiciaría una salida con Pinochet, comprometiéndose todo lo posible una vez que los chilenos “optasen por una vía pacífica”.
Con posterioridad arribó al país el general John Galvin, jefe de la zona sur –el tercer mundo en su geopolítica– de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos, quien se reunió con el Estado Mayor de la Defensa y le señaló que es “necesario que el país avance en la transición democrática por razones de seguridad continental”. Para convencerlos de esto último, les entregó una primicia que el régimen explotaría luego: “Los satélites de rastreo norteamericanos han detectado movimientos de barcos en la zona norte de Chile, en lo que EE.UU. presumía eran un desembarco de armas para una guerrilla local”.
Ello tuvo como consecuencia posterior el descubrimiento de los arsenales que precedió a las jornadas de protesta de los días 4 y 5 de septiembre, al día 7 en que un comando del FPMR atentó contra Pinochet, al establecimiento del estado de sitio, el asesinato de líderes opositores y el inicio de lo que acertadamente Análisis caracterizó como “Chile bajo la esquizofrenia”.
Lo anterior termina por convencer al gobierno estadounidense de la necesidad de una intervención preventiva en Chile. En efecto, luego de las visitas de Gelbard y Galvin, en lo que se conoció en círculos políticos como “el golpe blanco a Pinochet”, y según lo señala Carlos Portales, el 30 de julio de 1986 el Secretario de Estado asistente Abrams ante el subcomité sobre instituciones  y finanzas para el desarrollo internacional de la Cámara de Representantes, manifestó la necesidad de que Estados Unidos jugará un rol más decisivo en la transición chilena y se permitiera modificar la enmienda Kennedy y, así, influir sobre los militares mediante la entrega de recursos y préstamos, ya que estos serían decisivos en la transición.
Ya para 1987 los senadores demócratas Kennedy y Lugar constituían en EE. UU. un comité de apoyo a las elecciones libres en Chile. Meses antes (marzo), Clodomiro Almeyda ingresaba clandestino al país y se entregaba a la justicia. Luego, la fracción que encabezaba llamó a inscribirse en los registros electorales, dando un vuelco sustantivo en su política de Levantamiento democrático de masas de carácter rupturista y con perspectiva insurreccional.
El peligro que representaba Pinochet fue tal, que cuando el viejo dictador hizo su anuncio de querer prolongar su régimen más allá de 1989, el mismo Abrams recomendó no aprobar el préstamo de ajuste estructural que Chile solicitó al Banco Mundial.
La aprobación final del crédito apenas por el 51% de los votos fue una señal nítida de que EE.UU. apoyaba la normalización económica de Chile pero que, a su vez, Pinochet se estaba trasformando en un obstáculo. No es casual que luego de esta aprobación el régimen apurara la dictación de las leyes políticas, claves para la realización del plebiscito de 1988. Hace poco, archivos desclasificados por el National Archives and Record Administration evidenciaron que Estados Unidos incluso estudió seriamente, luego del atentado, la posibilidad de otorgarle asilo político al dictador.
El domingo 2 de octubre de 1988, en vísperas del plebiscito, el State Department citó al embajador chileno en EE.UU. para comunicarle el mensaje que, a idéntica hora, su representante en Santiago entregaba al gobierno y cuya bajada era manifestar “su seria preocupación” de que los resultados de ese referéndum fueran saboteados y se permitiera la continuidad del dictador.
El lunes 3, la agencia gubernamental estadounidense reiteraba que sus “preocupaciones sobre Chile se fundan en información consistente”. Según se señaló, se sabía que durante ese fin de semana el jefe del Ejército chileno dio órdenes para desconocer los resultados del 5 de octubre. De ese modo, según Garcés, “hasta el último sargento del país andino supo de qué lado se alineaba Estados Unidos”. Mientras el gobierno retrasaba y desvirtuaba la entrega de los cómputos, el general de la aviación, instantes previos a ingresar a La Moneda, reconoció el triunfo opositor.
Estados Unidos se aseguraba así una influencia significativa en la transición chilena. El resto, concordar al candidato de la oposición que sería el próximo Presidente de Chile, lo harían Bettino Craxi –líder del Partido Socialista Italiano (PSI)– y Giulio Andreotti –primer ministro DC italiano–. Marguerita Boniver, por entonces responsable de las relaciones exteriores del PSI de Craxi, confesó más tarde que el PSI y el PDC deberían unir sus fuerzas a fin de ayudar a los demócratas chilenos a elegir Presidente a Patricio Aylwin” (Qué Pasa, 13 de agosto de 1994).

