21 de Agosto de 2013
Para los círculos gobernantes somos una economía social de mercado. No sé si lo dicen por ignorancia o como un cuento del tío. No cumplimos con ninguna de las características que definen esas comunidades. Los trabajadores no participan en la administración socioeconómica del país ni de las empresas. No hay controles locales. No somos una sociedad negociada, en especial entre el capital y el trabajo. Tenemos bajísimos impuestos directos y malos servicios sociales y, por tanto, somos muy desiguales.
Carecemos de capital social, es decir de confianza comunitaria. Incluso hoy el ministro de Hacienda invoca la “desconfianza” como herramienta de intimidación política para no subir los impuestos, una vieja treta de la derecha según Krugman, mientras los millonarios patriotas norteamericanos abogan para que se los suban, a lo menos, al nivel de los trabajadores. Por ello, el gasto público chileno, 23,88 % del PIB, es muy inferior al de los países calificados como economía social de mercado. A vía de ejemplo, en la luterana Finlandia, es de 56,22 %, en la católica Austria, 51,19 %, y en los calvinistas Países Bajos, 50,26 %. Y en EE.UU., el país capitalista por excelencia, el gasto público es 39,5 % del PIB.
Una economía doblemente extractivista
Incluso es dudoso que tengamos una economía de mercado. La calificaría más bien de extrativista en el doble sentido del concepto. El tradicional, especializado en la exportación de materias primas. Y el más moderno, dominados por oligopolios, que separan las ganancias de la producción, y donde lo que rinde es el control del mercado, y no la calidad y cantidad de lo producido y servido.
Nuestra economía se califica, como lo hizo el Financial Times, de laissez-faire oligárquico (o extractivista). Y está condenada a no desarrollarse sin reformas estructurales. La tecnocracia economicista, en el poder durante este período, se olvidó no solo del saber popular, la avaricia rompe el saco, y la biblia, Lucas (12:13), sino también de los clásicos. En especial de Smith, quien estuvo en contra de los impuestos, y de Keynes, quien los defendió, pero ambos por la misma razón, evitar la concentración del ingreso en muy pocos y el consiguiente inevitable atesoramiento.
El cobre sigue siendo la renta mayor. Un minero produce 60 millones de pesos al año, un empleado bancario la cuarta parte y uno del comercio la sexta, según Patricio Meller. De acuerdo a sus estudios, si el cobre hubiera mantenido su tendencia histórica previa a 1990, nuestro PIB sería un 45 % inferior. Las exportaciones cupríferas aumentaron 11 veces y el consiguiente ingreso para el Fisco en 12, en los últimos 20 años. La quinta parte del financiamiento estatal proviene de la minería cuprífera. Y Chile es más importante para el mundo, 32 % del abastecimiento de cobre, que la Arabia Saudí lo es en el caso del petróleo. El cobre es el 54 % del valor de nuestras exportaciones y el 17,5 % del PIB.
Esas cifras explican que la crisis que comenzó el 2008 en Wall Street apenas nos rozara. Y nuestros mejores amigos fueron las importaciones cupríferas de China. La economía, teniendo como base el año pre crisis, 2007, se incrementó en cinco años en 56 %, todo un récord en Occidente. No obstante, a nuestros multimillonarios de la lista Forbes, el mínimo es mil millones de dólares líquidos, que ahora son 14, en ocho grupos familiares, les fue mejor: sus fortunas se incrementaron, en ese período, 205 %.
Sus inversiones, sin embargo, demuestran poco emprendimiento e innovación. Son en minería, finanzas (banca y tarjetas de crédito), supermercados, grandes almacenes, celulosa, pesca y medios de comunicación (diarios y TV). Y sus inversiones en el extranjero rinden menos que las en sentido inverso, 3 % versus 10 %. A lo que se añade una orgánica oligopólica, entre 1 y 5 empresas dominantes, también en las farmacias, en la producción de cerdos, pollos y vinos, seguros de salud, fondos de pensiones, líneas aéreas, exportación de frutas, etc.
