En 1905 la Rusia zarista sufrió una humillante derrota a manos de Japón, a lo que se sumó una compleja situación económica, social y política interna, todo lo cual terminó provocando serios estallidos sociales. La respuesta de la élite a la crisis fue una mezcla de represión y reformas. Los Romanov, desde la inconciencia de su lujosa vida aristocrática, dejaron la solución en los fusiles y en las medidas políticas para calmar los fervores del insurrecto populacho. La acción represiva armada nos la recuerda “El acorazado Potemkin”, la clásica película de Sergei Eisenstein; la otra parte de la “solución” fueron diversas medidas “parche” que, a la larga, terminaron asentando el statu quo.
Reprimiendo y asesinando a su propio pueblo, más algunas políticas que supuestamente escondían “buenas” intenciones, los Romanov y en general la nobleza rusa creyeron sortear la situación… al menos por unos años. Su desidia como líderes, su evidente desinterés por su propio pueblo y su asombrosa incapacidad para leer la situación de su nación, les costó muy caro. Como bien sabemos, toda la familia real terminó fusilada en 1918 en Ekaterimburgo. Por su parte, el resto de la nobleza, la aristocracia y la burguesía urbana y rural no terminaron mucho mejor.
Y, ¿a qué viene todo esto?… Sencillamente me recordó Chile. Por supuesto, más de alguien dirá que exagero y lo puedo conceder. Pero, también no puedo dejar de pensar que la autocomplacencia ha de haber sido la actitud de los Romanov y del resto de la malograda élite rusa de principios del siglo pasado. Ellos en realidad fueron, para usar una frase conocida, quienes en realidad “le pavimentaron el camino al comunismo” con su propio egoísmo y miopía.
De un tiempo a esta parte, vemos en Chile una verdadera explosión de demandas sociales. Un pueblo que todo indicaba era manso, obediente y hasta satisfecho con el “exitoso” modelo chileno, ha mostrado otra cara. ¡Por fin una cara digna y decidida! Para quienes consideramos las cifras económicas macro desagregadas y observamos la vida diaria, no puede ser una sorpresa. Un pueblo normal no podía aguantar eternamente una situación tal de carencia de derechos, abuso legalizado y precariedad cotidiana. Por más que los medios y la academia les vengan insistiendo que deberían sentirse orgullosos de ser un supuesto ejemplo para el mundo y que sus condiciones de vida son envidiables.
Hace muchos años que diversos datos muestran las carencias en la vida de una inmensa mayoría de chilenos y chilenas, ciudadanos de uno de los países más desiguales del mundo. Por dar sólo un ejemplo, según la “Encuesta Laboral 2011” del Gobierno de Chile, un 66,8 % de los trabajadores ganan menos de $ 516 mil brutos. Es decir, a esa cifra se le debe descontar un 7 % de aporte al sistema de salud y un 11 % de aporte al sistema de pensiones: ¡hablamos de $ 423 mil líquidos! Escuálida cantidad con la que más de los dos tercios de los trabajadores deben sobrevivir en un país donde todo se cobra… y caro, y con un Estado que casi no apoya a su ciudadanía.
A esa magra situación, ya sabemos que hay que sumar una institucionalidad que protege y reproduce una discriminación hiperpositiva a favor de los millonarios y las grandes compañías. Y, por si ya no fuera demasiado, esa institucionalidad mantiene un sistema de abuso descarado e indefensión ciudadana.
Mas, nada de eso logra hacer ver la realidad a las élites económicas del país y tampoco hace mella en quienes les administran el fundo: la dirigencia de la megacoalición neoliberal. La brutalidad de las declaraciones de un empresario naviero acerca de que las protestas sociales se debían a una especie de ambición ilimitada de la rotada, las increíbles opiniones del presidente de la banca respecto de la honestidad de dicha industria usurera o el descaro de los empresarios de la educación que de esconder su lucrativa violación de la ley pasaron al ataque y terminaron legitimando tal infracción, no por extravagantes son menos arquetípicas del pensamiento miope y avaricioso de nuestros Romanov criollos.
Como espejo de la postura de sus patrones, el ala derechista dura de la megacoalición no ceja un milímetro en su defensa del modelo y la institucionalidad. Por su parte, el ala neoliberal con rostro humano viene voceando un ofertón reformista, pero la experiencia de sus cuatro gobiernos nos recuerda que sería muy inocente creerles. Esa postura transversal se expresa asimismo en la demonización de las candidaturas extra megacoalición, todas ellas estigmatizadas desde los serviles medios de comunicación como irresponsables, populistas y extremistas… cuando sólo recogen cuestiones tan básicas como que la ciudadanía tenga derechos. En Chile estamos tan, pero tan mal, que proponer políticas similares a algunas canadienses, belgas, francesas o danesas es ser “ultra”.
Como en la Rusia de 1905, seguir el camino de la derecha dura llevaría a una cada vez más dura confrontación, mientras que la experiencia nos indica que la vía del neoliberalismo con rostro humano echaría la basura bajo la alfombra por un tiempo más. Sin embargo, todo indica que los dueños del país no tienen la más mínima intención de introducir cambios y, al mismo tiempo, pareciera que no están los tiempos para usar a sus matones de uniforme… Sólo espero que, tal como a la élite rusa, su evidente desinterés por su propio pueblo y su asombrosa incapacidad para leer la situación de su nación, no les cueste tan caro.
Ya que los patroncitos nos han demostrado con creces su calidad moral, ¿alguien tendría la gentileza de recomendarles leer historia?
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Detienete por un momento y denuncia el genocidio que está cometiendo Israel con el apoyo de EE.UU. contra la población civil de Palestina. Porque cada niño asesinado hoy en Gaza estaría vivo si hubiesen dejado de bombardear ayer.
No digas después que no pudiste hacer nada.
Los «patroncitos» no necesitan leer la historia, porque les importa un rabano lo que piensen de ellos los rotos.
Y para contar la historia tienen a gente con Patricia Arancibia Clavel, que la cuenta como ellos quieran.
Ademas no hay peor ciego que el que no quiere ver, ni peor sordo que el que no quiere oir.