Los partidos del duopolio funcionan transversalmente como órganos de conservación del statu quosocioeconómico. De hecho, y más allá de los discursos, desde Aylwin hasta hoy y, a pesar de los diagnósticos, las cifras, los escándalos, las colusiones, todas las administraciones y sus respectivos órganos legislativos no han hecho otra cosa que continuar con la profundización del modelo neoliberal.

La transición cooptada

En el editorial de su número 479, la revista Apsi publicó la nota “Dinero y política”, en que su director, Marcelo Contreras, reconocía que, respecto de la denuncia del diputado Schaulsohn, entonces presidente de la Cámara, sobre el financiamiento ilegal empresarial de los actores políticos, “no había denunciado nada nuevo que no sepamos los chilenos. Que los candidatos a senadores, diputados… deben pasar el platillo a los empresarios para financiar sus campañas”.
Según Contreras, lo realmente relevante es que “lo que Schaulsohn no ha dicho es que a algunos les va mejor que a otros en este empeño financiero”. El editorial ponía sobre el tapete, ya en una fecha tan temprana para nuestra democracia como 1994, la ascendente cooptación empresarial de nuestro sistema político que, como ya sabemos, se profundizó con el paso del tiempo. Ironía aparte, resultó ser que el propio Schaulsohn terminó, años después, condenado por estafa.
Y es que en el nuevo modelo, y en particular en Chile después del ascenso de la Unidad Popular, había que evitar a toda costa “que un país se vuelva comunista debido a la irresponsabilidad de su propio pueblo”. En tal sentido, era fundamental cooptar e intervenir preventivamente sobre los partidos políticos –en especial los de raigambre popular– que serían clave en las decisiones sobre política económica, como lo había sido el PS chileno en el pasado.
Para ello el modelo diseñó partidos políticos y sistemas electorales que mantuvieran el statu quo mediante su dependencia económica de grupos empresariales o gobiernos extranjeros del llamadomundo libre. Desde entonces, el objetivo de las agrupaciones políticas no sería mejorar el bienestar de sus ciudadanos sino el mantenimiento del statu quo social interno y de la estrategia externa –su adscripción al mundo unipolar–.
El modelo político debía coadyuvar en el mismo sentido que el económico: anclar a Chile militar, económica y políticamente en las instituciones supranacionales del capitalismo global. Desde Aylwin en adelante, el Estado chileno no hizo otra cosa que subordinarnos ante las instituciones supranacionales –sobre todo financieras– que nos controlan.
La relación incestuosa que ya se hizo presente en el inicio de la transición, pero que Caval, SQM o Penta llevaron al paroxismo, no solo da cuenta de la falta de ética pública de políticos y empresarios sino también del diseño digitado desde los centros mismos de poder, que buscaron no repetir “los fantasmas del pasado” si movimientos de corte populista accedían, mediante el voto, al control del Estado.
Para ello se delinearon dos principales medidas: una de corte económico, que buscó extirpar la voluntad soberana de los Estados sobre sus recursos, y la segunda, de orden político: autonomizar a las directivas de sus electores, sobre la base de la cooptación de su líder.

La intervención preventiva sobre los partidos

El modelo que se implementó en Chile fue el mismo que la coalición bélica que ganó la Guerra Fría instaló en España desde 1975: “el relevo cooptado”, para lo cual contaron con un grueso número de antiguos militantes del PDC, Partido Radical, Socialista y algunos comunistas desenganchados.
En tal sentido, desde la dictación de las leyes políticas en 1987 el sistema de partidos y las agrupaciones que lo conforman fueron objeto de las siguientes transformaciones:
Las luchas sociales y políticas que habían sido las causas de buena parte del origen de estos partidos fue substituida y reducida a su vertiente parlamentaria entre los grupos cooptados para hacer la transición: derecha y Concertación. De ese modo, se “desmovilizó” socialmente al país.
Los grupos que consensuaron la transición operan como grupos autonomizados de su base social. Para ello coparon parcelas del Estado –averigüen cómo se repiten los mismos apellidos en el Congreso, el Ministerio Público y los directorios de las empresas estatales–, como asalariados fiscales o recibiendo subvenciones permanentes (la Corfo es su tía Rica). De ese modo, se constituyeron –aunque Escalona lo niegue– en un grupo social homogéneo.
