Hace un par de semanas, visité la Exposición sobre la obra de Roberto Bolaño, a raíz del décimo aniversario de su muerte, presentada en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona. El lugar escogido era una sala de dos alas de grandes dimensiones en una primera planta donde habría cabido holgadamente una exposición sobre el arte de una de las grandes dinastías egipcias. Menciono el detalle de la primera planta porque, curiosamente, la impresión que se tiene al entrar es la de haber bajado a una sala subterránea. Al entrar de la luz del día a un espacio interior, había que estar un buen rato para dejar que los conos y bastoncillos, desconcertados por tanta oscuridad, se acostumbraran a la penumbra. El ambiente de aquella sala, que gracias a la escasa iluminación y a un sonido envolvente y permanente que hacía pensar en agoreros (y desagradables) desgarros provenientes de las entrañas de la tierra, o que a ratos parecía reproducir en sordina las oraciones de unos aterrorizados fieles en las profundidades de una catacumba, predisponía al visitante a sumirse en un curioso estado, mezcla de tensión y alerta que no contribuía en nada a una experiencia grata. Por fortuna, en esa superficie de más de mil metros cuadrados había no más de veinticinco personas.
De esta manera, abstrayéndose de aquel decorado diseñado por alguien que jamás ha leído a Bolaño, que ha frecuentado con asiduidad las discotecas y ha sufrido horribles pesadillas lisérgicas, al dar los primeros pasos, los ojos del visitante se posarán sobre una placa de metacrilato en que se reproduce una frase ya conocida que figura en el Manifiesto Infrarealista de 1976, probablemente acuñada por el propio Bolaño: “No sólo en los museos hay mierda”. Pareciera que el espíritu de Bolaño se ha apostado en las puertas mismas de la exposición para prevenirnos de lo que podríamos encontrar durante nuestro recorrido.
Tampoco es fortuita la alusión a la dinastía egipcia porque, incluso quienes nunca han visitado una muestra de ese tipo, tendrán al poco andar la sensación de que se encuentran en un ambiente que invita a adentrarse en un pasado remoto, y que en los anaqueles distribuidos a lo largo de las paredes de la sala se exhiben objetos que bien podrían ser colecciones de antiquísimas joyas, objetos litúrgicos, artefactos encontrados en alguna tumba real sepultada bajo siglos de arena, expuestos con una luz mezquina que nos dice, en este caso: “Se mira pero no se lee”. En rigor, estos detalles no son verdaderamente propios de un comentario sobre una exposición, pero para quienes sufren de algún mal vertebral o escapular (alrededor del 60% de la humanidad) la altura de dichos anaqueles constituye un severo desafío. Dicha altura es fruto de la idea genuina –e ingenua- que concibe los manuscritos de Bolaño como objetos fetiche expuestos para ser mirados o “admirados”, pero en ningún caso para ser leídos. La caligrafía de Bolaño, una letra menuda y apretada, no se presta precisamente a ser leída a una distancia que supere los cuarenta centímetros, distancia que obliga al visitante a permanecer inclinado en una humilde y dolorosa venia de noventa grados.
También hay una buena cantidad de fotografías, cuya peculiaridad es la de retratar, en su mayor parte, una franja de la vida de Bolaño que empieza en Cataluña, en 1977, y termina con su muerte. Hay fotos de los episodios mexicanos, pero son relativamente escasas. Algo similar ocurre con la presencia de la familia chilena, o con manuscritos y diarios, en su mayoría escogidos de la misma época. Se dirá que aquello corresponde al periodo de mayor producción literaria, pero lo expuesto es una visión sesgada de una vida que tiene muchas más facetas que las del Bolaño de Barcelona, Gerona y Blanes. Como si una mano oscura hubiera impuesto límites a la posibilidad de mostrar un Bolaño más completo, de dar rienda suelta a una perspectiva más poética y menos comercial de su obra, con su tierna, entrañable y diversa mirada sobre el mundo, algo ha quedado trunco. Esa perspectiva abierta de las distintas épocas de su vida debería incluir necesariamente la muy importante etapa del final, que transcurre junto a Carmen Pérez de Vega, la mujer que se había convertido en la gran amiga de Bolaño y lo acompañó hasta el final. Ahí también, en lo que pareciera una censura que planea sobre la parte final de su vida, la exposición del CCCB vuelve a quedar trunca. En lugar de una muestra sobre la vida y obra de Roberto Bolaño, desde su infancia infrarealista hasta la madurez del narrador de Los detectives y 2666, con el enorme caudal de vitalidad que la recorre, el visitante encontrará una muestra sobre la vida y obra de San Roberto Bolaño.
En efecto, la miserable iluminación de aquella sala bien podría ser reemplazada por cirios de cinco vatios, y no habría diferencia. El horripilante sonido envolvente sugiere la grave agonía de un órgano que transmite subliminalmente la idea de que nos encontramos frente a objetos sagrados, ocultos al resto de los mortales, fijados, embalsamados a perpetuidad en sus penumbrosos nichos, como esa insólita colección de gafas, tristes y despersonalizadas, en la pequeña urna.
Nada de esto queda más lejos del auténtico universo de Bolaño, cuya principal virtud fue y sigue siendo arrojar luz a raudales sobre la vida misma y sobre un panorama de las letras españolas –y universales- que a ratos parece “un desierto de aburrimiento”. La vida de Bolaño está marcada por la voluntad de salir al mundo abriéndose a él, rompiendo compartimentos estancos, hermanando la poesía con una experiencia vital cuyas raíces empezaban y acababan en el exilio, lo cual, en su caso, significó echar –y dejar- fugaces raíces ahí por donde pasara. La precariedad en que se desenvolvieron esas experiencias nunca fueron un pretexto para huir del mundo y refugiarse en la pretendida oscuridad que quiere connotar el decorado en que han acabado sus manuscritos. El optimismo que late en el tesón con que Bolaño encaró los momentos más apremiantes de su vida y cruzó los desiertos de aburrimiento es un optimismo alegre y mundano, nutrido por su permanente intercambio con la luminosidad de toda cosa, de toda amistad, de toda experiencia. Esto es algo que cualquiera verá en esos escritos expuestos que, ellos sí, están ahí con su valor intrínseco, queriendo desautorizar con cada una de sus líneas la mezquindad oscura que los aloja.
Al salir, el visitante vuelve a ver la misma cita que vio al entrar, sobre la basura y los museos, y la contradicción salta a la vista por sí sola. Sospecho que, en primer lugar, a Bolaño le costaría mucho autorizar una exposición sobre aquello que se negaba a llamar su “obra”; en segundo lugar, si finalmente llegara a producirse y le mostraran el resultado final, Bolaño diría que es imperativo quitar el techo, encender las luces y abrir las puertas para que penetre el sol de mediodía, la luz y el aire, elementos que conspiran contra el oscurantismo del culto.
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