Miércoles,
06 de Abril de 2011
El Concilio Vaticano II significó una vuelta al espíritu
evangélico original de la
Iglesia Católica, en materias doctrinales.
Luego de muchos siglos de contubernio con poderes políticos
autoritarios, que la llevaron a sacralizar estructuras opresivas e injustas, y
a desarrollar formas extremas de intolerancia; el fin de los Estados
Pontificios y la separación de la
Iglesia del Estado en los países de mayoría católica
condicionaron la revalorización de la fraternidad universal y del respeto de
los derechos y la dignidad de las personas como criterios éticos fundamentales
de la Iglesia.
Sin embargo, dicho Concilio dejó virtualmente intocada la
estructura absolutista medieval en su interior, con todas las consecuencias
culturales imaginables. Aquí podemos encontrar la razón última de que pudiesen
proliferar y encubrirse por décadas conductas pederastas en contra de miles de
niños por parte de altas autoridades eclesiásticas. Y que los esfuerzos
realizados por numerosos laicos y autoridades de la misma Iglesia para evitar
lo anterior fueran completamente infructuosos.
En el caso de las perversiones del sacerdote Fernando
Karadima, hemos sabido que por años fueron inútiles las denuncias de
varias de
sus víctimas, e incluso de sacerdotes como Juan Díaz y Percival Cowley y
-queremos creer- del propio obispo auxiliar de Santiago de la época,
monseñor
Ricardo Ezzati. Primó la indolencia (¿criminal?) del entonces cardenal
Francisco Javier Errázuriz. Lo mismo vimos en el caso de los abusos
reiterados
del fundador de los "Legionarios de Cristo", Marcial Maciel. En este
caso, de
acuerdo a lo que se ha sabido, ¡los esfuerzos hechos por el propio
Prefecto de la Congregación de la Fe, cardenal Joseph Ratzinger,
para procesar a Maciel se estrellaron en contra de la tozuda oposición
(¿criminal?) de Juan Pablo II!
Contrastan dichas actitudes (así como las que se han visto
en Estados Unidos, Irlanda, Bélgica, Austria, etc.) con las duras denuncias
expresadas por Jesucristo respecto al daño a los niños: "Pero si alguien hace
caer en pecado a uno de estos pequeños que creen en mí, mejor le sería que le amarraran
al cuello una piedra de molino y lo tiraran al mar". (Mateo 18; 6)
Por tanto es muy valorable la expedita investigación y
sanción efectuada recientemente por el Vaticano en contra del abusador
Karadima. Sin embargo, si queremos realmente alcanzar la verdad en estas
materias -por dura que sea- no puede quedar en la penumbra un caso mucho más
grave aún: el del obispo Francisco José Cox. Este, luego de ser obispo de
Chillán, fue "ascendido" en 1981
a un alto cargo en la Curia romana (Secretario del Consejo Pontificio
para la Familia)
para ser posteriormente "degradado" a obispo auxiliar de La Serena en 1985 y suceder a
Bernardino Piñera como su obispo titular en 1990. Luego, en 1997, fue separado
de su cargo y designado presidente de la Comisión Nacional
del Jubileo (organismo temporal y menor de la Iglesia, en vista al nuevo
milenio) hasta 1999, para posteriormente asumir un cargo menor en el CELAM
(Comisión Episcopal Latinoamericana) en Colombia. Por cierto, un itinerario
episcopal completamente anómalo.
La explicación de todo lo anterior vendría en noviembre de
2002, cuando La Nación
y La Tercera
publicaron que en los 90 fue vox populi en La Serena que el obispo Cox abusaba habitualmente de
menores y que incluso las primeras denuncias en tal sentido llegaron a la Conferencia Episcopal
en 1992, no siendo nunca investigadas. Como reacción a las publicaciones
periodísticas, monseñor Errázuriz declaró que Cox se había recluido ya
voluntariamente en un convento colombiano dada sus "conductas impropias"
producto de una "afectuosidad un tanto exuberante" que tenía especialmente con
los niños. Es decir, no ha habido nunca una investigación ni menos una sanción
por los reiterados crímenes que, todo indica, cometió durante años el obispo
Francisco José Cox.
Naturalmente que un cambio condigno de las actuaciones de
las jerarquías chilenas y vaticanas requerirían una profunda investigación del
"caso Cox"; así como una paralización del proceso de canonización de Juan Pablo
II, para efectuar una debida investigación del conjunto de su pontificado
respecto de estas gravísimas materias. De otra forma, lo que se está haciendo
pecaría de completamente insuficiente y no permitiría una real purificación de
nuestra Iglesia.
Pero ciertamente que la solución de fondo pasa por una
erradicación de las estructuras medievales absolutistas que aún imperan en la Iglesia Católica.
En su interior, la omnipotencia de sus máximas autoridades no permite que se
exprese un auténtico espíritu democrático y fraternal; y, por cierto, generan
una profunda corrupción. Como lo señaló el célebre pensador católico inglés,
Lord Acton: "El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente". Y
dicha omnipotencia tampoco permite que se haga efectivo el mensaje de Jesús:
"No se dejen llamar Maestro, porque un solo Maestro tienen ustedes, y todos
ustedes son hermanos. Tampoco deben decirle Padre a nadie en la tierra, porque
un solo Padre tienen: el que está en el cielo. Ni deben hacerse llamar jefes,
porque para ustedes Cristo es el jefe único. Que el más grande de ustedes se
haga servidor de los demás. Porque el que se hace grande será rebajado, y el
que se humilla será engrandecido". (Mateo 23; 8-12)
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