Sábado 11 de julio. Dow Jones: 8.146
Sacramento, California. 6:19 PM
Se habían sentado en una mesa contra la pared. María José dijo que iba
al baño a lavarse las manos y Ernesto se quedó mojando las tortillas
chips en la salsa picante. Casi todos los sábados de tarde iban a un
Chilli´s o a un On the Border porque la comida mexicotejana nunca les
fallaba. Mientras esperaba las fajitas de pollo Ernesto estudiaba los
azulejos de la mesa, el enorme calderón invertido que servía de lámpara,
los cuadros con delirios tipo Frida Kahlo y Diego Rivera. Una pintura
naif le había atrapado la atención: un gran desierto con cactus y una
serpiente en un camino de tierra roja.
“Nativo”, recordó. “En francés antiguo naif significa nativo, del latín nativus”.
En ese momento recibió un mensaje de texto de su hermano. Había muerto
el abuelo. El lunes pasado. Hacía cuatro días. Nacho no había querido
decírselo antes porque era inútil, sabía que no llegaría a tiempo.
Hubiese sido para peor. Todo había sido muy rápido. Que por favor
supiera perdonarlo y comprenderlo.
Ernesto recordó que desde el día anterior había ido acumulando preguntas
para el viejo. No podía decírselas todas. El viejo, el viejo querido
estaba medio sordo, la comunicación por teléfono era cada vez más
complicada. Eran preguntas para hacérselas un día cuando volviera,
tranquilo, sin apuro, preguntas que vaya el diablo a saber por qué nunca
se las había hecho a pesar de lo importantes que eran. ¿Por qué nunca
me hablaron de la abuela Rosa? ¿Por qué a la abuela Rosa la llevaron a
morir a mi cuarto cuando estaba su hijo en el pueblo, el Cacho, ese tipo
que todos queríamos y decíamos que era un hombre muy bueno? ¿Era tan
bueno entonces? ¿Por qué yo y mis hermanos que éramos tan chiquitos
teníamos que escuchar cada noche los delirios de una anciana que se
estaba muriendo? “Apaguen el fuego, el fuego ahí en los pies! Mi muñeca,
¿dónde está mi muñeca? Mi muñeca se va a quemar viva mi muñeca!”
Parecía tan feliz la abuela Rosa, antes de caer enferma. Siempre se
estaba riendo, siempre con sus ajos y cebollas y huevos recién robados a
una gallina colorada. Y sus versos de José Martí que no sabía que eran
de José Martí. ¿Por qué te divorciaste de la abuela si era tan buena
como siempre decías? Le hubiese querido hacer esta misma pregunta a
ella, pero se murió antes que tú. Por eso te la hago a ti. ¿Por qué
nunca se supo dónde fue mi tío Ismael? Ya sé que había estado de
revoltoso en Tlatelolco, eso ya lo sé. Pero ¿por qué tenía que
desaparecer? ¿Y por qué todos tenían que tomar su desaparición como algo
normal? O que parecía que fuese algo normal porque nadie decía nada del
tío de pelo largo. Solo una foto sonriendo y con un bigote grueso. Por
eso uno no puede imaginárselo gritando de dolor. Solo sonriendo. Claro,
por eso nunca pregunté. ¿Quién anda preguntando por algo normal? ¿Por
qué tengo tantas preguntas sobre tantas cosas normales y siento que
ahora están bajo tierra? Para siempre bajo tierra, tú, la abuela, el
tío, mi madre, mis preguntas. Un poco yo. Un poco yo estoy debajo tierra
y el resto se me va secando de a poco. Como una planta en el desierto,
las raíces son lo último que se secan.
La gran olla de dos asas invertida que hacía de luminaria flotaba sobre
la mesa y sus preguntas apenas se sostenían del borde. La abuela tenía
una igual, muy parecida. Hacía dulce en el patio todos los sábados con
las frutas que yo rescataba de los cochinos. Como no se podían comer la
abuela las hacía dulce. ¿Por qué decía que la tía Guadalupe era una
puta? Había tenido un hijo de soltera. Pero su macho había reconocido al
producto y se lo había llevado a los dos a vivir al otro lado. Quién
sabe si no habrá pasado por aquí mismo. Al menos los dos se fueron
juntos. Los tres, vagando por ahí, amándose por ahí, discutiendo por
ahí, peleándose por ahí, separándose por ahí, volviéndose a encontrar
por ahí sin que nadie les dé una mano conocida. Entonces ¿por qué la
abuela insistía en que Guadalupe era una puta? Tal vez era despecho. Eso
se puede deducir. Pero ¿por qué había estado presa antes de irse de
mojada? ¿Y por qué el abuelo Rojas se murió solo, sin que nadie fuera a
la casa donde agonizaba? Ni sus hijos fueron. ¿Por qué? ¿Por qué mierda
no se me ocurrió preguntarles todo eso cuando todavía estaba del otro
lado? Algo tan simple, tan fácil como una pregunta. Seguro que bastaba
con rascar un poquito y luego brotaban otras preguntas como racimos de
uva. ¿Por qué después que al abuelo Rojas lo enterraron unos vecinos
nunca faltó flores en su tumba? Dicen que todos, los hijos, las nueras,
el mismo abuelo y la abuela Rosa le llevaban flores los domingos. ¿Por
qué, si nunca se habían llevado bien? ¿Por qué nunca me comentaste nada
de esto, abuelo? ¿Era necesario que te lo preguntara yo?
En ese momento volvió María José con una sonrisa. Se sentó. Miró alrededor, lo miró a él y se puso seria.
—Otra vez de mal humor.
-El autor es académico uruguayo en una universidad norteamericana.
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