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Los soldados bolivianos y la patria

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En un recodo ínfimo de la programación televisiva chilena, entre la exaltación de las candidatas a mejor trasero de Viña del Mar -bajo la mirada atenta de una piara de reporteros en plena edad del pavo-, y una interminable exhibición de humoristas groseros, los canales deslizaron la imagen de tres soldados bolivianos, después de más de un mes detenidos en Chile, sonriendo al enterarse que el tribunal decidió enviarlos de vuelta a su país. Sonriendo incluso después, en el camino costero, con los rostros impregnados del reflejo del mar.

Una risa como la  que suele invadir el rostro de un adolescente cualquiera  -de cualquier rincón del universo-, acariciado por una sorpresa, por la irrupción de un sueño súbito, por la constatación de que existe algo nuevo y suave por detrás de la rutina de los días interminables.

Habían sido detenidos tras cruzar la frontera, aparentemente sin la misión ni la intención de conquistar territorios ni de invadir la nación. Parece que estaban perdidos.

El tenor de sus complexiones,  el vaivén inexperto de sus pasos conducidos hacia el cuartel, la oblicuidad  infantil en  sus ojos –cuestión  vital que los tinterillos desconocen por completo-, nos gritaban a coro que estaban perdidos.

Pero el incidente, que pudo no pasar de una incidencia, nos catapultó a las trasnochadas versiones sobre la soberanía y la patria. Los soldaditos pasaron a ser, de muchachos extraviados, a íconos de lo que no se debe hacer, a representantes del sin respeto, a  chivos  de expiación que, en la casa del vecino, dejan de ser personas y se transforman en emblemas de la jurisprudencia.

Solo por tener menos de veinte años, edad en que la vida crepita en la piel y los gametos, estos jovencitos quisieron convencer, a una pléyade de estudiosos del derecho, que no eran expertos en geopolítica, que no habían sido adiestrados en controversias territoriales, ni eran agentes encubiertos del expansionismo a ultranza.

Entonces, la patria de ellos no es la nuestra, nos dicen en la televisión.

Y qué define la patria que la hace incombustible al calor de otras patrias?

¿Cuál es la patria de las personas bajas, ágiles y discretas, y que es tan diferente de la patria de otras gentes bajas, ágiles y discretas?

¿Es la patria del vecino tan ajena que puede encerrarme un mes en la bodega del patio cada vez que cobrando un penal mi pelota supera el arco y el muro y se incrusta en su camelia?

A fin de cuentas, la patria no es el territorio.  No es el  paisaje que protegerás con orgullo y que pertenece a otro dueño. Ni el trozo de tierra virgen que exhibirás pero jamás verás germinar sino para el rédito y la prosperidad de una pandilla de desconocidos.

No son los discursos presidenciales, tampoco la historia al amaño de pocos, ni la vereda que te muestran los que tienen la cámara en la mano, ni aquel fetiche en los discursos paranoicos del diputado Tarud.

La patria no son las leyes que han redactado otros, ni los tratados de libre comercio con ultramar, ni el aparato que te mantiene absorto en la convicción de que, por  gesto oficioso, es tuyo lo que no te incumbe.

“Cuando miro a tus ojos veo en ellos la patria” cantaba la ensoñación dulce de Sara González,  antes de dormirse para siempre. Porque si no sabemos dónde ubicarla,  al menos se dibuja en cada rostro sencillo y abierto que pacta  muecas con la libertad.

Tal vez por eso, guardando en el bolsillo la blasfemia de los territorios, la patria se sentía vívida en la sonrisa de esos tres niños bolivianos, camino de vuelta adonde les aman, lejos del mar.

*Fuente:  G80

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