Por ello nuestro gini, la medida de la desigualdad, es altísimo y apenas baja por la acción estatal. Según recientes cifras oficiales, a pesar de la asistencia social enfocada, el bruto, por los ingresos autónomos, es de 0,54, y el neto, después de transferencias gubernamentales e impuestos a la renta, disminuye a solo 0,52. En los países de la OCDE, el club de los desarrollados, esa disminución, en promedio, es la cuarta parte, y es especialmente alta en las economías social de mercado.
Una tecnocracia con amnesia
En resumen, nuestra economía se califica, como lo hizo el Financial Times, de laissez–faire oligárquico (o extractivista). Y está condenada a no desarrollarse sin reformas estructurales. La tecnocracia economicista, en el poder durante este período, se olvidó no sólo del saber popular, la avaricia rompe el saco, y la Biblia, Lucas (12:13), sino también de los clásicos. En especial de Smith, quien estuvo en contra de los impuestos, y de Keynes, quien los defendió, pero ambos por la misma razón, evitar la concentración del ingreso en muy pocos y el consiguiente inevitable atesoramiento.
En el siglo XVIII, los monarcas eran dueños de los países, los tributos se acumulaban en sus arcas y se malgastaban en palacios, fiestas y guerras, no en actividades económicas. En el XX, la causa de la Gran Depresión fue también mucho para muy pocos, como lo demostró Keynes al analizar la propensión marginal a ahorrar o a gastar según los niveles de ingreso. Por consiguiente, había que liberar la riqueza, con menos impuestos en el siglo XVIII, Smith, y con más, y progresivos, para que el gobierno aumentara la demanda, en el XX, Keynes.
Y se suma Marx. Una transferencia permanente del ingreso del trabajo al capital tiene como consecuencia un exceso de capacidad instalada y una falta de demanda, y el crédito no es sustituto, como lo acaba de demostrar Wall Street. ¡Los trabajadores, por desgracia, son también los consumidores! En verdad, el estado del bienestar social desmintió a Marx.
Una suma de distorsiones
El laissez–faire extractivista que nos legó la dictadura nos explica una serie de distorsiones. Como indica Osvaldo Sunkel (El presente como historia, 2011), solamente tres sectores tienen alta productividad: la gran minería, las finanzas y las empresas de utilidad pública (electricidad, gas, agua), a pesar del presunto éxito económico. La tasa máxima convencional anual para préstamos de bajo monto, comunes para las personas con ingresos bajos, es usuraria, 54,93 %, mientras que para los de alto monto es de solo 11,38 %. Los deudores habitacionales, muchos en nuestra sociedad de propietarios a la Thatcher, por su parte protestan por el peso del servicio de hipotecas reajustables.
En educación el gasto es alto, 7 % del PIB, pero más de un tercio es financiado por los alumnos y sus familias, lo que hace baja la inversión pública. Con un sistema primario y secundario con calidades muy distintas, según se paguen o no, que conservan una estratificación social rígida, disfrazada de meritocracia, como lo demuestran los resultados de las pruebas de ingreso a las universidades. A lo que se suma que en la superior, el 80 % del costo recae en los estudiantes. El 60% de ellos reciben becas y préstamos con respaldo estatal, pero solo cubren entre el 70 y 80% del gasto. La situación se agrava porque el 40 % de los diplomados descubre que sus remuneraciones no cubren la inversión que hicieron.
La privatización de la seguridad social, mediante un tributo a los asalariados, administrado por el sector financiero privado con inversiones en mercados bursátiles, es una subvención en constante y sonante del trabajo al capital. Ese “ahorro” de los trabajadores suma hoy 162.000.000.000 de dólares (Andrés Solimano, Capitalismo a la chilena, 2012), aproximadamente dos tercios del PIB chileno.
Una fuerte inversión en defensa, la tercera en las Américas en términos proporcionales del PIB (la sexta en dólares corrientes, cantidad que este año, por primera vez, es igual a la suma de Argentina, Perú y Bolivia, antes era más), pero no se usa para el desarrollo tecnológico, como EE.UU., Brasil, China, en los que es el escape a las regulaciones de la Organización Mundial del Comercio.
En realidad, la tarea de nuestra futura presidenta es titánica, aunque se limite a terminar con las distorsiones que nos legó la dictadura y que, a diferencia de Franco (el autor de la frase): “Dejó las cosas atadas y bien atadas” en su írrita Constitución.
*Fuente: El Mostrador
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