Los partidos del duopolio funcionan transversalmente como órganos de conservación del statu quo socioeconómico. De hecho, y más allá de los discursos, desde Aylwin hasta hoy y, a pesar de los diagnósticos, las cifras, los escándalos, las colusiones, todas las administraciones y sus respectivos órganos legislativos no han hecho otra cosa que continuar con la profundización del modelo neoliberal.
En Chile, por ejemplo, fue nítido y claro el cambio que con Frei Ruiz-Tagle tuvo el discurso gubernamental desde los ejes de la transición a los de “la modernización”. Bajo el aparente manto del futuro se tapó la contradicción social en juego. La lucha político-ideológica fue desplazada hacia la tecnocracia. Los antiguos partidos populares como el PS mudaron entonces a instituciones paraestatales.
Un dato clave en la consolidación de ese proceso fue la definitiva renuncia del socialismo como agente transformador en el Congreso de Concepción de 1998, oportunidad en que sus bases reclamaron modificar la actitud del partido durante la transición, pero cuyas resoluciones fueron luego secuestradas por sucesivas directivas.
La oligarquización de los partidos: desde entonces, solo tienen acceso a ella quienes comparten el modelo de cooptación y el rol de garantes del statu quo. Nuevamente el caso socialista es uno de los más emblemáticos: al inicio de la transición se reemplaza a los dirigentes que desempeñaron roles fundamentales en las luchas contra la dictadura, por aquellos núcleos cooptados en el exterior y que responden fielmente al modelo.
Ello explica el nulo papel que desempeñarán los ex dirigentes estudiantiles o los críticos como Mario Palestro, quien pronto será desterrado de la organización. Situación similar sucederá en el PDC. El partido, entonces, comienza a girar sobre su líder: el principal cooptado, pues de ellos depende el futuro político de cualquiera con aspiraciones. Los liderazgos  de Escalona y Núñez en el PS; Novoa y Longueira en la UDI; Gutenberg Martínez en el PDC; Carlos Larraín en RN, o los de Teillier o Carmona en el PC se fundamentan en  el manejo de la billetera o en la distribución de cargos y prebendas en el Estado.
Estos personajes pasan, entonces, a tener poderes plenos sobre la colectividad y su séquito, los que  obedecen fielmente sus órdenes que, no pocas veces, van en contra de las propias resoluciones de sus eventos partidarios: el PS desde hace varios congresos ha venido impulsando la asamblea constituyente, sin embargo, Escalona tildó de fumadores de opio a quienes la suscribían, sin que la organización se atreviera siquiera a contradecirlo. Novoa no solo se burló públicamente de los fiscales sino que también finalmente reconoció su delito, pero en la UDI nadie se atrevió a sancionarlo.
La independización de la cúpula partidaria respecto de sus bases o electores facilitó su acción al margen  de referencias de clase o de soberanía nacional. Y ello es otro de los corolarios necesarios de la técnica de la paz social, cuyo éxito se sustenta, sí o sí, en la enajenación de las decisiones directivas respecto de la ciudadanía o de sus militantes.
El visto bueno permanente de parlamentarios o presidentes de partido a medidas que van contra sus electores o la soberanía popular –el TPP, por ejemplo– requiere esa autonomización y la inversión de la relación clásica entre electos y electores: el rol de estos últimos no ha sido otro que legitimar la decisión que han tomado agentes del mundo empresarial, los que con su aporte son quienes escogen de verdad.
Los actores políticos de la transición –PS, PDC, PPD y la UDI– mudaron con el paso del tiempo desde proyectos políticos divergentes a culturas políticas solidificadas y homogéneas, las que –ya sin el pesado lastre de la diferenciación ideológica– se vieron obligadas, para poder diferenciarse, a recurrir cada vez más y con mayor fuerza a técnicas publicitarias. Este mal se agudizó desde la campaña presidencial de Joaquin Lavín de 1999-2000 y alcanzó su paroxismo con las municipales y parlamentarias y presidenciales de 2012 y 2013. Si en 1992 la alcaldía de Rancagua le costó al bando vencedor apenas 6 millones de pesos de la época, el 2012 le significó a la UDI más de quinientos. Igual cosa ha ocurrido con los escaños parlamentarios: su precio se volvió exorbitante.
Todo lo anterior hizo que en la política chilena, hasta la explosión del movimiento estudiantil de 2011,  desapareciera la contradicción fundamental de una sana democracia: la disputa entre capital y trabajo y que recién luego del financiamiento ilegal, el tráfico de influencias o de las colusiones, emerge nuevamente y se hace evidente.
En ese ocultamiento fue clave no solo la cooptación del núcleo político dirigencial sino también la de los sindicalistas, los grandes opositores a la dictadura y cuyos casos más emblemáticos representaron Rodolfo Seguel, Nicanor Araya, dirigente del cobre, y Manuel Bustos. Los tres terminaron cooptados como parlamentarios. Algo similar se pretendió con Arturo Martínez pero fracasó en su intento por lograr un escaño. Falta conocer lo que pasará con Bárbara Figueroa, quien seguramente tendrá que aceptar la reforma laboral que salga a cambio de una posición de poder en el Parlamento en un próximo periodo, a menos que, como Cristián Cuevas, se transforme en disidente, un camino sinuoso. La subordinación sumisa de la CUT a las políticas de la Concertación o Nueva Mayoría, se explica por el hecho de que cualquier oposición de fondo habría significado la eliminación de los sindicalistas rebeldes.
Un supuesto básico para hacer funcionar el remozado régimen de Pinochet en democracia fue sustraer a la sociedad de las decisiones políticas fundamentales en pro del realismo político deen la medida de lo posible, derivado de pactos tras bambalinas o de partidos que solo fueron notificados de decisiones que el líder estipendiado avaló afuera y que son fiel reflejo de una ciudadanía concebida solo para manifestar su adhesión a un candidato. Hace poco escuché a un analista decir que “si en las elecciones se decidiera algo importante, no nos dejarían votar”. Tal vez tenga razón, pero como lo está demostrando la ciudadanía desde 1998, cada vez el modelo funciona sobre la base de una mayor ilegitimidad que se torna peligrosa para la supervivencia del propio modelo.
El año 1994, el mismo en que Schaulsohn hacia público el financiamiento ilegal de las campañas, el senador Ricardo Núñez decía que “temo por el futuro del sistema político, no está tan consolidado para resistir una montaña de lodo como la que podrían traer sucesivos exhortos de Italia”, cuando se hizo pública la operación Marco Polo, en que se  investigaba el desvío de fondos desde el gobierno italiano a personajes de la transición que los emplearon discrecionalmente. Pues bien, el caso se tapó y la transición que ya por entonces presentaba algunos síntomas de descomposición, siguió su propio derrotero.
El presidente Frei Ruiz-Tagle, un poco más tarde, le pediría al Consejo de Defensa que “por razones de Estado” no siguiera investigando los pinocheques; Lagos hizo lo propio cuando tuvo la oportunidad de detener la corrupción y el tráfico de influencias que se masificaron con los casos MOP-GATE o escuelas de conductores; igual cosa sucedió más tarde durante la anterior administración de Bachelet; ni hablar de Piñera, que ya no necesitó personajes cooptados: ahora eran directamente asalariados suyos los que cometían irregularidades, véase la Ley de Pesca; y continuó hoy con los casos que ya conocemos, a los que se agrega ahora la colusión empresarial permanente. En paralelo, las propias decisiones de sus gobernantes continúan hasta hoy achicando el Estado.
Para cambiar este oscuro panorama que se cierne sobre nuestro sistema institucional no bastará, como el 2003, con un mero maquillaje ni con la pérdida del escaño para aquellos que violen las reglas, con poner fin al binominal, ni aun con hacer primarias o refichar a los partidos.
Si creemos que la democracia efectivamente es el régimen que mejor representa la expresión de la soberanía popular, será necesario hacer una cirugía de fondo  al modelo transicional de larepública cooptada o de “la pulpería”, y el rediseño de un Estado más emprendedor y vigoroso que defienda a nuestros ciudadanos y sus recursos. De lo contrario, como ocurre desde 1993, cada cierto tiempo la falta de mantención de la  cloaca, hará insoportable su hedor, hasta que un día topemos fondo y ya no pueda haber vuelta atrás. Entonces, como casi siempre, solo nos lamentaremos.
*Fuente: El Mostrador

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